jueves 9 de mayo de 2024
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Auschwitz y el Holocausto

Se dice que cuando los soldados soviéticos llegaron esa mañana fría y de sol del 27 de enero de 1945 a Auschwitz, se quedaron consternados por el espectáculo que se presentó ante sus ojos. Se trataba de soldados endurecidos por la guerra, muchos de los cuales conocían como verdugos o como víctimas las delicias de los campos de trabajos forzados de Stalin. Sin embargo el paisaje Auschwitz superaba por lejos todo lo que habían presenciado hasta la fecha.

El olor a muerte flotaba en el aire con una persistencia de pesadilla; los restos de los cadáveres se podrían en los zanjones, pero lo más conmovedor no eran los muertos sino los vivos: esos espectros descarnados, consumidos por el hambre y los castigos que vagaban como almas en pena. No hablaban. Tampoco gritaban. Lloraban. Nada más que eso: llorar y hacer silencio.

Auschwitz se transformó a partir de ese momento en el paradigma del Holocausto. Allí está todo: el campo de concentración, el campo de exterminio y el campo de mano de obra esclava. También la invisible organización burocrática que pone en funcionamiento esa máquina de explotación y de muerte con la precisión de un aparato de relojería. Tal vez lo más irónico y siniestro de Auschwitz se expresa en el cartel que está a la entrada: “Arbeit macht frei”. Que quiere decir: “El trabajo libera”.

Para ser precisos con el lenguaje, habría que decir que hubo tres Auschwitz. El primero fue un campo de concentración de prisioneros políticos y de guerra; el segundo fue el campo de la muerte, el que se construye para exterminar a través de las cámaras de gas, el celebre Zyklón B, un insecticida apropiado para asesinar a personas consideradas insectos; los fines del tercer campo eran más civilizados: mano de obra esclava para las empresas alemanas, particularmente la IG Farben.

Los tres campos estaban conectados entre sí. Los prisioneros que llegaban en los trenes eran seleccionados según edad y sexo. Los viejos, niños y mujeres iban a las cámaras de gas; los hombres jóvenes a trabajar para las empresas. La juventud de los flamantes obreros no duraba mucho: la explotación brutal, el hambre y los castigos los debilitaban rápidamente y entonces su destino eran las cámaras de gas.

Se estima que en Auschwitz murieron alrededor de un millón y medio de personas. Pudo haber habido más, pero con esa cifra ya tenemos una idea aproximada de lo que fue el extermino. De ese millón y medio de asesinados, el noventa por ciento fue judío. También hubo gitanos, polacos, rusos, pero perderíamos perspectiva política si relativizamos el exterminio judío.

Auschwitz es lo que es por el Holocausto. Y el Holocausto tiene una exclusiva víctima: los judíos. Todos los judíos: niños, mujeres, ancianos y jóvenes. El Holocausto es el genocidio, el genocidio en serio y no las versiones banales de quienes hoy usan esa palabra para referirse a acontecimientos represivos, injustos, pero que no tienen nada que ver con el concepto de genocidio.

Hay que ser claro con estos temas. El judío no muere por lo que hace, muere por lo que es. No tiene salvación ni redención posible. Su raza, según los nazis, se lo impide. Su raza o su sangre. Eso es genocidio. Porque para Hitler el judío más que una religión es fundamentalmente una raza, una raza que debe ser exterminada porque contamina la sangre, contamina la Nación y contamina el espíritu.

Negar el Holocausto es negar el rasgo distintivo del nazismo. Sin la masacre de judíos el régimen de Hitler hubiera sido un régimen autoritario más. Lo que le otorga en la historia del siglo veinte una perversa singularidad es la masacre del pueblo judío. La masacre deliberada, planificada y sistemática. La masacre organizada por un Estado que incluso insiste en la consumación de este objetivo en contradicción con sus intereses guerreros.

Auschwitz por lo tanto es eso: el exterminio de una raza, la explotación de mano de obra esclava y la experimentación genética a cargo de ese otro monstruo fabricado en Auschwitz: Joseph Mengele. Auschwitz es, además, la manifestación más flagrante acerca de la capacidad del hombre para promover el mal. El mal sin atenuantes. Sin posibilidades de castigo. Después de Auschwitz, dirá Adorno, no se podrá escribir más poesía. Yo diría algo maá: después de Auschwitz los hombres tenemos derecho a preguntarnos a fondo sobre la existencia de Dios. ¿Dónde estaba Dios esos días? Silencio. O respuestas evasivas: Dios también sufría; Dios estaba distraído. O Dios no estaba.

