jueves 25 de abril de 2024
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Condición necesaria: recuperar el Estado, madre de las batallas

Machacando la consigna del “Estado presente”, el kirchnerismo parece haber convencido a propios y ajenos: ante la crisis abismal, sus seguidores reclaman una presencia estatal aún mayor. En los bordes de la oposición, en cambio, ha aparecido una cierta fantasía anárquica: acabemos con el engendro y restauremos la libertad originaria.

Por el contrario, creo que tenemos poco Estado y que debemos recuperarlo. Sin un Estado en forma no hay manera de encarar los múltiples problemas argentinos, que de un modo u otro remiten a él y a su viciosa relación con los grupos de interés que lo rodean.

¿De qué Estado hablamos? Me remito a conceptos clásicos. Una cosa es el Estado y otra diferente los gobiernos, conductores políticos transitorios. El Estado republicano se asienta en un marco institucional cuyos pilares son la ley y el orden, y las garantías personales. La burocracia estatal, en todos sus rubros, es fundamental para ejecutar las decisiones de los gobernantes y también para vigilarlos y controlarlos. Ambas cosas requieren de funcionarios capacitados y respetuosos de las normas del servicio público.

Finalmente, el Estado es –en palabras de Émile Durkheim– el lugar donde la sociedad piensa acerca de sí misma. El diálogo fluido entre una sociedad que se exprese públicamente y sus funcionarios y gobernantes es lo que permite afinar las propuestas, establecer los puntos de discusión, decidir el camino y generar el consenso necesario para que se conviertan en políticas de Estado legítimas.

La Argentina necesita un Estado ajustado y potente, que pueda garantizar la ley y la libertad, y generar y sostener políticas de largo plazo. El país lo tuvo y lo perdió en beneficio de los grupos de interés privilegiados, que primero se fueron adueñando del gobierno y luego lo destruyeron sistemáticamente. Recuperarlo es una condición necesaria para retomar la senda de la “Argentina buena”.

El Estado que supimos tener

En la segunda mitad del siglo XIX se construyeron las instituciones básicas del Estado, que pudo incidir en una sociedad en construcción, magmática y maleable. Su intervención fue potente; sus dirigentes supieron acompañar los estímulos provenientes de un mundo en expansión ejecutando tareas indispensables como la ocupación del territorio, el fomento de las inversiones y de la inmigración. Parte importante de su tarea fue conformar una burocracia estatal competente. Una de esas políticas fue el sostenido impulso de la educación pública, orientada a formar argentinos capacitados para aprovechar su esfuerzo y su talento, y ciudadanos conscientes, que animarían luego la vida política democrática. Visto en conjunto, el Estado pudo practicar una suerte de ingeniería social. Fue fruto de un consenso que surgió de intensos debates entre sus dirigentes, muchas veces no saldados, pero que decantaron en propuestas acordadas.

A medida que la sociedad se organizó y se delinearon los diversos grupos de interés, la ingeniería social fue dejando lugar a la negociación y la concertación. Luego de la Primera Guerra Mundial, los cambios en el mundo plantearon opciones más complejas, ante las que el Estado siguió generando respuestas potentes. La audaz reestructuración piloteada por Federico Pinedo y Raúl Prebisch lo adecuó a las circunstancias generadas por la crisis de 1929. En la segunda posguerra, las políticas de redistribución y de democratización social de Perón canalizaron el conflicto del mundo industrial, integrando a los trabajadores sindicalizados en un orden estatal corporativo.

Las consecuencias de estas políticas son ampliamente discutidas hoy, pero no puede negarse que, detrás de ellas, había un Estado que conservaba su potencia y su capacidad para imprimir una dirección. Después de 1955, la potencia y la capacidad de reflexión mermaron visiblemente, aunque aún puede reconocérselas en las políticas que conformaron el proyecto desarrollista de Arturo Frondizi, adecuadas en 1966 por Adalberto Krieger Vasena.

Hasta aquí me he referido, de modo muy estilizado, a una de las caras de este largo proceso histórico, que podría asociarse con la figura del doctor Jekyll de Stevenson. Pero Mr. Hyde, su contrafigura, estuvo presente desde el comienzo, aunque sus efectos fueron disimulados por la espectacular prosperidad inicial.

Una sociedad conflictiva

Dos ejemplos tempranos fueron premonitorios. Durante el espectacular boom de 1880, toda una camada de políticos llenó impunemente sus bolsillos con dinero prestado por los bancos, garantizados por el Estado, según mostró Israel Loterzstain. En otro plano, desde 1876 la protección aduanera permitió el crecimiento de la industria azucarera tucumana, algo útil para el equilibrio político nacional y muy beneficioso para la elite tucumana. Para mantener sine die ese beneficio se organizó el primer gran lobby argentino: el Centro Azucarero de Tucumán.

