Sabía que su salud era mala y presumo que la muerte de Rafael, su marido, contribuyó a ese deterioro. Espero, deseo, que la muerte haya llegado, (y con ella me permito citar a Borges) “…callada como sueles venir en la saeta”. Lo cierto es que este martes 17 de diciembre la primera noticia que recibí a primera hora de la mañana fue su muerte. Beatriz no era creyente, pero alguna vez admitió la existencia del misterio, del misterio de la vida y de la muerte. Me consta que muchos agnósticos suponen que ante la ausencia de esperanza alientan la ilusión de que dejan como testimonio de su presencia en la vida su obra: pinturas, música; algunos piensan en un árbol, una flor, un retrato. Beatriz nos deja sus ensayos, sus libros, algunos excelentes, otros controvertidos como le gustaba ser a ella, pero siempre lúcidos. Yo he leído sus libros y algunos los he releído y lo seguiré haciendo, pero no creo que Beatriz haya creído que esas creaciones suyas sean un sustituto de la inmortalidad.
Recuerdo que cuando murió Filipelli, le mandé un abrazo, y su respuesta fue inmediata: “Es lo que más necesito en estos momentos”. Hacía más o menos un mes había recibido una nota mía acerca de una reunión en Santa Fe con Saer, Filippelli y yo. Los tres estábamos en una foto sacada, calculo, en 1988. Entonces recordando aquellos días me escribió: “Mon dieu! Éramos quejosos, irónicos y felices, aunque no percibimos la felicidad, un estado del alma que es más sencillo añorar. Guardaré la foto. Abrazo. Beatriz.”. En todos los casos, un dejo de melancolía, cierta nostalgia, cierta disposición a despedirse agradeciendo la vida. Beatriz era una mujer valiente, decidida a afrontar la vida y los desafíos de la vida con realismo, un realismo que incluía sus debilidades que no las exhibía no para posar de “mujer de hierro”, sino porque siempre fue muy reservada, muy pudorosa, diría, de su intimidad
Nos conocíamos desde hacía muchos años. No voy a decir que éramos íntimos amigos, pero teníamos una relación cordial. Conversábamos con afecto y nuestras diferencias políticas nunca nos alejaron porque considerábamos que había cosas más importantes que las crónicas y a veces agrias vicisitudes de la política. Leo las críticas despiadadas que recibe incluso en estos momentos, las críticas de los que parecieran regocijarse recordando sus errores o las críticas nacidas de la más miserable mala fe. De los últimos no me ocupo, pero pienso con respecto a sus críticos sinceros que puede que algo de verdad haya en esas imputaciones, que es posible que comprometida, como siempre estuvo, en las borrascas de la política se haya equivocado con frecuencia, tantas como me equivoqué yo y se equivocaron todos los que nos animamos a opinar de política en un país en donde acertar un juicio es tan difícil como intentar disparar y dar en el blanco en un barco sacudido por una tormenta. Diría en términos prácticos que en estos temas no sé quién de nosotros está en condiciones de tirar la primera piedra o de invocar una puntería infalible. Claro que Beatriz se equivocó más de una vez, como más de una vez dijo verdades consistentes, pero en el error o en el acierto siempre estuvo presente su lucidez, su estilo, su elegancia, su búsqueda honrada de algo que se pareciera a la verdad. Lo digo de una manera más frontal: Beatriz era interesante hasta cuando se equivocaba. Sus errores nos hacían pensar, refutar no era sencillo. Pero sobre todo, tanto sea para adherir a sus opiniones como para criticarla, uno ante cada coyuntura o emergencia política esperaba su opinión, esa opinión que ahora estará ausente en un país y en un tiempo donde la inteligencia, la lucidez no es lo que está sobrando.
Con Beatriz compartimos el principio de no romper afectos con amigos por motivos políticos. Con algunos amigos ese objetivo no lo he logrado; con Beatriz, sí. Y supongo que esa certeza no nos hace descansar en paz, pero de alguna manera honra aquello que cada uno de nosotros sabe en su intimidad que es lo que más importa.
Publicado el 17 de diciembre de 2024 en El Litoral