Auschwittz es la consumación de la llamada Solución Final. Es la consumación, no el punto de partida. El exterminio del pueblo judío estaba presente en Hitler desde el inicio de su aventura política. Hay que leer “Mein Kampf” para saber que del hombre se podrán decir muchas cosas, menos que no haya cumplido con lo que prometió.

Hay un debate abierto entre los historiadores acerca de si la Solución Final fue un objetivo planificado de antemano o un resultado al que se llegó empujado por diversos acontecimientos. Es un debate interesante, pero queda claro que más allá de los detalles, para los nazis el exterminio de los judíos era uno de sus objetivos centrales, tal vez el principal.

Exterminar al judío era para el Tercer Reich afirmar la identidad aria y destruir a quienes encarnaban la peste del siglo veinte: el bolchevismo y la usura. Exterminar al judío significaba exterminar a una alimaña, a un parásito social y a un agente contaminador de la sangre. ¿Locura? Tal vez. Pero esa locura educó el sentido común de millones de personas. Millones de personas que consintieron el genocidio, lo aplaudieron o miraron para otro lado.

Al momento de llegar Hitler al poder, la población judía en Alemania apenas representaba el cinco por ciento del total. Muchos alemanes antisemitas jamás habían visto a un judío. El operativo nazi para aniquilarlos fue sistemático. Se inició con la exclusión económica y social. Los judíos fueron expulsados de la administración pública, sus negocios boicoteados, su religión perseguida. El 10 de noviembre de 1938 los nazis promueven la “Chistallracht”, la “Noche de los cristales”. Ese día los judíos son definitivamente quebrados en Alemania. Después vendrá Polonia, la URSS y Europa. Pero el primer paso estaba dado.

¿Por qué no huyeron? Ese fue el otro problema: no había dónde huir. Como dijera un historiador: “En el mundo entonces había dos clases de países: aquellos donde los judíos no podían permanecer y aquellos donde los judíos no podían ingresar”. Estados Unidos, Inglaterra y Australia ponían cuotas de ingreso. La vía hacia Palestina estaba casi cerrada. Canadá dice a través de su embajador: “Uno ya es mucho”. Curiosidades de la historia: en América latina el único gobernante que abrió sus puertas a los judíos fue el dictador Trujillo.

Tampoco durante la guerra se tomaron medidas para poner punto final al genocidio. Para ingleses y norteamericanos y rusos el objetivo era ganar la guerra. Después veremos. Información había. Y mucha. Sin embargo, quienes tenían poder no movieron un dedo. Y si lo movieron fue más por una iniciativa personal que por una decisión política. Hoy todos se rasgan las vestiduras contra el Holocausto, pero cuando hubo que hacer algo, no se hizo. Bienvenida la noticia de que el Papa condena en Auschwitz al genocidio, pero hubiera sido deseable que Pío XII lo condenara cuando estaban matando en serio.

Nunca en la historia de la humanidad se presenció un espectáculo tan siniestro, una maniobra tan perversa de acorralamiento y exterminio a un pueblo. Un dato importante merece tenerse en cuenta: los judíos jamás le declararon la guerra a los nazis. No se les ocurrió hacerlo, no podían hacerlo. No hay antecedentes de masacres a un pueblo que no sólo no declaró la guerra a nadie, sino que, además admiraba a la Nación alemana. En efecto, muchos judíos habían peleado en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, muchos llegaron a sentirse más alemanes que judíos.

Fue así que los judíos aprendieron de una vez y para siempre que la salvación de ellos depende de ellos mismos. Que el antisemitismo es una peste emocional de la humanidad que brota periódicamente. Nunca más ir como ovejas al matadero, será la consigna. La otra gran enseñanza que el nazismo dejó a la historia es que una minoría de pistoleros puede lograr su cometido con el aplauso de un sector importante de la sociedad.

