En tiempos de la Revolución de Mayo, para los paraguayos el mundo terminaba en Asunción. No querían conocer otras posibilidades, ni fueron educados para ello. Desde la época de sus primeros patriarcas se abocaron a la tarea de profundizar su ancestral soledad. En los bañados paraguayos nació un poder de la tierra feudalizante, sin el contrapeso de brisas frescas allende los mares, cuyo único corolario posible era una sociedad militarizada y desconfiada de sus vecinos. Estas eran las características orográficas, culturales y militares que enfrentó Manuel Belgrano con un puñado de soldados, cuando la Junta de Mayo lo puso al frente de la expedición libertadora del Paraguay.
Mitre refiere en su biografía que el general Belgrano creía que “esta expedición sólo pudo caber en cabezas acaloradas” pero también recuerda que “él mismo participó, empero, de estas ilusiones, persuadido que al solo nombre de libertad se conmoverían los pueblos y volarían a engrosar sus filas”.
La disparidad de fuerzas alentaba esa perspectiva. Los paraguayos contaban con fuerzas militares de aproximadamente 7000 hombres, mientras que el ejército patriota estaba compuesto por 1100 hombres. Para colmo, Belgrano pronto pudo comprobar al internarse en territorio paraguayo que los esperados partidarios de la revolución no se sumaban a sus filas. Estaba solo y con pocas fuerzas en un territorio hostil y ante un enemigo que se replegaba para alejarlo de sus bases de apoyo. A pesar de las dificultades de la empresa, para enfrentarlas Belgrano hizo brillar dos condiciones que solo tienen los grandes hombres: convicción y heroísmo.
A medida que avanzaba resueltamente en territorio paraguayo, Belgrano estacionó contingentes de sus tropas para proteger sus espaldas. De este modo, cuando llegó a las cercanías de Paraguarí, a unos 70 kilómetros al sudeste de Asunción, apenas contaba con 700 hombres, de los cuales solo 200 eran de caballería. Belgrano subió al cerro Mbaé, que desde entonces fue conocido como el “cerro de los porteños”, y pudo observar al grueso del ejército paraguayo con 7000 plazas, que lo aguardaba en posiciones defensivas, con una amplia llanura separando las tropas que facilitaba los movimientos de la caballería enemiga. Luego de tres días de inacción y siendo consciente que retirarse lo exponía a un descalabro, en la madrugada del 19 de enero de 1811, Belgrano ordenó el ataque. Desde una perspectiva militar se trataba de un ataque quimérico. Su apego al deber y su irreductible convicción revolucionaria lo animaban.
Divididos en dos columnas, 470 hombres de infantería al mando del sargento mayor José Machaín avanzaron con decisión y dispersaron la infantería del gobernador de Paraguay, Bernardo Velazco, que se creyó perdido y huyó de la posición. Pero la numerosa caballería paraguaya se retiró en orden y Machaín no supo aprovechar la victoria y dispersó sus escasas fuerzas, permitiendo el reagrupamiento del enemigo bajo el comando de Manuel Cabañas, que inició un contraataque y rodeó a los hombres de Machain. Resistieron más de tres horas hasta que ordenó la retirada. 120 hombres quedaron cercados. Al observar esta situación, Belgrano al galope baja del cerro con sus escasas reservas y se pone al frente de un contraataque desesperado, pero Machain le pide conducirlo, porque es su responsabilidad salvar a sus hombres.
Cansados y con muestras de heroísmo, intentan romper el cerco pero el fuego de los cañones y la abrumadora superioridad numérica tornan imposible la empresa y se retiran. Sin municiones, los hombres cercados se rinden y caen prisioneros. Aún así, Mitre narra que Belgrano persistía en su intento de dar batalla, pero una junta de guerra con sus jefes lo convence de emprender la retirada. El ejército paraguayo, que ha comprobado el valor de las tropas de Buenos Aires, no los persigue.
La expedición al Paraguay es uno de los hitos de mayor nobleza y heroísmo de la Revolución de Mayo . El pequeño e improvisado ejército al mando de Belgrano escribió páginas del idealismo más puro y de una bravura indómita al servicio de la liberación del pueblo guaraní del yugo colonial. Sólo alentado por ideales tan elevados, pudo Belgrano acometer una expedición que hoy calificaríamos de suicida o irracional. Y no salir completamente derrotado del campo de batalla tras enfrentar a un enemigo varias veces superior en número y que estaba mucho más cerca de su base de operaciones, como aconteció en la increíble batalla de Paraguarí, en la cual ordenó atacar a sus maltrechos 700 hombres a una fuerza descansada y mejor artillada de 7000 paraguayos
Y, a pesar de ello, pudo retirarse ordenadamente.
Días después, en la batalla de Tacuarí se repetirá la historia, Belgrano perderá la batalla ante un enemigo que lo supera diez a uno. Pero a pesar de ello, logra retirarse y firmar un honroso armisticio luego de encabezar personalmente un contraataque con un puñado de soldados que Mitre describe con admiración. El general recorre su línea y vio que le quedaban 135 infantes, como 100 hombres de caballería, de los cuales 18 solo eran veteranos y dos piezas de artillería. “Arengando a la tropa con palabras resueltas a que todos contestaron con entusiasmo, dispuestos a marchar hasta el sacrificio. Formada la pequeña columna de ataque y dada la señal de marcha por los pífanos y tambores, el general se puso a su cabeza, a pie y con la espada desenvainada”.
Mitre narra que el oficial más antiguo, capitán Pedro Ibañez, le reclama respetuosamente ese puesto. Junto a ellos, marcha Pedro Ríos, un niño de doce años haciendo sonar su tambor, que muere en el ataque. Nace la leyenda del tambor de Tacuarí. Mitre finaliza el relato diciendo que luego de un combate encarnizado, la línea paraguaya abandonó el campo y sus cañones: “la fuerza moral había triunfado de la fuerza numérica”.
Publicada en La Nación el 18 de junio de 2020.
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