Palabras de apertura a la conferencia “Liderazgo Político en la Argentina contemporánea”, en el marco de las XXII Jornadas de Historia del Departamento de Estudios Históricos y Sociales de la Universidad Torcuato Di Tella, 2 de octubre de 2024 y publicado en la revista de ciencia política POSTData, Vol. 29, No. 2.
Permítanme comenzar con una cita erudita que encontré en mis lecturas diletantes por el mundo de las ideas. La cita se refiere a la palabra “gobierno”. Quien me introdujo a ella fue el politólogo italiano Giuliano Urbani, que nos dice en su libro Dentro la politica que la palabra “gobierno” antes de derivar de la expresión “gubernum”, según los romanos, y de “kubernae”, de acuerdo a los griegos, proviene de una lengua más remota, el sánscrito, originada en la India; en ella, “kubara” era usada para designar el timón de la nave y, por analogía, para nombrar el gobierno de una colectividad política.
Haciendo nuestra la metáfora del timón de la nave colocamos, pues, primero el foco en la estructura del timón, que en clave de ciencia política nos evoca la forma como está organizado el gobierno, esto es, sus instituciones. Pero enseguida tenemos por delante a quienes ocupan el vértice de las instituciones y se valen de ellas para fijar la ruta de la nave, me refiero a los timoneles. Nuestra exploración sobre el papel de las personalidades políticas en la historia es una reflexión sobre ellos, los que manejan el timón. Y se interroga acerca de cómo logran acceder a él y cómo hacen para mantenerlo en sus manos. Se interroga, además, por las ideas que inspiran su gestión y por el efecto que tienen en ella los rasgos de su propia personalidad.
Con respecto a esos interrogantes y su pertinencia creo que, si echamos un vistazo a la producción intelectual de los últimos tiempos, podríamos detectar que existe un renovado interés por las grandes figuras políticas y su impacto en la trayectoria de la historia. Dos libros recientes son un ejemplo. Uno, producido desde el ámbito de la política práctica por Henry Kissinger, con el título Liderazgo: seis estudios sobre estrategia mundial; y el otro, desde la academia, y lo debemos al autor de la importante biografía de Hitler, el historiador Ian Kershaw, con el título Personalidad y poder. Forjadores y destructores de la Europa moderna. A través de las páginas de ambos libros recorremos una galería de líderes políticos que, a juicio de los autores, han tenido un papel sobresaliente en el momento histórico que les tocó vivir. Para el caso tenemos, entre otros, a Vladimir Lenin, Adolf Hitler, Winston Churchill, Charles De Gaulle, Margaret Thatcher.
Traerlos a un primer plano, como lo han hecho, ha sido un ejercicio que, en palabras de Kissinger, tiene un objetivo polémico: contrarrestar la tendencia a borronear la influencia de la acción humana en el devenir de la historia, confinándola a un rol casi accesorio en un proceso que se despliega por la determinación de fuerzas impersonales, sean éstas la economía, la tecnología, la geografía y también las creencias religiosas. Me interesa subrayar la postura de Kissinger y su cuestionamiento al desdén que suele rodear a los estudios centrados en la gravitación de las personas en la política.
Como partícipe que fue del gran tablero de las relaciones internacionales, seguramente más de una vez Kissinger se habrá encontrado ante una constatación: que la presencia o la ausencia de un determinado jefe de Estado habría hecho toda una diferencia en el resultado de los juegos de poder en el escenario del mundo. Al respecto, conocemos el desenlace exitoso de una operación que lo tuvo de promotor, el viaje de Richard Nixon a China en 1972: sólo un presidente con sólidas credenciales de derecha como Richard Nixon pudo establecer relaciones diplomáticas con la China comunista de Mao Tse Tung sin correr el riesgo de ser acusado de traicionar los intereses de Estados Unidos. Un presidente sin esos antecedentes como John Kennedy difícilmente hubiera tenido esa misma suerte en los círculos de poder.
Aprovecho aquí para hacer una digresión de carácter personal en sintonía con el punto de vista de Kissinger. Las vueltas de la vida hicieron que dejara el Instituto Di Tella por un tiempo y me llevaron a la presidencia de Alfonsín como miembro del equipo económico de Juan Sourrouille. Desde allí pude observar, a la distancia, el trasfondo de la toma de decisiones en la difícil coyuntura económica de la época. Y con frecuencia me encontré clamando contra los obstáculos puestos por tal o cual figura del gabinete al abordaje y resolución de los problemas que teníamos en la agenda.