En Mein kampf, Hitler evoca escenas de la Primera Guerra Mundial, menciona los gases venenosos que allí se usaron y en el párrafo siguiente promete someter a los judíos a ese castigo. Las referencias de Hitler contra los judíos son abundantes y explícitas. Fue su rasgo más original y macabro, un rasgo que no compartía con Mussolini o Franco, quienes no incluían entre sus obsesiones el antisemitismo.

El plan de exterminio a los judíos no fue nunca explicitado. No existe una orden firmada o un decreto que mande la Solución Final. Los nazis, en este tema, fueron discretos y hasta cuidadosos. El exterminio de los judíos era algo así como un ajuste de cuentas “privado”, un “servicio” que los nazis prestaban a la humanidad aniquilando sin compasión a “parásitos degenerados”.

Lo que se sabe es que el proceso de exterminio fue cumpliendo determinadas escalas. Primero, en Alemania, con la supresión de las leyes civiles y políticas para los judíos. Allí aparecen los primeros campos de concentración que no son exclusivamente para judíos pero que los tienen a ellos como destinatarios estratégicos. Cuando ocupan Polonia, la respuesta antisemita son los ghetos. Y cuando invaden la URSS comienzan a practicar los fusilamientos en masa a cargo de los Einsatzgruppen.

Heinrich Himmler presencia en la ciudad de Minsk una de esas carnicerías. Dicen que el espectáculo lo descompuso. Tuvo un ataque de histeria y luego se desmayó. “Nos disgusta este trabajo lleno de sangre” escribió. ¿Un Himmler humanista? Todo lo contrario. Después de vivir esa experiencia, Himmler comprueba que matar a los judíos con armas de fuego era una tarea desagradable, no para los judíos -ellos no cuentan- sino para los propios soldados alemanes. Sorprendente. Ni la brutalidad ni el sadismo del que hacían gala alcanzaban a protegerlos del horror. Muchos de esos soldados debieron ser internados o se refugiaron en el alcohol y la locura. O se suicidaron.

Fue allí cuando a Himmler se le ocurrió que había que encontrar otro camino para eliminar a los judíos en masa. Eran muchos, y matarlos uno por uno era una tarea extenuante y desagradable. Tampoco el hambre o las enfermedades lograban cumplir con el gran objetivo. Pensaron y pensaron hasta que les llegó la revelación: las cámaras de gas. El gas mata en silencio y sin derramar sangre. Perfecto.

Hay amplia coincidencia entre los historiadores en admitir que la reunión donde se dieron las instrucciones precisas para instrumentar la Solución Final se celebró en Wannsee el 20 de enero de 1942. Wannsee era una residencia ubicada en las afueras de Berlín, y usada habitualmente por los jefes de las SS. Esa reunión estaba prevista para la segunda semana de diciembre de 1941, pero debido a Pearl Harbour se postergó para el mes siguiente. Lo que no postergaron fue la decisión.

Hoy hay películas -e incluso un documental- que evoca esa reunión presidida por el teniente general de las SS, Reinhard Heidrich y que contó con la colaboración insustituible de Adolf Eichmann. En Wannsee participaron militares y civiles. Un dato merece tenerse en cuenta: ocho de los quince participantes eran universitarios con títulos de doctor. El promedio de edad era de cuarenta y dos años. Es decir que los instrumentadores del Holocausto fueron hombres jóvenes, cultos e inteligentes.

La conferencia duró una hora y media. Se dieron instrucciones generales para trasladar a los judíos hacia el este. En las actas que luego se usaron en los juicios de Nüremberg en ningún momento se habla de “solución final”, pero según las declaraciones de Eichmann, para todos estaba claro que la palabra “traslado” era sinónimo de exterminio. No deja de llamar la atención que uno de los debates que luego proseguirá en otras reuniones fue determinar la identidad de judío. ¿Sobre qué genealogía se constituía? ¿Los padres, los abuelos? ¿Los abuelos maternos o paternos? ¿Y los matrimonios mixtos?

