“Aunque suene a herejía, surgen algunas preguntas” –escribía Héctor Schmucler en 1979. “¿Los Derechos Humanos son válidos para unos y no para otros?” Se refería específicamente a “las otras víctimas… militares y policías muertos” por “los grupos guerrilleros”. Y a continuación, otra herejía: “Seguramente no es verdad que existan 30.000 desaparecidos, pero 6 o 7 mil es una cifra pavorosa”. Esto lo escribió en la nota “Actualidad de los Derechos Humanos”, en el primer número de “Controversia”, editada en México por los exiliados argentinos, casi todos militantes o simpatizantes recientes de las organizaciones guerrilleras.
Afirmaciones como estas le valieron ser “motivo de sospecha, que a veces merodeaba la palabra traición”, y cuarenta años después siguen siendo heréticas. Pero hoy nadie cuestionaría a su autor, que desde aquel momento tuvo una participación constante en los debates sobre la memoria, la política y la ética y se convirtió en referente insoslayable, pese a que sus ideas siguieron siempre senderos apartados de la corrección política. De ello hablan los artículos reunidos recientemente en La memoria, entre la política y la ética (Clacso).
Héctor Schmucler –Toto, para todos– nació en 1931; militó en el partido Comunista desde los 15 años hasta su expulsión, en 1963, acompañando a J. Aricó, O. del Barco y el grupo de “Pasado y Presente”. Por entonces Schmucler estudiaba semiología y comunicación en París, tutelado por Roland Barthes. De vuelta, fundó la revista Los Libros, inspirada en la francesa Quinzaine Littéraire, editó para Siglo XXI libros como Para leer el Pato Donald de Mattelart, un ícono de esos años, y se vinculó con Montoneros. En 1976 se exilió en México, sumándose al Grupo Socialista. Con la democracia, tuvo una intensa actividad académica en la Universidad de Córdoba, hasta su reciente muerte, en 2018. En 1979, Schmucler se había apartado del marxismo, acercándose a otras corrientes de reflexión de tipo espiritualista y ético, que incluían una tradición judía asumida con énfasis, sobre todo en temas de memoria y responsabilidad. Esos eran puntos de la agenda de los derechos humanos, que comenzaba a instalarse en el mundo occidental y que en la Argentina impulsaban, en soledad, las organizaciones de derechos humanos.
En su reflexión fue decisiva la desaparición de su hijo Pablo, militante montonero, en 1977. Seis meses antes, en una larga conversación, intentó sin éxito convencerlo de que abandonara una empresa ya derrotada. La desaparición de Pablo, y su propio fracaso, volvieron una y otra vez en sus reflexiones. En 1979 calificó a la guerrilla como “aventura terrorista”, pero agregó que no hablaba solo de “ellos” sino de “nosotros”, “todos derrotados”, aunque “no todos con la misma responsabilidad”.
La responsabilidad remite a un mandato último e inapelable: no matarás, y a un deber compartido: combatir la voluntad de olvido y mantener la memoria. Recordar y olvidar de acuerdo con principios éticos es algo propio de los individuos, pero se da en el contexto de un proceso colectivo de construcción, en el que distintas memorias concurren en un campo conflictivo donde hay triunfos, derrotas y síntesis provisionales, a las que suele llamarse memoria colectiva. Schmucler advierte que no es ni debe ser única ni unánime, pues la imposición de una memoria es un camino seguro a un cierto totalitarismo –el de los “correctos”– y también un atajo hacia el olvido.
El olvido es su obsesión. Acecha siempre y, como el demonio, adopta mil formas para seducir y engañar. Una de ellas es la museificación –la creación de museos y lugares de memoria– basada en la “ilusión determinista” de promover la memoria deseada. Pero los riesgos son muchos: banalización de la memoria, convertida en un objeto turístico; ritualización del deber de memoria, satisfecho con el cumplimiento del precepto; finalmente, cristalización de una interpretación, generada por un clero de “políticamente correctos” y de profesionales de la memoria. Todo eso es letal, pues la memoria se nutre con experiencias vivas, polémicas y catarsis.
