No es ninguna novedad que la situación social y económica argentina antes de la llegada de la pandemia ya era grave. Los desequilibrios macroeconómicos se reflejaban en el sobreendeudamiento público, que nos había colocado al borde del default, en una continua fuga de capitales que desnudaba la falta de confianza y la debilidad de nuestro signo monetario, en una prolongada caída del producto per cápita, acentuada en los dos últimos mandatos presidenciales, y en una peligrosa trayectoria de aceleración inflacionaria.
En el plano social, para no abundar, la pobreza alcanzaba a más del 35% de la población, el desempleo y el trabajo precario superaban en conjunto al empleo formal y la distribución del ingreso reflejaba una marcada desigualdad social.
En ese marco, la estrategia de política macroeconómica de la nueva administración se encontraba orientada a resolver el problema del sobreendeudamiento, a recomponer los ingresos de la población luego de un año y medio muy adverso, y a evitar episodios de aceleración inflacionaria que pudieran derivar en el salto a un régimen de alta inflación, o peor aún, a una hiperinflación.
En el centro del esquema de política macroeconómica se encontraba la política monetaria y cambiaria. Ésta debía evitar a toda costa una corrida sobre la moneda que, a un tiempo, complejizara el panorama de la deuda externa, fragilizara las cuentas fiscales y por supuesto, disparara a la inflación. Los fuertes controles en el mercado de divisas -ya implementados en parte durante el gobierno anterior- hacían la parte “sucia” del trabajo y el dólar paralelo (en realidad, los múltiples mercados paralelos) era el encargado de absorber los excesos de demanda, mientras la cotización del dólar oficial “hacia la plancha”.
En un contexto complejo, la política económica enfrentaba el mismo dilema que ya expusiera con meridiana claridad Adolfo Canitrot a principios de los 1990’s luego de la tormentosa década perdida, en el artículo “La macroeconomía de la inestabilidad. Argentina en los 80” (Boletín Informativo Techint, nro 272, 1992).
En sus palabras, “… toda política que pretenda a la vez estabilizar y conservar el signo monetario debe aceptar alguna suerte de solución de compromiso entre la tasa de inflación y el ritmo de apreciación cambiaria” (en el presente, claro está, del precio del dólar oficial).
La llegada del Covid-19 cambió el panorama, en lo fundamental para peor: sólo a modo de muestra, se espera que el PIB caiga entre un 8% y un 10% en 2020, muy por encima de los pronósticos iniciales “optimistas” del FMI, de “apenas” 5,7%. Ese cambio, como no podía ser de otro modo, también requiere modificaciones en la estrategia de política macroeconómica en general y monetaria/cambiaria en particular.
La inflación minorista mensual de mayo fue de 1.5%, idéntica a la de abril, las menores de los últimos 30 meses. Para explicarlo tuvo un rol importante el comportamiento de los precios regulados, de la mano de tarifas congeladas o que, incluso, disminuyeron, como en el caso de los servicios de telefonía celular. Pero es importante destacar que la desaceleración también fue significativa en la llamada inflación “núcleo” (que excluye los precios con comportamiento estacional, como frutas y verduras, y los regulados): pasó de promediar 2.7% al mes en el primer trimestre del año, a caer a 1.6% en mayo. Esa tendencia a la desinflación resulta consistente con dos fenómenos que ocasionó la pandemia: la compresión salarial, con bajas nominales consensuadas entre empresarios y sindicatos de hasta 20% en algunas ramas, y el derrumbe en la demanda doméstica.
Así, el Covid-19 generó una ventana de “desinflación” que hace posible y recomendable “recalcular” la política monetaria y cambiaria.
Puesto en términos de Canitrot, el conflicto entre los objetivos de competitividad cambiaria y baja inflación es, por lo menos transitoriamente, menos intenso.
Por esa razón es posible un deslizamiento más acelerado del tipo de cambio nominal oficial, sin que ello aumente los riesgos de caer en un régimen de alta inflación (o peor, en la hiperinflación). Con otras fuentes de inflación (salarios y tarifas en particular) moderadas por el parate económico inducido por la pandemia, es un buen momento para recuperar competitividad externa.
En otras palabras, dado el desplome actual de la demanda, es posible evitar que el tipo de cambio oficial se siga apreciando sin tener que “pagar” mayores costos en términos inflacionarios. Además de favorecer la competitividad de nuestras exportaciones y de nuestra producción competitiva de importaciones, corregir la apreciación reduciría la presión sobre los mercados paralelos y la brecha con el oficial. Ello sin necesidad de imponer medidas draconianas como las adoptadas recientemente, que en los hechos fuerzan a importar a un tipo de cambio mucho más elevado que el otorgado a los exportadores, poniendo en riesgo la actividad de muchos sectores transables y la obtención de divisas genuinas a través de nuestra balanza comercial .
Pero esa ventana no se mantendrá abierta indefinidamente y es preciso actuar antes de que se cierre, cosa que ocurrirá a medida que la economía salga del confinamiento y se dirija a una nueva normalidad. Si desaprovechamos este momento para movernos hacia un tipo de cambio real (oficial) sostenible, tratar de alcanzarlo luego, cuando el público desee desprenderse del exceso de pesos emitido durante el parate, la demanda de bienes y/o dólares se recupere y las demás fuentes de inflación vuelvan a estar activas, será mucho más complejo. En ese entonces el dilema entre alza de precios y apreciación del peso recobrará todo su intensidad, y otra vez volveremos a estar frente a la trampa de tener que optar entre inflación descontrolada y atraso cambiario.
Publicado en Clarín el 22 de junio de 2020.
Link https://www.clarin.com/opinion/aprovechar-parate-inflacionario_0_Ds5Clt8WM.html