Cuando en 1959 se creó el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el 40% de la población de América Latina no tenía acceso al alcantarillado. Su primer préstamo fue al Ayuntamiento de Arequipa para su plan de saneamiento de aguas demostrando su capacidad para detectar cuáles eran los problemas reales de la región. La idea de un banco de desarrollo latinoamericano dirigido por latinoamericanos no le gustó ni al Che Guevara —que lo tachó de ser el banco de las letrinas— ni al statu quo que vaticinó que su primer presidente, Felipe Herrera, duraría seis meses porque los únicos latinoamericanos que Wall Street conocían eran los que se presentaban ante ellos a pedir dinero con la mano extendida. Su presidencia duró 10 años y a él le siguieron Ortiz Mena, Enrique Iglesias y Luis Alberto Moreno. Cada uno de ellos cambió y le dio su impronta al banco, pero todos tuvieron algo en común: su plena disposición a hablar con toda la región, independientemente de su orientación política, y prestar con una única limitación: que el proyecto fuera viable y contribuyera al desarrollo económico y social de Latinoamérica.
Hoy el BID financia anualmente un centenar de proyectos en infraestructuras, educación o integración comercial, facilita el diseño y la ejecución de reformas en la educación, la salud o la modernización del Estado, tiene un brazo privado que participa en proyectos empresariales, y presta asistencia técnica. Entre los bancos de desarrollo, incluido el Banco Mundial, el BID es de lejos el primer financiador de Latinoamérica y el Caribe (LAC).
El BID es más que un banco porque todos sus presidentes siempre supieron que el desarrollo era algo más que construir presas. Que para conseguir una Latinoamérica próspera e inclusiva era necesario invertir en políticas sociales y en conocimiento. Esa visión integral es lo que le permitió convertirse en el banco de las ideas para las políticas públicas de la región. Hoy, el BID es una de las pocas instituciones capaces de combinar préstamos, políticas de desarrollo económico y social, y un conocimiento profundo de sus 26 prestatarios basado en la historia, el respeto mutuo, la confianza y el diálogo. Por eso se le conoce como el banco amigo de Latinoamérica.
Hay otra razón. Desde su fundación, este banco ha sido presidido por un latinoamericano, secundado por un vicepresidente ejecutivo de Estados Unidos, el mayor accionista individual del banco. Además, los prestatarios han tenido la mayoría del poder de voto en el consejo. Esta gobernanza no solo ha funcionado impecablemente —con una cartera de préstamos de 100.000 millones de dólares (89.440 millones de euros) en la región que más crisis económicas ha tenido en las últimas décadas mantiene un rating AAA—, sino que explica la identificación y proximidad que la región siente por la institución.
Este equilibrio está amenazado por la presentación por la Administración de Trump de la candidatura a presidente de un ciudadano norteamericano. Como han subrayado algunos expresidentes latinoamericanos, esta decisión va más allá de la simple ruptura de un protocolo diplomático: es un eslabón más de la cadena de ataques al sistema multilateral global —desde el Acuerdo del Clima de París hasta la Organización Mundial de la Salud— protagonizados por la Administración republicana.
Una parte de la responsabilidad por esta situación la tienen los propios países latinoamericanos por haber sido incapaces de pactar un candidato unánimemente aceptable para todos. Si las diferencias políticas no lo hacían posible deberían haber apostado por la profesionalidad, el mérito y la experiencia. Candidatos hay. No lo hicieron y ahora enfrentan este mayúsculo fracaso diplomático que revela hasta qué extremo la región está desorientada, golpeada y atemorizada por la depresión económica que viene.
Pero aprovechar las vulnerabilidades y las fallas del liderazgo latinoamericano para asestar un golpe que genera inestabilidad institucional es una injustificable decisión norteamericana, máxime si se tiene en cuenta que sus propias elecciones presidenciales están a cuatro meses vista. No había necesidad de forzar esta disrupción institucional. Lo que menos necesita Latinoamérica hoy es que se desestabilice una de las instituciones que más la cohesionan y en la que mejor conviven enfoques distintos sobre el desarrollo. La mayor virtud del BID es que es un banco con ideas, no con ideología. Un bien público que habría que conservar, aunque solo fuese porque la historia a Latinoamérica le ha enseñado que, más allá del respeto a los valores democráticos, no existen soluciones únicas a sus muchos y graves problemas. El éxito del BID es su pragmatismo y el respeto a todos sus miembros. Por eso ha sido útil a la región.
Los socios no regionales del BID —fundamentalmente, los europeos, que tienen un 13% del capital, con España a la cabeza y un 2%— no deberían pensar que este es un tema interno de América o un nuevo desgarro menor del sistema multilateral del que pueden desentenderse. No lo es. Por historia, cultura democrática e intereses económicos, especialmente en el caso de España, Europa debería ser un jugador relevante en los debates sobre la región, aunque solo sea porque si la Unión Europea todavía quiere ser un jugador global en el siglo XXI, simplemente, no puede estar fuera de lo que ocurre en una región que representa el 8% de la población y de la economía mundial, que es rica hasta decir basta en materias primas, que es clave en la lucha contra el cambio climático, la corrupción o el narcotráfico, y que cuenta con tres representantes en el G20. Tampoco debería olvidar que China y Estados Unidos están ya jugando en la región una parte no menor de su enfrentamiento por la hegemonía global.
Europa puede y debe ayudar a conseguir instituciones equilibradas, pragmáticas y con contrapesos. El acuerdo que tiene en el FMI es igual al que tenía el BID y demuestra que los europeos creemos en el valor de las reglas y de los equilibrios de liderazgo. No sería fácil entender por qué lo que es bueno cuando se habla de los europeos no merece la pena defenderlo cuando se trata de latinoamericanos. Tampoco sería fácil explicar a los votantes que no se ha hecho nada para evitar, aunque sea un riesgo remoto, la erosión de la condicionalidad social y medioambiental que hoy tienen todos los préstamos del BID, incluidos los que concede su brazo privado. Al fin y al cabo, nuestro capital también está invertido en esos proyectos y de la preservación racional de la Amazonía dependemos todos.
No se puede mirar a otro lado. Es el momento de decir, paren. Dense tiempo para pensarlo mejor. Pospongan la votación unos meses. Lo que está en juego es una institución importante, que ha mejorado la vida de la gente en la región y a la que miles de profesionales se sienten orgullosos de haberle dedicado sus vidas. No merece la pena ponerla en riesgo.
Publicado en El País el 21 de junio de 2020.
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