El peor atajo hacia el olvido está en la imposición de una memoria única, la fijación de una ortodoxia y la sanción de cualquier heterodoxia, algo que caracteriza a la corriente principal de los movimientos de derechos humanos en la Argentina. Ritualista e instrumental, la ortodoxia se ha centrado en la imposición de fórmulas, cuyo uso se convierte en prueba de fe: “30.000 desaparecidos”, “genocidio”, “Holocausto”. En lugar de esta última prefiere Shoa, aniquilamiento, una palabra que en el caso local explica con precisión el sentido de la época.
También desconfía de la solución judicial, el “juicio y castigo a los responsables”, que con las condenas cierra el problema de la responsabilidad y permite “dar vuelta la página”. Admite que ese es un objetivo deseable para la sociedad política, la polis. Para la comunidad, en cambio, la responsabilidad nunca cesa y el deber de memoria no admite transacciones. Aquí Schmucler llega a uno de los puntos que su reflexión plantea sin resolver: cómo pueden convivir la polis y la comunidad.
¿Cómo pudo ocurrir? es su otra gran pregunta, cuya respuesta esboza por dos vías: la ética y la historia. La ética se funda en la existencia del bien y el mal, que pertenecen al orden del “misterio”, lo inexplicable e incognoscible, “aquello que solemos relacionar con Dios”. En el mundo terrenal ambos existen a través de acciones individuales, conforme a una decisión en la que la gradación del mal o el bien es variable. Pero existe el “mal absoluto”, una expresión que lo ubica en el terreno metafísico o religioso. Como H. Arendt, identifica “el mal supremo” con las desapariciones. La desaparición, un “crimen ontológico”, es la violación del derecho humano último y esencial: ser dueño de su muerte. Ante el “mal absoluto”, que como el misterio es incomprensible e inefable, solo cabe arrepentirse y no olvidarlo.
Pero al menos, se pueden comprender las circunstancias, el “clima de época” que nos permite reconstruir sus contornos. La apertura a la historia suministra un complemento de la memoria, tenso y contradictorio. Repasando la historia concluye que las Fuerzas Armadas y las organizaciones guerrilleras compartieron una idea largamente elaborada en la cultura política argentina: la aniquilación del enemigo. Los desaparecidos –sin dejar de ser las víctimas del “mal absoluto– eran combatientes de una guerra cuyas reglas compartían, y en la que la sociedad entera, de un modo u otro, tomó partido. De allí su conclusión categórica: “todos fuimos responsables, aunque no en el mismo grado”.
La historia y la memoria reconstruyen el pasado con sus propios objetivos. La historia busca la verdad; la memoria se propone evitar el olvido; no está obligada por la verdad, pero “no debería desinteresarse”. Aquí está la segunda gran tensión que Schmucler plantea sin resolver. La búsqueda de la verdad ayuda a la comprensión. ¿Hasta qué punto, sin correr el riesgo de aclarar el misterio del mal, reducirlo a lo razonable y explicable y, en consecuencia, relativizar la responsabilidad y, con ello, habilitar el olvido? Comprender no es justificar, afirma rotunda y reiteradamente. Pero sabe bien que la historia es insidiosa y llena de riesgos, y que uno de ellos es el enfriamiento del pasado y luego el olvido.
El olvido es su gran problema. Todo ayuda a olvidar: la inconstancia de la memoria, las necesidades de la polis, la comodidad de la recordación. Schmucler nos propone una lucha continua contra algo que sospecha inevitable, y que afectará incluso a a sus escritos, apasionados y volátiles. Salvo que alguien –una suerte de Orfeo rescatando del Leteo a su amada– logre evitarlo. Es lo que han hecho Vanina Papalini –colega y compañera– editora de este volumen, y Hugo Vezzetti, autor de un esclarecedor estudio preliminar.
Publicado en Revista Ñ el 5 de febrero de 2020.
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