En aquellos momentos, para decirlo con palabras grandilocuentes, el papel del individuo en la ecuación del desenlace de la historia se me aparecía nítido y rotundo. Fue entonces que, con una mirada crítica sobre el timonel de la nave, el presidente Alfonsín, recurría a un truco mental a los efectos de sobrellevar la bronca que me producía ese estado de cosas: imaginaba un casting alternativo de ministros y secretarios de Estado para cancelar, renuncias mediante, ideas y actitudes que, según los que estábamos en el “quinto piso”, complicaban la gestión del gobierno ante la emergencia económica.
Esta digresión personal sólo tiene un carácter alegórico, y espero que se entienda así. Con ella he querido ilustrar cómo fue que descubrí, en vivo y en directo, la cuestión que hoy despierta tanto interés, la gravitación de las personalidades políticas en la historia. Con la venia de ustedes voy a repasar, a continuación, capítulos de la vasta literatura producida en torno a ella, comenzando por el principio, esto es, por las razones que suelen invocarse para dar cuenta de la creciente centralidad que tiene en la reflexión política de hoy.
Una de esas razones destaca que cuando el panorama que los países tienen frente a sí se presenta incierto, y por consiguiente no se vislumbra una clara hoja de ruta, es cuando adquiere una dramática pertinencia la pregunta acerca de quién está en el timón de la nave. Las fuentes históricas de un clima de incertidumbre pueden ser varias; haciendo una breve lista tenemos el impacto de una guerra, una debacle económica, un rápido cambio tecnológico, un eclipse de tradiciones ideológicas, un estado de aguda polarización política. Todas ellas tienen eventualmente un efecto desestabilizador sobre las prácticas y las instituciones existentes y todas ellas, en principio, generan un abanico de oportunidades para rehacer de nuevo la trayectoria de los países. Esos son momentos en los que la mirada se dirige a quienes ocupan posiciones de liderazgo en busca de una respuesta al acuciante interrogante del momento: saber si habrán de reorientar o no el curso de la historia y si lo empujarán hacia un rumbo u otro.
Para decirlo con otras palabras, toda coyuntura crítica encierra una variedad de desenlaces posibles. En la encrucijada, aquello que habrá de hacer la diferencia entre uno y otro desenlace dependerá estrechamente de lo que hagan o dejen de hacer las personalidades políticas que tienen un lugar prominente en la escena política. Más en general, estimo que la responsabilidad política no está democráticamente distribuida. Hay individuos que tienen más recursos de poder que el común de los mortales para modelar el curso de los acontecimientos. Así formulada, esta proposición, ¿no simplifica acaso demasiado la trama de la historia al postular una hipótesis excesivamente personalizada?
Formado como he sido en la tradición de las ciencias sociales estoy naturalmente inclinado a destacar el aporte de factores impersonales en los procesos históricos. No obstante, creo que el menú de opciones que los países tienen por delante en ciertas y especiales circunstancias debe mucho a la oferta que hacen los hombres que ocupan posiciones claves. Seguramente, la historia no se resume en la intervención de los grandes hombres, como lo sugirió la discutida tesis de Thomas Carlyle a mediados del siglo XIX. Pero no cabe duda que la personalidad de los líderes políticos, su talante moral, sus visiones del mundo, juegan un papel considerable en la medida en que autorizan unos cursos de acción antes que otros o, para usar nuestras palabras, inclinan el timón de la nave en una dirección más que en otra.
Una vez que tenemos a los líderes políticos en el centro de la escena la indagación avanza y tiende por fuerza a desbordar los alcances de su propia biografía. Según se ha dicho y con razón, una biografía es igual a la personalidad del biografiado más sus circunstancias. De allí que la reconstrucción de la trayectoria de los líderes políticos imponga una y otra vez prestar atención a las condiciones que hicieron posible su gravitación histórica. Esto es lo que nos propone Ian Kershaw en el libro que citamos antes cuando se pregunta, al abordar su estudio de figuras sobresalientes de la Europa moderna, cómo y por qué fue que se encontraron en una situación que les permitió tomar la iniciativa, a qué limitaciones se enfrentaron, qué presiones debieron soportar, qué apoyos y a la vez qué oposiciones condicionaron sus actos, para preguntarse, por fin, hasta qué punto es plausible afirmar que los líderes políticos fueron, a través de decisiones que tomaron en primera persona, el principal motor de los cambios ocurridos en la coyuntura histórica en la que les tocó actuar.