A medida que en la sociedad se consolidaban intereses específicos, fue creciendo el papel arbitral del Estado. Ajustado en principio a proteger el interés general, inevitablemente inclinaba la balanza algo hacia un lado u otro. Con una gradación borrosa, esas intervenciones se tradujeron en franquicias –como las derivadas de las políticas de promoción industrial y regional de Frondizi–, luego en beneficios monopólicos y finalmente en prebendas.

Así, la reestructuración bancaria de 1933 benefició particularmente a los especuladores del Banco Español. La política industrial de Perón generó un empresariado ineficiente y sindicatos únicos, con monopolio de la representación obrera. Ambos grupos quedaron encuadrados en una Comunidad Organizada ideal –entre tomista y fascista– disciplinada por el líder. Luego de 1955 los gobiernos militares y civiles, débiles y flojos de legitimidad, no pudieron regular la inevitable competencia entre las innumerables corporaciones surgidas de esas políticas estatales, a las que se sumaron las Fuerzas Armadas y la Iglesia.

La puja corporativa se agudizó en las crisis recurrentes desde 1952; la devaluación que aliviaba al fisco desencadenaba una inflación que realimentaba el ciclo de conflictos. En la puja, cada grupo se fue instalando en alguna parte de la burocracia estatal –por ejemplo, los abogados sindicales en el Ministerio de Trabajo– para presionar al ministro o a un secretario y conseguir un decreto, un fondo de promoción, una licitación o algo más importante, como la ley de Obras Sociales de 1970. Guillermo O’Donnell denominó a esto la colonización del Estado.

Expoliar el Estado

Convertido en campo de batalla y en botín, el Estado perdió su capacidad de pensar y actuar con autonomía y de intervenir en un conflicto social descarnado, que en esos años finales de la década del 60 fue subiendo en intensidad en un contexto de creciente estancamiento económico. Esta conflictividad sectorial insoluble –el último gran fracaso fue el de Perón en 1974– se combinó con otra que, más allá de ideologías y proyectos revolucionarios, también surgía de un descontento social no canalizado por la política. La violencia desbordó en la década del 70. La Argentina cerró su etapa “buena” e ingresó en otra, oscura y sangrienta.

Desde los años 70, Mr. Hyde dominó el escenario y el doctor Jekyll apenas pudo asomarse tímida y esporádicamente. En esos cincuenta años, el país entró en un proceso de decadencia que puede medirse en aquello medible y que se percibe en cualquier lugar donde se mire. Visto en una perspectiva larga, luego de los profundos cambios de los años 70 la meseta de la “buena Argentina” se convirtió en un barranco cuyo fondo ni siquiera se avizora.

En ese proceso, el Estado se desintegró: la última gran política de Estado fue su castración, que anuló su potencia y generó una masa fofa, tan inútil como costosa, mezcla de reglamentaciones, empleo público y déficit fiscal. Los gobernantes que presidieron su liquidación usaron los fragmentos estatales para montar una gigantesca expoliación en beneficio de los grupos prebendarios, primero, y de ellos mismos, después.

El cambio más visible fue el giro decisionista de los gobiernos y la concentración del poder en sus jefes: Videla, Menem, los Kirchner. Es posible señalar una cierta línea autoritaria, que ya tenía su tradición y que enlaza la experiencia dictatorial con la democrática. El vigor republicano inicial no alcanzó para frenarla, aunque hasta hoy pudo evitar una cristalización perdurable.

Estos gobernantes, cada uno a su modo, por acción u omisión, avasallaron las instituciones que los limitaban y desgastaron el delicado aparato burocrático, sobre todo en aquellos sectores con alguna capacidad para controlarlos o limitarlos. La arbitrariedad, que desde la dictadura fue la norma, corroyó también las bases éticas de la burocracia, hasta extremos como en el caso de las fuerzas de seguridad. Inutilizada la herramienta burocrática, los jefes gobernaron a los golpes, hasta que esa fue la única forma posible de hacerlo. En ese camino sin retorno se asienta la inseguridad jurídica, que es una de las claves del estancamiento económico de este medio siglo.

El segundo cambio sustancial fue la expoliación sistemática del Estado, presidida por gobernantes liberados de controles. Los grupos beneficiarios recibieron nombres pintorescos, según los rasgos salientes del momento: la patria sindical, consolidada en 1973; la contratista, que medró con los militares; la financiera, estimulada por Martínez de Hoz; los capitanes de industria con los que lidió Alfonsín, y la patria privatizadora que floreció con Menem. Todos se enriquecieron a costa del Estado mediante un sistema clásico de corrupción: sobornar a los funcionarios, que “robaban para la Corona”. Así, el capitalismo de riesgo perdió atractivo y se consolidó el capitalismo prebendario.

