lunes 30 de junio de 2025
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Autoritarismo de mercado y política de facción

No pocas personas que ante otros problemas han dado muestras de razonar de manera inteligente y de poseer exigentes estándares morales han venido sosteniendo que eso que llaman el “estilo” con que el gobierno y sus voceros formales e informales intervienen en la esfera pública no pone en cuestión el carácter democrático y presuntamente liberal del régimen. La tarea que el gobierno emprendió es, en su opinión, tan trascendente que no solo esas “salidas de tono” carecerían de importancia sino que, incluso, expresarían la dosis necesaria de autoridad y convicción imprescindibles para su cumplimiento.

Ese razonamiento soslaya la pregunta crucial que debe responder una comunidad política: qué significa vivir juntos. ¿Acaso el logro de ciertos objetivos, económicos o políticos, justifica que la vida en común se articule sobre una infinita producción de ofensas, insultos, descalificaciones y otras modalidades del desprecio, la humillación y el maltrato? Si aquellos objetivos exigen estas formas, ¿no son ellas las que estarían delatando la naturaleza última de los fines buscados? En la vida pública la pretensión de separar eso que se llama la forma del fondo, los gestos de los contenidos es una falacia: todos los regímenes son en sí mismos una forma política.

La acción del gobierno expresa un credo según el cual la sociedad se organiza sobre un único criterio de valor: cada cosa, sea material o simbólica, solo sería valiosa si el mercado, entendido como la agregación de preferencias individuales, la convalida asignándole un precio. Ese credo exige una forma política en la cual quienes no comparten aquella convicción no merecen ser parte de la vida social: deben ser reeducados o expulsados.

Nuestra civilización ha construido diversos dispositivos para establecer criterios de valor: la estética decide lo que es bello, la moral lo que es bueno, la filosofía y la ciencia lo que es verdadero; el mercado asigna valor de utilidad. En un libro reciente, Civilización, José Emilio Burucúa señala que entre las “notas esenciales” de la civilización se encuentran “el cultivo de las flores […]; la existencia de una poesía lírica […]; la presencia de un sistema de administración de la misericordia”. Al igual que el cultivo de las flores, también el cultivo de las artes y del conocimiento son en primer término “gastos improductivos”, en el sentido que Georges Bataille daba a los actos que expresan verdaderamente la naturaleza humana. (Compárese la idea de que la administración de la misericordia, manifestada, escribe Burucúa, en “la historia de los hospitales y de los vínculos entre médicos y enfermos”, como uno de los rasgos esenciales de la civilización, con la apreciación reciente de un ministro del régimen, según quien “un hospital es eminentemente un gasto público”.)

Pretender que solo hay una fuente de valor social con la que construir un juicio acerca de lo que se pone en común no solo expresa los estrechos límites de una mentalidad dogmática y reduccionista; constituye el fundamento de todo régimen totalitario. Un criterio único de atribución de valor -la clase- fue lo que dio fundamento al comunismo, como la raza lo fue del nazismo y el pueblo del fascismo. Y, aun si es difícil que el totalitarismo de mercado conduzca a los gulags o a los campos de exterminio, esta variedad del totalitarismo no es, desde el punto de vista de la estructura de pensamiento que lo sostiene, en nada diferente de aquellos: expresa la voluntad que tiene el poder de reducir la múltiple y contradictoria diversidad de la vida social a una dimensión única, excluyendo todas las otras.

La política con la que se aspira a construir un régimen de esa naturaleza exige imponer una dinámica de facción, que es otra forma de reversión civilizatoria. La facción es la expresión política del tribalismo, de una estructura social integrada exclusivamente por quienes comparten los rasgos fundamentales del grupo, en los que afirman una pertenencia que no acepta a los diferentes. En cuanto un grupo semejante llega al poder tiende a excluir a todos los demás. Ya en 1997 Fareed Zakaria, citando estudios sobre países de África y Asia central sostenía que “la democracia sencillamente no es viable en un sistema de preferencia intensas”. La democracia exige no solo la tolerancia sino sobre todo el deseo de convivir con los diferentes, la disposición a tener relaciones significativas con personas que no son como uno, que no piensan como uno y que no comparten el sistema de valores ni de intereses propio. Y esos son, también, rasgos civilizatorios.

La reversión del proyecto civilizatorio que encarna el gobierno argentino no le es exclusivo. Lo vemos un poco en todas partes. Y es esa ampliación que se ve por doquier de un sentido común que tiende a naturalizar los rasgos cesaristas de gobiernos presuntamente democráticos lo que alimenta los temores para nada infundados de un ascenso del autoritarismo. Luis Alberto Romero me llamó la atención sobre un texto de su padre, José Luis, escrito en 1937, luego de haber pasado seis meses en la Europa que testimoniaba el auge del nazismo: “Esta intolerante violencia de las facciones conduce naturalmente a las situaciones extremas […]; la lucha de las facciones supone la postulación y el advenimiento de las dictaduras como formas necesarias e insustituibles para la realización del ideal de la facción. La dictadura, tan repudiada en los momentos no críticos, constituye el elemento básico de todas las políticas realistas preconizadas por las facciones para los momentos decisivos.”

Insistir en que la contaminación del espacio público no afecta la calidad de la democracia porque este es un “momento decisivo” no es más que sostener la posibilidad de la dictadura. Una cultura democrática depende de que se trate a los opositores como conciudadanos, no como enemigos a los que hay que aplastar.

Publicado en Clarín el 28 de junio de 2025.

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