Siempre estaba en la zona de la pérgola que tiene la pileta principal de Ferro. Entrando desde el vestuario, dándole la espalda a la piletita de los pibes que da a Cucha Cucha y luego de pasar por la ducha obligatoria, el socio queda de frente a esa serie de bancos verdes e incómodos en los que la gente se sienta a refugiarse del sol del verano. En medio de ese grupo de mujeres que juega con devoción al Burako o que se enfrasca en charlas infinitas, siempre estaba ella, Bety; tu amiga de la pile, como dicen con grandilocuencia mis hijos.
Podía estar caminando abstraída en un ida y vuelta por el costado de la olímpica como esos jugadores que hacen el calentamiento antes de saltar a la cancha, yendo y viniendo con sus brazos al cielo, o estar tirada en su lona leyendo un libro que siempre tenía forrado con papel. Mi amigo Rodrigo Andrade me enseñó que su madre, vieja militante de los 70, le legó esa costumbre de la época que la tapa de un libro podía llevarte a un calabozo. ¿Tendría también Bety esa modalidad de aquellos años de militante de izquierda revolucionaria? No lo sé.
Nunca la vi con celular y creo que no usaba porque nuestras comunicaciones fuera del club eran por email, pero no puedo asegurarlo.
Cuándo nos cruzábamos, nos saludábamos e iniciábamos alguna charla banal sobre el clima, la situación del club o algún tema del día. Me daba vergüenza hablar de literatura con ella, apenas le preguntaba algo y siempre me hacía conocer a algún autor argentino nuevo. En general, cruzábamos alguna opinión sobre la política, eran los tiempos en que el kirchnerismo también la había elegido de enemiga, después del célebre “conmigo no, Barone”.
Era inevitable que preguntaba por mis hijos. En la época del yoísmo extremo, en la que a nadie le parece perentorio preguntarle al otro como está para empezar rápido a hablar de sí mismo, Bety nunca hablaba de ella. Siempre quería saber cómo estabas y en qué andabas.
Verano tras verano, a medida que los chicos crecían y ella seguía preguntando, ante su pregunta recurrente, un día le conté que Almudena había entrado al Nacional Buenos Aires y vi como a ella se le iluminó la cara, me palmeó en el brazo y me dijo muy bien, gran decisión, la felicito, va a tener grandes profesores. Y ahí accedió a contarme un poco de ella y la importancia que había tenido el secundario en su vida y cómo ella había podido ser, gracias a esa formación.
Me contó del estudio del inglés y me dejó una frase que me sorprendió, porque es una faceta que casi nadie ve de los intelectuales: siempre supe que frente a algún avatar económico, podría traducir algún libro y ganar unos manguitos.
Tengo la duda si la gente de Ferro con la que compartimos la pileta durante años, sabía que entre ellos estaba una de las intelectuales más brillantes que dio nuestro país. Nadie la choluleaba, ni se le acercaba a contarle a algún acto de heroísmo personal, mucho menos a pedirle una selfie.
Ella era una más, entre la selva de reposeras, chicos corriendo y bañeros tocando el silbato. Cuándo fue un par de veces a lo de Alejandro Fantino, percibí que algunos la miraban con ojos de “es una famosa“, sin embargo, nada cambió y ella siguió en su lona con su infaltable bikini y su tostado porteño.
Una vez le conté de mi abuelo fotógrafo del peronismo y que estaba haciendo un libro sobre su obra porque había recibido todo su archivo. Entonces me recomendó que hable con Luis Príamo, uno de los grandes historiadores de fotografía y al otro día ya le había enviado un email para contactarnos.
Esa era la sencillez de la Sarlo que conocí, la de una mujer que vivía en Caballito con su marido, disfrutaba su club, al mismo tiempo que sufría al país y a su sociedad, sobre la que no dejaba de pensar. Pileta en verano, tenis en invierno, algún juego de mesa en el Buffet con las chicas y a tomarse el A para ir a su oficina cerca del Centro Cultural San Martín.
Publicado en Clarín el 17 de diciembre de 2024.
Link https://www.clarin.com/cultura/beatriz-sarlo-pileta-ferro-despedida-betty_0_KOBjV8WM0M.html