Esta gran corrupción, legitimada políticamente, funcionó como ejemplo y permeó todos los niveles de la sociedad. En cada lugar donde intervenía el Estado, en lo grande, lo chico o lo ínfimo, se formó un grupo encargado de la intermediación con los funcionarios correspondientes. La pauta era y sigue siendo similar, se trate del negocio de un sindicalista, del gigantesco mundo de La Salada o de todo el universo del narcotráfico. Allí donde se lo busque se encuentra, junto con el Estado formal y vaciado, un estado subterráneo realmente operante.

Todo esto coloca al régimen kirchnerista en la culminación de un ciclo histórico largo, y a la vez muestra su singularidad y excepcionalidad, puesta en negro sobre blanco en recientes causas judiciales. Más allá del “relato”, de los subsidios y de la eficaz construcción del poder –todos aspectos importantes–, el núcleo duro del régimen kirchnerista reside en la expoliación sistemática del Estado realizada por el grupo gobernante. No es la corrupción clásica, basada en la iniciativa privada y la venalidad del funcionario, sino una acción ejecutada por un grupo de origen político, que sobre las ruinas del Estado institucional construyó otro paralelo. Una vieja palabra, “cleptocracia”, lo caracteriza con precisión.

Convergieron dos procesos largos: el sometimiento del aparato estatal a la decisión política y la naturalización del uso de la prebenda gubernamental. En torno del sistema mayor surgieron otros menores, en las gobernaciones, los municipios, las empresas estatales. Se redujo el espacio de las clásicas corporaciones pero no desapareció el viejo juego de presionar y exprimir a un Estado que, en sus primeros años, gozó de la holgura de la soja. El sistema generó un nuevo jugador: las “organizaciones sociales” beneficiarias de los subsidios estatales.

A la cabeza del grupo depredador estaba “el señor Presidente”, como escribió Miguel Ángel Asturias sobre Guatemala hacia 1920. La novedad revela la tremenda decadencia de la Argentina, su política, su sociedad, que hizo posible que esto sucediera. La magnitud del emprendimiento y su eficacia serán sin duda el objeto de estudios académicos. Ahora tenemos el problema de encontrar la salida de este callejón.

Los establos de Augías

El “Estado presente” está hoy desnudo. ¿Dónde se lo ve desempeñando sus funciones básicas? ¿En los hospitales, carentes de recursos? ¿En las calles de los barrios populares, donde el narco es la ley y el orden? ¿En las escuelas, que en lugar de enseñar deben hacer asistencia social? En esos lugares el Estado está ausente.

En cambio, se encuentra bien presente donde no debería estar: repartiendo prebendas y subsidios; imponiendo infinitas regulaciones en la vida económica; y sobre todo, en una fiscalidad que es implacable con los que tienen algo, muy poco, cuyo tributo mantiene el aparato fofo e inútil generado por este uso patrimonialista y prebendario.

¿Cuál es la opción? No se trata de que haya más o menos Estado. No es tan simple. Se trata de entender de qué manera el Estado está en el meollo de todos los problemas que hoy configuran la crisis. Es fácil imaginar cómo debería ser un Estado: eficiente, barato, que garantice la ley y ayude a la sociedad a sacar lo mejor de si misma. Hay mucho para discutir sobre los alcances precisos de la acción estatal. Pero hoy la misma posibilidad de discutirlo, de pensar en el Estado, es remota.

Lo que hoy tenemos de Estado está entrelazado con innumerables grupos de interés, inclusive los narcotraficantes, que bloquean cualquier camino de salida. A la vez, no es posible gobernar sin un Estado en forma, potente y eficiente. De modo que su reconstrucción es a la vez urgente y difícil. Es la madre de las batallas.

Cualquier solución requiere, como primer paso, una tarea de una envergadura tal que podría compararse con uno de los trabajos de Hércules: limpiar los establos del rey Augías, eliminar todo el estiércol acumulado y comenzar a reconstruir un Estado potente, eficiente y pensante, como el que la Argentina supo tener. Cortar el nudo gordiano requiere transformar el hartazgo generalizado en una épica social que hay que construir; requiere también un pulso político muy fino y, sobre todo, una decisión y coraje para gobernarlo que no abundan en el escenario político actual.

Publicado en La Nación el 11 de septiembre de 2022.

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