domingo 22 de diciembre de 2024
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Acostumbrarse a lo peor

No es fácil la tarea del escritor político en estos días. El monotema del coronavirus gana cualquier espacio que exista para la reflexión, y la sobreinformación cruzada –y hasta contradictoria– llena mentes y corazones todo el tiempo. A varios meses de declarada la pandemia, los futuros posibles fueron descriptos, las calamidades fueron narradas y las mil formas de la nueva normalidad ya fueron analizadas. 

Si el análisis se vuelve sobre Argentina, es necesario agregar algunos ingredientes particulares que agrandan el padecimiento. A las cuestiones relativas al Covid-19 se le agrega, en nuestro caso, una gestión política marcada por la prepotencia, un cruel manejo de la incertidumbre y un desprecio cada vez mayor hacia la ciudadanía. 

El gobierno argentino, y también sus seguidores y justificadores en medios, redes sociales y claustros universitarios, han venido acostumbrando a sus conciudadanos a un ejercicio de in crescendo de indignación que es francamente insoportable.

Cada semana, en algo que se ha convertido en un loop interminable, la capacidad de sorpresa se colma por un nuevo acto que, hasta la semana anterior, hubiera parecido imposible y descabellado. 

Una semana reivindican un golpe de Estado, otra semana intervienen inconstitucionalmente una empresa que estaba en proceso judicial, y a los pocos días el Presidente en persona, después de organizar asados de casi cien personas y de sacarse selfies sin barbijo en el conurbano bonaerense, reta a los ciudadanos –que se han comportado en forma bastante ejemplar– y los responsabiliza por la cantidad de contagios. 

Como es previsible, la hostilidad que plantea el Presidente cada vez que sucede algo que se aparta de lo que quiere explica luego el envalentonamiento de las fuerzas de seguridad, las exageraciones localistas de los intendentes y las defensas tradicionales de los activistas en redes sociales. 

La naturalización de este estado de cosas plantea un problema doble. En primer lugar, opera como una acostumbramiento gradual y sistemático a una situación realmente insostenible. Existe una buena parte de la sociedad argentina que está convencida de la inviabilidad de nuestra experiencia como país, y los ejercicios recurrentes de tensión planteados por el Gobierno confirman y agravan esa sensación. Lo cierto es que es imposible construir una sociedad democrática sobre esa base y, al mismo tiempo, se cortan los puentes necesarios para retomar la conversación pública. En segundo lugar, esta naturalización provoca la confirmación de la premisa emocional del populismo, haciendo que parte de la sociedad se convierta en una sofisticada maquinaria de indignación. Los desplantes permanentes de este ciclo peronista actúan como una especie de profecía autocumplida. El populismo necesita para pervivir la sobreabundancia de lo emocional y lo genera tensando cada vez más la cuerda y ampliando cada vez más los límites. La reacción indignada genera, a su vez, más emotividad y un menor juego racional impidiendo la salida al dilema populista. 

Estar preparados siempre para un nuevo arrebato, frente a otro exabrupto terminará por hacernos expertos y sofisticados en el arte de la indignación. 

Fue Richard Rorty quien distinguió entre las metáforas de descubrimiento y las de creación de sí mismo. Cabe hacer una elipsis para pensar lo político y este momento de nuestro país. 

Estuvo claro, tal vez como nunca antes en la historia política reciente, lo que significaba votar a la fórmula Fernández-Fernández. Nadie puede alegar ignorancia frente a eso, nadie puede sorprenderse hoy de lo que estaba a la vista desde el primer momento. 

En esta inteligencia, no nos cuesta nada a estas alturas ser precisos en descubrir la próxima necedad, imaginar el venidero embate contra un mínimo de republicanismo, revelar la arremetida iliberal. Llegará más temprano que tarde, lo sabemos, y responderemos con las herramientas a la mano, pero hay que tener cuidado, porque esta perversa dinámica de estímulo-respuesta puede volverse una zona de confort también para los que responden. 

Más difícil es ir por las metáforas de creación. Correrse un poco de la situación meramente agonal para intentar generar espacios de creatividad colectiva en medio de una situación global y local tan adversa es un desafío interesante. Tanto la sociedad civil como la oposición tienen allí un terreno fértil, difícil de labrar, pero prometedor. Saber que es posible usar la racionalidad frente a la emotividad tonta y la tragedia redituable y mirar las experiencias de otros para sacar provecho y conclusiones ayudará a confiar en la buena predisposición de las personas y también a imaginar que siempre se puede tomar otra decisión o un camino distinto. La única manera de escaparles al fanatismo y las condiciones beligerantes que el populismo pone ante nosotros es agudizar la mirada, investigar más a fondo y apostar a matizar siempre, para encontrar una segunda o una tercera forma de enfrentarse al odio. 

Puede que parezca poco, pero para intervenir mejor frente a los riesgos a los que hoy se enfrenta nuestra vida democrática hay que crear los caminos nuevos que nos van a permitir hacer algo más que denunciar y algo más que mimetizarse con los responsables. 

Por paradójico que pueda resultar, la horrible actitud que el presidente Fernández tuvo con una periodista que estaba haciendo (bien) su trabajo puede resultar a favor de nuestra argumentación en pos de la creatividad. Tal vez convenga hacerle caso al profesor Fernández y tengamos que ir a estudiar, a leer más, a apostar por más cultura. Es muy probable que al Presidente se le haya escapado, por propia falta de perspicacia intelectual, que lo que estaba haciendo era recomendar la mejor manera que tenemos para salvaguardarnos de sus propias acciones políticas. Tomar el control de nuestra libertad y usar la cultura para ayudar a la mosca democrática a salir de la botella del populismo. 

Publicado en Perfil el 20 de junio de 2020.

Link https://www.perfil.com/noticias/columnistas/acostumbrarse-a-lo-peor.phtml

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