La pretensión de Javier Milei de sortear al Congreso todo lo que pueda y de gobernar en gran medida por decreto despertó en el kirchnerismo un fervor republicano que no se le conocía. Más de una vez su máxima líder había subestimado la división de poderes como una antigualla del siglo XVIII, cuando, según argumentaba, no se había inventado el teléfono celular. Un razonamiento curioso, del que puede colegirse que el fascismo, el nazismo y el estalinismo son preferibles, por más modernos.
Pero esa reacción del kirchnerismo, que acomoda sus principios a la conveniencia de cada momento, no puede sorprender a nadie. Sí sorprende, en cambio, la actitud de muchos que se autodenominaron durante estos años republicanos y ahora suscriben con entusiasmo cualquier medida del actual gobierno nacional, con independencia de si fue canalizada por las vías previstas en la Constitución o no. A quienes, aún coincidiendo con el sentido general de varias de ellas, formulamos reparos en cuanto a su constitucionalidad, nos dicen que nos quedamos en las formas, que es algo menor, en lugar de enfocarnos en su contenido, que es lo principal.
Así, por ejemplo, el DNU ómnibus 70/2023 es defendido sobre la base de razones que apuntan a su conveniencia, a la demora con que suelen llevarse a cabo los trámites legislativos o invocando el 56% que el presidente obtuvo en el ballotage. La conveniencia no puede ser el fundamento de los decretos de necesidad y urgencia, porque de lo contrario los presidentes estarían siempre facultados a prescindir del poder legislativo. La demora, tampoco, salvo en situaciones verdaderamente extraordinarias, que no admiten la menor dilación. Pero, por ejemplo, las reformas al Código Civil y Comercial o a la Ley de Contrato de Trabajo, por bien inspiradas que estén, no revisten esa urgencia. De hecho, las normas que se han modificado no surgieron como un súbito rayo en una noche oscura, sino que vienen rigiendo hace décadas.
Por último, el reiterado sonsonete del 56% es absurdo por donde se lo mire. En primer lugar, en toda elección de segunda vuelta el ganador obtiene más del 50% necesariamente, porque solo se puede votar por dos candidatos. El 56% no debería impresionar demasiado. Luce modesto frente al 54% en primera vuelta de Cristina Kirchner en 2011, que la impulsó al “vamos por todo”. Más atención habría que prestar a los guarismos de la primera vuelta, en la que Milei sacó alrededor del 30%. Debe entenderse, aunque esto puede ser una ficción, ya que las razones de quienes votan a un mismo candidato son diversas y aún opuestas, que ese es en principio su capital político. Podemos inferir que el 30% votó por su programa o más bien por una cierta orientación, pero no el 56%, conformado por “mileístas”, por indiferentes y por ciudadanos que no profesan la menor simpatía por las ideas y el estilo de Milei, pero creyeron que era peor que ganara Massa. De todas formas, aún si Milei hubiera obtenido muchos más votos en la primera vuelta, eso no obligaría a la mayoría del Congreso a sancionar a libro cerrado todos los proyectos presentados por el Poder Ejecutivo. Los que así lo interpretan, en verdad creen, como todos los populistas autoritarios, que el único poder legítimo es el ejecutivo. Lo que quieren, en realidad, aunque no terminen de decirlo, es que el presidente se comporte como un autócrata.
Una variante de este argumento es la que sostiene que Milei lidera una revolución y que, por lo tanto, está dispensado de atenerse a las formas: el fin justifica los medios. Es como se veía Perón a sí mismo durante sus primeras presidencias. También entonces el Congreso era percibido como un apéndice del Poder Ejecutivo (lo que, a diferencia de Milei, le resultaba fácil, ya que el peronismo tenía una holgada mayoría en ambas Cámaras). Él mismo justificó sus notorias violaciones a la Constitución y la persecución de opositores en el hecho de que había sido “jefe de una revolución”. El problema de jugar irresponsablemente con estas ideas es que en tal caso nadie está obligado a obedecer al gobierno revolucionario. Todo lo contrario: se trataría de “actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático”, a los que la Constitución (art. 36) no solo considera insanablemente nulos, sino que, respecto de ellos, les otorga a todos los ciudadanos el derecho de resistencia.
La insistencia del presidente en calificar de “delincuentes”, “coimeros” y “traidores” a los legisladores que no se pliegan dócilmente a todas sus iniciativas, y de “nido de ratas” al Congreso, no contribuye, por cierto, a crear un clima que permita alcanzar acuerdos básicos. Pero esa confrontación permanente es lo que se quiere transmitir a la sociedad para que la imaginaria pureza del exasesor de Scioli no se manche en la arena de las inevitables negociaciones parlamentarias.
No se trata solo de las formas institucionales. La convivencia entre las personas se facilita cuando se respetan ciertas formas mínimas de civilidad, de respeto, de cortesía. Lo que es deseable en los ciudadanos comunes, es una exigencia en los gobernantes. La urbanidad no excluye la firmeza de las convicciones. “Suaviter in modo fortiter in re” (suave en el modo, fuerte en las cosas): la expresión acuñada en el siglo I por el escritor romano Quintiliano parece anticuada para el estilo binario y tosco de las redes sociales, pero no debería perder vigencia. Un presidente que insulta a quienes le formulan críticas y recurre con frecuencia a la vulgaridad parece ignorar aspectos elementales de su alta función. De igual manera, hay formas en las relaciones internacionales que también sirven a la convivencia y la cooperación entre los Estados. El reciente conflicto con España tiene como antecedente una expresión impropia de un ministro español sobre el presidente argentino, pero cuando ese incidente había sido superado este escaló burdamente las hostilidades al agraviar al presidente del gobierno español en un acto de un partido de extrema derecha. Milei debe comprender que desde el 10 de diciembre pasado ya no es más un panelista de programas que se nutren del escándalo, sino el presidente de la Nación. Las destrezas que le permitieron llegar al poder (los gritos, los insultos, la división entre réprobos y elegidos) no son las mismas que le permitirán gobernar, por lo menos si lo quiere hacer en el marco de la Constitución.
Las formas son esenciales en el Estado de Derecho. El gran jurista alemán del siglo XIX Rudolf von Ihering escribió: “Enemiga jurada de la arbitrariedad, la forma es hermana gemela de la libertad”. No hay libertad sin apego a las formas. Las constituciones establecen formas y procedimientos para que personas que pensamos muy distinto podamos convivir en paz. Aceptamos la circunstancial derrota de nuestras ideas siempre que haya ocurrido a través de mecanismos previamente fijados. Si la cancha se inclina para favorecer indebidamente a algunas partes, por excelentes que a muchos les parezcan las razones que invocan, la tentación de actuar por la fuerza en sentido contrario puede ser muy fuerte.
Se le atribuye al cardenal Richelieu haber ordenado escribir en su epitafio la jactancia de haber hecho mal el bien y bien el mal. Tratemos de que el bien sea hecho bien, en el marco de las instituciones, o les dejaremos a otros el camino pavimentado para hacer el mal muy fácilmente.
Publicado en Disidencias el 20 de mayo de 2024.
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