Con Wannsee no se inició el exterminio de judíos, pero se aceleró la marcha en esa dirección. Ese mismo año se levantaron en Polonia los primeros campos de exterminio. Ya no se trataba de matarlos a través del hambre y los malos tratos. Hubo varios campos de muerte, pero los tres más importantes fueron Belzec, en marzo de 1942; Sobibor, en abril del mismo año; y Treblinka, en mayo. Los judíos de toda Europa eran trasladados en trenes. Viajaban hacinados como reses y muchos morían en el trayecto. Cuando llegaban a las estaciones, separaban a ancianos, mujeres y niños y les decían que serían sometidos a un baño desinfectante. La gran mayoría ignoraba su destino. Ese velo de ignorancia era indispensable para evitar estampidas en masa. Es más, cuando el tren llegaba a Treblinka, desde los agujeros de los vagones de carga los viajeros divisaban un paisaje de casitas pintadas con colores vivos y niños jugando en el jardín. Supuestamente esas casas estaban reservadas para los judíos. Todo un simulacro para preparar la redada mortal.

El balance de los campos de la muerte anticipó a Auschwitz. En Belzec murieron 600.000 judíos; en Treblinka, 700.000: en Sobibor 250.000; en Majdanek, 200.000 y en Kulmhof 152.000. Allí se desarrolló el sistema de exterminio por gas, el traslado en los trenes y la cremación de cadáveres. El objetivo, según Heydrich, era matar once millones de judíos. No lo iban a lograr. Pero aniquilarán cinco millones y medio. Una cifra pavorosa cuya realidad histórica sólo los canallas o los racistas pueden negar.

La perfección de ese sistema de muerte fue Auschwitz. Allí funcionarán las cámaras de gas más eficaces; allí quedará demostrado que era posible aniquilar hasta cincuenta mil judíos por día “sin dejar rastros”. Los jefes de Auschwitz fueron Rudolf Franz Höss, Arthur Liebenschel y Richard Baer. Vivían con su familia en una mansión en las afueras del campo. Sus hijos jugaban en el parque o en los días templados practicaban natación en la piscina. Höss llegaba a su casa a la caída de la tarde y tomaba el té con su mujer. Años después, su esposa dirá que ignoraba lo que pasaba en el campo. Y sobre todo las monstruosidades cometidas por su marido ¿Se le puede creer? Por lo pronto, su querido esposo fue ahorcado en 1947 frente a uno de los crematorios de Auschwitz.

En marzo de 1944, un año antes de terminar la guerra, Hitler ordenó deportar a los judíos de Hungría. En cuatro meses fueron trasladados en trenes de carga cerca de medio millón de judíos. El noventa y cinco por ciento murió en las cámaras de gas. El ZyklónB no perdonaba. Notable. Para 1944 los nazis estaban siendo derrotados en todos los frentes. Los soldados desertaban, faltaban recursos, el Tercer Reich se caía a pedazos, pero a pesar de todo, las cámaras de gas no dejaban de funcionar.

En Auschwitz II, el real campo de exterminio, funcionaron cuatro cámaras de gas con sus respectivos crematorios. Las chimeneas seguirían largando cenizas al viento mucho tiempo después de que se fueran los nazis. Esto quiere decir que la maquinaria de muerte funcionó casi hasta fines de 1944. Cuando la llegada del Ejército Rojo era inminente, destruyeron las cámaras e iniciaron lo que se conoció como “La marcha de la muerte“. Los sobrevivientes, mal alimentados y con escasas defensas, murieron de frío en esas caminatas donde no faltaron las ejecuciones y los latigazos. Esta verdad debería ser conocida por los “negacionsitas”, sobre todo porque negar el Holocausto, más que incurrir en un error histórico significa dejar abierta la posibilidad de que en el futuro se cometa un nuevo Holocausto.

Sobre este tema Hitler nunca tuvo dudas. Acordó con los rusos, intentó arreglar con los ingleses, hizo alianzas y luego las rompió, pero en lo que nunca se equivocó fue en lo que concierne a la cuestión judía. Desde el primer día hasta el último fue lo que se dice un hombre coherente. ¿Ejemplos? El 29 de abril de 1945, con los rusos a doscientos metros de su bunker y una semana antes de su presunto suicidio, Hitler redactó sus testamentos: uno público, el otro privado. En el público, el último párrafo está dedicado a los judíos. “Sobre todo, obligo a la dirección de la nación y a los seguidores a mantener exactamente las leyes raciales y una resistencia sin compasión alguna sobre los envenenadores mundiales de todos los pueblos: el judaísmo internacional”.

Publicado en El Litoral.

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