Argentina es una sociedad bloqueada: sus instituciones económicas son disfuncionales, pero su transformación perjudicaría intereses centrales de sectores de la sociedad con fuerte poder económico y político (segmentos importantes de la clase empresaria, el sindicalismo, la clase política), que se movilizarían en el Congreso, la calle y las urnas para tratar de impedirla.
La paradoja de Ellsberg ayuda a entender esta situación. Daniel Ellsberg, un economista, encontró que, cuando los tomadores de decisiones enfrentan opciones que implican distintos niveles de riesgo, tienden a no preferir las que maximizarían su beneficio (“utilidad esperada”, en la jerga economica), pero cuyos riesgos son desconocidos; sino aquellas cuyos riesgos son conocidos y calculables, a pesar de rendir beneficios menores.
Es sabido que el país ha declinado, relativamente a otros, desde la posguerra: nuestro producto per cápita y niveles de vida de un siglo atrás eran comparables o superiores a los de los países de donde provino la inmigración masiva y otros de Europa Occidental, y ahora son no solo muy inferiores a los de ellos, sino también a los de países de América Latina, entonces mucho más pobres.
La Argentina ha retrocedido no solo comparativamente, sino que se ha estancado desde hace décadas, y fue adquiriendo gradualmente la estructura social dual característica del subdesarrollo, con un sector importante de su población no integrada regularmente a la estructura ocupacional.
Una proposición bien establecida en la ciencia social es que la riqueza y los niveles de vida de un país están determinados por sus instituciones. La declinación argentina, en mi análisis, es el resultado de una transformación institucional que tuvo lugar en la posguerra, un componente central de la cual fue el cierre de la economía, mantenido la mayor parte del tiempo desde entonces.
Me refiero a la sustitución de importaciones tal como se practicó en el país: alto nivel de protección a la industria no competitiva, mediante impuestos a la importación y barreras no arancelarias, que fue relativamente indiscriminada, ilimitada en el tiempo, y no contingente a la competitividad futura.
Esta protección se institucionalizó, es decir que los intereses centrales de los capitalistas y trabajadores del sector protegido, y de gran parte de la clase política, están comprometidos con su preservación. Además, la defensa de este proteccionismo radical es un principio central de la ideología de grandes fuerzas políticas del país, y se convirtió en el sentido común predominante en la sociedad.
El resultado ha sido una de las economías más cerradas entre los países de ingresos medios, con una proporción importante del capital y el trabajo invertidos en actividades no competitivas.
Para volver a crecer, el país debe abrir su economía, como lo hicieron en las últimas décadas la España post-franquista, Corea del Sur, los países post-comunistas de Europa y Asia, México y Chile en América Latina.
Reducir o eliminar barreras a la importación sería letal para el sector menos competitivo, que no sobreviviría la pérdida de su mercado cautivo.
Pero las industrias que resistieran, sea por ser ya competitivas o por reconvertirse en términos de tecnología y organización productiva, más las nuevas que se establecerían en el marco de una economía abierta, podrían exportar.
Nichos internacionales de la industria manufacturera, junto con las exportaciones agrarias, mineras y de la economía del conocimiento, permitirían restablecer la pauta de crecimiento que caracterizó al país antes de la Depresión y la Guerra.
Un observador ingenuo de esta situación quedaría perplejo: con la apertura, en el mediano plazo mejorarían sustancialmente los ingresos de la gran mayoría de la población; en el corto, se perjudicarían los empresarios y trabajadores de las empresas inviables (las “artificiales”, para usar el lenguaje de los 40s), las que rehusaran convertirse, o las que lo intentarán pero fracasarán, y los distritos en los que estén localizadas estas empresas.
Las inviables no tendrían salida, pero un gran segmento de la industria manufacturera está compuesto por empresas que, en las condiciones adecuadas, podrían reconvertirse y ser competitivas. Sin embargo, sus costos de corto plazo serían definidos; los beneficios de mediano plazo, aleatorios.
¿Cómo podría superarse esa situación? Alterando los parámetros en los que funciona la paradoja de Ellsberg.
La oposición de sectores ligados a las industrias inviables (ejemplo: la electrónica de Tierra del Fuego) es inevitable, pero la de empresarios, trabajadores y gobiernos provinciales asociados al amplio sector de industrias manufactureras potencialmente convertibles podría disminuir mediante políticas que hicieran, para los actores sociales y políticos, más conocidos y calculables los riesgos de la conversión: apertura gradual pero con un cronograma establecido, créditos blandos e incentivos impositivos para el re-equipamiento tecnológico, reforma laboral, seguros sustanciales de desocupación, programas de re-entrenamiento de la mano de obra desplazada, políticas activas de empleo, etc.
Estas medidas requerirían no solo un gobierno orientado a implementarlas, sino también un Estado relativamente autónomo, no penetrado por intereses corporativos que lo usan como instrumento, o políticos para quienes es un botín; y dotado de las capacidades regulatorias y distributivas necesarias.
Una reforma profunda del Estado es un pre-requisito para una apertura exitosa de la economía. Estas dos transformaciones son los desafíos centrales que enfrenta la sociedad argentina.
Publicado en Clarín el 20 de febrero de 2024.
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