jueves 18 de abril de 2024
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Adictos

El consumo masivo fomenta la necesidad de producir cada vez más. Esa necesidad que tiene como motor el lucro, y no sólo las prioridades de las personas, es como una droga que no podemos abandonar. Hoy, nuestra casa, la Tierra, nos pide que cambiemos y no con buenos modales.

En un par de meses, la pandemia del coronavirus destruyó la demanda mundial de combustibles fósiles. Por primera vez en la historia, el límite de capacidad de almacenamiento –hoy calculada en el 90 por ciento- obliga a reducir la extracción y a cerrar pozos con las enormes pérdidas que eso significa para la industria que, como tal, sólo sobrevive si crece continuamente.

Para su constante crecimiento, la expansión petrolera lo ha hecho todo: maximizar el ingenio, “sacar crudo de las piedras” (fracking), incitar guerras, destruir poblados y contaminar el medio ambiente. Como un adicto, sin importar cómo, la industria petrolera no puede evitar hacer lo que fuere necesario para obtener la satisfacción que le da su droga: la ganancia.

Esta situación, denunciada por ecologistas, por víctimas de la codicia y por movimientos políticos, ha quedado al descubierto y requiere la aceleración de todos los programas de sustitución o uso racional del petróleo, o lisa y llanamente el cambio de lo que subyace detrás de esa loca carrera: una economía basada en el crecimiento constante del PBI. Por eso, si el reemplazo de los combustibles fósiles se hace bajo la misma lógica que hasta hoy, sólo habremos cambiado la marihuana por la cocaína.

No ignoramos la centralidad que tiene en nuestras vidas actuales el petróleo, del mismo modo que no podemos soslayar que la naturaleza le está poniendo un límite. Podemos cambiar o ser el mundo del genial Phillip Dick: Blade Runner.

Lo que estamos viendo en los últimos días es asombroso: ¿hubiera sido posible un acuerdo global para que cesaran de circular los aviones y otros medios, y que tres mil millones de seres humanos se quedaran en sus casas para disminuir la contaminación? De más de 4000 millones de personas aeortransportadas por año, a casi 0, supone un evento sin precedentes. Más aún, la reapertura de las operaciones no está a la vista.

Lo que estamos presenciando, en buen romance, es el colapso de la ilusión del mercado como asignador eficiente de recursos y el consiguiente surgimiento del Estado como administrador de los mismos, al investirlo de ciertas capacidades y atributos que le dan ese lugar. Pero reavivar la lucha ideológica entre mercado vs. Estado tampoco resolverá las cosas: sólo continúa reproduciendo nuestro mundo tal cual es hoy. Lo que viene –si es que llega– debería ser un mundo regido por un nuevo orden que redefina prioridades y construya una nueva gobernanza global, basada en la cooperación y en una democracia de nuevo cuño. Porque volver a un estatismo medieval o autoritario –ampliamente exitoso para contener situaciones de crisis– significa volver a sociedades sumisas. Y permitir que la sociedad de consumo, hoy trasladada a la política, reproduzca a fuerza de propaganda y manipulación la existencia de ciudadanos adictos, tampoco es deseable.

La economista italio-norteamericana Mariana Mazzucato hace años que trabaja en reformular las estrategias del Estado, entendiéndolo como un entramado de organizaciones públicas en colaboración con las privadas, orientadas a la “misión”. Y utilizó como ejemplo a DARPA, la agencia de investigación fundada por el presidente Eisenhower, en 1958, en la que el Estado norteamericano invirtió miles de millones de dólares y de donde surgieron centenares de prototipos que precedieron a la tecnología comercial, sobre todo de la informática.

El proyecto más ambicioso orientado a la misión fue el Programa Apollo, diseñado para llevar el hombre a la Luna. Entre 1960 y 1972, el gobierno de los Estados Unidos gastó 26.000 millones de dólares para alcanzar su logro. Contribuyeron más de 300 proyectos diferentes, no solo en aeronáutica, sino también en áreas como nutrición, textiles, electrónica y medicina, lo que resultó en 1800 productos derivados, desde alimentos liofilizados hasta trajes de enfriamiento, neumáticos de resorte y control de vuelo digital, sistemas utilizados en aviones comerciales. El programa también fue fundamental para poner en marcha una industria para el circuito integrado, una tecnología no probada en ese momento.

El resultado de toda esa inversión pública fue la ganancia de cientos de empresas privadas que llevaron a la producción esos desarrollos.

¿Podría una agencia de gobernanza global –en la escala posible– establecer nuevos programas Apollo para moldear un urgente salvataje que incluya a todos?

Mazzucato afirmó recientemente: “Tenemos que evitar los errores de la era posterior a 2008, cuando los programas de rescate permitieron a las corporaciones aumentar todavía más sus ganancias al terminar la crisis, pero no sentaron las bases para una recuperación sólida e inclusiva”.

Por ahora, lo único que sabemos es que la pandemia se extiende con distintas voracidades según haya más o menos circulación de personas. Y que esa pandemia fue causada por la presión que nuestra economía ejerce sobre la naturaleza, tal como reza una nota del juez de la Corte Suprema Argentina, Ricardo Lorenzetti.

El año pasado, una enorme porción del Amazonas ardió a causa de la deforestación que el presidente Jair Bolsonaro propició para “expandir los negocios del Brasil”, o mejor dicho, para sostener la adicción de las ganancias a cualquier costo.

Los pulmones del planeta están siendo destruidos, denunciaron los ecologistas –que además advirtieron de la matanza de aborígenes desplazados- y, a la vuelta del episodio, la naturaleza nos golpea con un virus que, casualmente, destruye nuestros pulmones. ¿Habrá liderazgo para llevar adelante los cambios imperiosos?

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