Vivimos tiempos sombríos, donde la historia parece avanzar sin brújula y el vértigo se impone sobre la razón. Lo advirtió el poeta y dramaturgo irlandés William Butler Yeats hace más de un siglo, en su inquietante poema La Segunda Venida (The Second Coming): “Todo se desmorona; el centro no puede sostenerse… la mera anarquía se ha desatado en el mundo”. La frase resuena hoy con una claridad escalofriante.
También lo hace la lúcida advertencia de Antonio Gramsci: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.
Ambos captaron la esencia de los períodos de transición histórica: cuando el viejo orden colapsa y aún no ha emergido una alternativa clara, el caos se convierte en terreno fértil para la llegada de los monstruos. Precisamente en ese punto desafiante nos encontramos hoy.
Un nuevo súperciclo geopolítico se abre paso. Las normas, instituciones y mecanismos tradicionales de resolución de conflictos pierden eficacia en un escenario crecientemente volátil y fragmentado: con más actores con capacidad de veto, más detonantes de conflicto, y menos respeto por las reglas compartidas.
El multilateralismo está gravemente debilitado, la diplomacia se ve superada por los hechos consumados, y el uso de la fuerza se normaliza como instrumento central de política exterior. No se trata del fin del mundo sino del ocaso del llamado orden internacional liberal que emergió de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial (1945), se consolidó con la victoria occidental en la Guerra Fría (989) y se articuló en torno al liberalismo económico, la globalización, las instituciones multilaterales y el liderazgo estratégico de Estados Unidos.
Como consecuencia de todo ello, el nuevo tablero global refleja una realidad geopolítica emergente que, si bien venía gestándose desde hace tiempo, se ha acelerado recientemente. Esta transformación viene acompañada de un preocupante regreso a la “ley de la jungla” —como advierte Robert Kagan—, en la que, según las palabras del presidente Donald Trump, “los que tienen las cartas se las imponen a quienes no las tienen”.
La guerra en Gaza es ejemplo de esta suerte de “tierra baldía” (Robert Kaplan): miles de civiles inermes asesinados, en su mayoría mujeres y niños, mientras el mundo asiste impávido a la destrucción sistemática de una población cercada. El ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023 -gravísimo y condenable- no justifica el genocidio que lleva adelante el gobierno isarelí. Ojalá el cese al fuego que actualmente negocian Trump y los cataríes entre las partes se concrete pronto y ponga fin a esta barbarie.
En Ucrania, la agresión de Rusia ha provocado una sangrienta contienda bélica en el que conviven combates de trincheras del siglo XX con las armas más sofisticadas del siglo XXI. Esta guerra, que atraviesa un período de recrudecimiento de los ataques rusos, acelera la carrera armamentista en Europa, hasta hace poco considerada la zona de paz por excelencia. Por su parte, la OTAN, nacida para contener al bloque comunista, ha resucitado —por la presión de Trump y la amenaza de Putin— como maquinaria bélica expansiva, exigiendo a sus 32 miembros aumentar su gasto militar en plena era de crisis climática y desigualdad obscena.
A la vez, el enfrentamiento entre Estados Unidos e Israel con Irán—hoy en paréntesis gracias a un frágil alto el fuego— evidencia la amenaza constante del armamento nuclear y el riesgo de una nueva proliferación descontrolada en una región explosiva como Medio Oriente.
En este (des)orden internacional complejo, volátil e impredecible —atravesado por una policrisis y una permacrisis—, la “bestia tosca” de la que hablaba Yeats, adopta hoy nuevas formas: el resurgimiento del autoritarismo, el tribalismo identitario, el ultranacionalismo, la hiperpolarización y el odio racial, el negacionismo climático, una renovada carrera armamentista —incluida la nuclear— y el peligro existencial de una inteligencia artificial sin regulación ni control democrático.
Resumiendo: la historia no siempre avanza hacia adelante; a veces gira en espiral hacia el abismo. Y ese abismo —si no actuamos con urgencia, responsabilidad y compromiso ético— está más cerca de lo que creemos.
Hoy, más que nunca, necesitamos de la poesía, del pensamiento crítico y, sobre todo, de la historia. No como refugios estéticos, sino como herramientas políticas y brújula moral. Yeats y Gramsci —como tantos otros— no son solo voces del pasado, sino advertencias urgentes que debemos escuchar con atención en este punto de inflexión. Porque en este claroscuro, si no somos capaces de construir alternativas justas y sostenibles, los monstruos del pasado regresarán disfrazados de novedad … y la democracia será su víctima principal.
Frente a esta amenaza, la historia no espera. Si el centro no se sostiene, todo se desmorona. Y sin centro, sin pacto, sin reglas, sin ética, lo que avanza no es el progreso, sino la regresión. Vivimos momentos de máxima tensión en los que —como bien recordaba Yeats con escalofriante claridad—: “Los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores están llenos de intensidad apasionada”.
Y en esta ruptura de época, en medio de la actual recesión democrática, nuestra tarea es clara: reconstruir un nuevo consenso democrático con convicción, coraje moral y visión de futuro. Y debemos hacerlo ahora.
La experiencia comparada demuestra que la historia no ofrece garantías ni la democracia se defiende sola. Requiere liderazgo ético, firmeza de principios y, sobre todo, acción colectiva. No hay democracia sostenible sin demócratas verdaderamente comprometidos.
Publicado en Clarín el 15 de julio de 2025.
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