La cuestión de la grieta volvió a tomar impulso con las palabras de Horacio Rodríguez Larreta en el lanzamiento formal de su candidatura presidencial. Las discusiones giraron en torno a si la grieta debería ser o no, un eje ordenador de la vida política a partir del próximo gobierno.
La grieta nos precede y nos acompaña desde que empezamos a dar los primeros pasos hacia la independencia, realistas e independentistas, republicanos y monárquicos, pero probablemente Mariano Moreno vs Cornelio Saavedra fuera la primera grieta y que aún nos llega apenas entramos al colegio. Todo esto desemboca en unitarios y federales y en un siglo XIX con una larga y cruenta guerra civil que, a la vez, fue un paraguas en el que convivían todas las grietas que puedan imaginarse, Buenos Aires vs interior, Facundo, Dorrego, Rivadavia y Lavalle, y por supuesto Sarmiento, Urquiza y Rosas, entre muchas otras.
El fin del siglo XIX y el inicio del siglo XX estuvo plagado de revoluciones y violencias que, a partir de 1916, tomaron la forma de yrigoyenismo vs anti yrigoyenismo, grieta que dividió al sistema político y a la sociedad de la época para terminar en el golpe de Estado de 1930.
Los años 30 y los tempranos 40 fueron momentos de fuertes divisiones, primero en torno a la guerra civil española (en un país entonces repleto de primeras y segundas generaciones de migrantes españoles) y, sobre todo, frente a la Segunda guerra mundial. La conformación de frentes populares contra el fascismo, por un lado, y, por otro, el activismo de importantes sectores de la política de la época y del Ejercito a favor del Eje nazi-fascista, desembocaron en el golpe de Estado de 1943 y luego en la aparición de la madre de todas las grietas, peronistas y antiperonistas.
De la grieta al abismo
El peronismo llevó 4 décadas continuas de creciente división social y violencia. Cada una de ellas, peor que la anterior. Todas sumando ofensas y reclamando los castigos y compensaciones correspondientes.
El segundo gobierno peronista (1951) inauguró lo que Luis A. Romero llamó la “peronización de las instituciones”. Además, un Perón errático aumentó el castigo a todos los que se le opusieran. El golpe de Estado de 1955 fue echar nafta sobre el fuego, multiplicar las facturas, pero a la inversa, el bombardeo a la Plaza de mayo, los fusilamientos de José León Suarez y del Gral. Juan José Valle y otros 17 militares. El exilio eterno y la proscripción.
A partir de ahí se aceleró la espiral de la violencia. Los años sesenta con “azules y colorados”, los golpes de Estado, la aparición de las guerrillas y el Cordobazo dieron entrada a los 70 con el asesinato del ex presidente Pedro Eugenio Aramburu en manos de los montoneros. Además, la sociedad tenía grietas para todos los gustos, peronistas de derecha y de izquierda, peronistas y antiperonistas, liberación o dependencia, patria o muerte, Perón o muerte, comunismo o estilo de vida occidental y cristiano. La locura era indetenible y desembocó en 1976 tras pasar por la Triple A, los montoneros, López Rega e Isabelita.
Los años 80 y 90 fueron una excepción. No porque carecieran de intensidad y violencia. Esas características parecen venir en nuestro ADN nacional. Sin embargo, fueron tiempos donde no hubo una polarización que dividiera tajantemente a la sociedad o a sus elites. En parte, como efecto pendular de las cuatro décadas pasadas y la violencia y locura de los años setenta. También se explica porque los militares jamás volvieron a ser parte de la vida política excepto, y a la defensiva, en los años de la transición.
Pero, además, porque Raúl Alfonsín derrotó al peronismo. Aunque no lo venció completamente. La falta de autocríticas formales en el PJ por los años 70 mostraba que sus fantasmas, aunque entonces atemperados, seguían presentes. Al menos, Alfonsín logró por algunos años encerrarlos en las estrechas fronteras del juego democrático, aunque los sindicalistas solían saltarse esos límites. Menem los llevó a su palacio, los alimentó bien, pero los dejó afuera del poder real. Cuando todo se derrumbó y la política argentina se reseteó en 2001, la grieta volvió a aflorar. Apenas había dormida una siesta.
Denominamos la grieta a la polarización que nos acompaña desde nuestra infancia nacional pero que se volvió endémica y asociada a la violencia política desde mitad del siglo XX. La grieta es una forma algo verdadera, tilinga y superficial de llamar a esa situación, posiblemente porque la palabra que usamos adopta esas características de quien fue su primer enunciador público.
El kirchnerismo repitió todos los vicios del viejo peronismo y agregó nuevos. No hace falta decir mucho más, excepto qué, esta vez, encontró contestaciones, cuando no límites. Personas y grupos dentro de las instituciones públicas y privadas, algunos valientes liderazgos, la movilización intensa y permanente de determinados sectores sociales y las redes sociales, fueron el síntoma de que algo había cambiado con respecto al pasado cuando podían llevarse todo por delante.
Sobre todo, desde 2015, la aparición de una inédita coalición política opositora, muy heterogénea y por eso llamativamente unida en las ocasiones que se lo demandó, logró vertebrar, con sus más y sus menos, alternativas políticas al peronismo, incluso derrotarlo electoralmente.
A los opositores no los une el amor, y posiblemente no alcance para mucho más que eso, pero su presencia en la escena política fue parte de un aprendizaje hecho a un alto costo en la década ganada: la democracia necesita que se le pongan límites y frenos al autoritarismo del kirchnerismo. El renovado discurso que convoca a cerrar la grieta, de algún modo, también parece llamar a aflojar esa presión sobre el peronismo.
Lo llamativo de esta discusión es que parte de la idea, voluntarista e irreal, que, los argentinos contemporáneos y no kirchneristas, estarían en condiciones, por si mismos, de decidir la supervivencia o no de la grieta.
No hay que regodearse en la grieta, ni hacer en ella una pileta fresca para este verano tórrido. Tampoco renunciar al pragmatismo. Pero la grieta existe, es un dato no una sensación. Y que, además, está presente, cual clima de época, en la región y en el mundo.
Mientras tanto, la realidad ya no sabe cómo hacernos oír las alarmas que suenan en cada uno de los aspectos de la existencia argentina. La salida propuesta no puede disfrazarla, quitarle dramatismo, evitar conflictos, tampoco eludir las responsabilidades que nos trajeron hasta acá y, mucho menos, tratar de volver a ignorarla mientras cantamos Imagine.