Para despejar este último interrogante seguramente habrá que recurrir a la investigación caso por caso, siguiendo para ello las pistas que nos sugieren las preguntas previas, que apuntan a tomar en cuenta las circunstancias que sirvieron de marco a la intervención de los líderes políticos. Esa será la tarea que tienen por delante quienes hemos convocado para esta conferencia con un propósito: reconstruir los avatares de la historia argentina contemporánea a partir de una perspectiva centrada, digámoslo así, en los timoneles de la nave.
Con el fin de explorar un poco más esa perspectiva quiero introducir ahora una distinción ya clásica en la literatura: la diferencia entre el líder y el liderazgo. El primer término se refiere a un individuo formalmente investido de capacidad de decisión por el lugar que ocupa en el vértice del poder; el segundo término se refiere a lo que éste hace en esa posición. Si el líder es un individuo, el liderazgo es una relación; más específicamente, es una relación con otros que se gesta a partir del ascendiente político alcanzado por el líder gracias a lo que ha hecho como tal y que hace de él una fuente de cohesión y una guía para la acción.
Para entendernos, cuando aquí hablo de líderes políticos lo hago bajo el supuesto de que son individuos que tienen y ejercen un liderazgo. ¿Qué rasgos distintivos cabe esperar en los líderes políticos? La historiadora canadiense Margaret MacMillan, la autora de un celebrado estudio sobre el estallido de la Primera Guerra Mundial, se ha sumado recientemente a la literatura en este campo con su libro Las personas en la historia. Sobre la persuasión y el arte del liderazgo. A ella he consultado para responder a la pregunta y nos dice: “La persona que triunfe como líder debe tener, para empezar, ambición e, incluso, una ambición implacable”. He ahí un primer rasgo característico de nuestro personaje; un personaje que, si le damos la palabra como lo hace la autora, recogiendo aquí y allá sus confesiones íntimas, nos hará saber explícitamente y sin pudor alguno que está dispuesto a todo para conquistar el poder.
Pero la ambición por sí misma, agrega MacMillan, no es suficiente para forjar líderes que logren un lugar sobresaliente en la escena política; estos necesitan, además, persistencia y aguante. Es que la trayectoria hacia el liderazgo puede no pocas veces sufrir tropiezos y frustraciones. Quienes se embarcan en ella deben, pues, mantener alta la mira sin flaquear ante la adversidad.
Para ello no basta la fuerza y firmeza de su carácter; también, y quizás más importante aún, es preciso que estén convencidos de estar en lo cierto, de que son los portavoces de algo más grande que ellos mismos: el pueblo, la nación, el espíritu de una nueva era. Aquí tenemos un segundo rasgo del líder político: son personajes que tienen una visión del tipo de sociedad y orden político que aspiran a plasmar en la realidad y actúan pertrechados de una segura confianza en que podrán conseguirlo porque creen que la historia está de su lado.
Con frecuencia esa confianza les dicta conductas que a primera vista contradicen las expectativas que suscita la forma disruptiva como se presentan en la vida pública. Me refiero a los ajustes tácticos que hacen sobre la marcha o, para decirlo con palabras menos sobrias, me refiero a su volubilidad, en fin, a sus picardías políticas. Los vaivenes propios de la vida política son ciertamente un exigente banco de pruebas para los que ocupan posiciones de liderazgo. Aquellos que no cambien de actitud ante nuevas circunstancias pueden terminar comprometiendo a sus objetivos últimos. De allí que un tercer rasgo a destacar sea la plasticidad en el ejercicio efectivo del liderazgo.
Por fin, hay un cuarto rasgo distintivo a incorporar en esta breve y sin duda incompleta reseña del perfil de los líderes políticos. Este es, podríamos decir, uno muy crucial: la capacidad de motivar e inspirar a otros, logrando reunir detrás de sí una masa crítica de apoyos. Cito al respecto a otro de los autores que he consultado. Se trata de Howard Gardner, psicólogo en la Universidad de Harvard que, en su libro de 1996, Mentes líderes. Una anatomía del liderazgo, luego de pasar revista a la trayectoria de varias figuras públicas llamó la atención a un recurso común a todas, a saber: poner en palabras las ansiedades profundas y los vagos anhelos de una multitud de individuos, creando entre éstos un sentimiento de comunidad. El logro de este objetivo, apunta Gardner, depende y mucho de la capacidad del líder político para contar historias que ofrezcan respuestas a las preguntas de la hora: ¿de dónde venimos?, ¿por qué estamos aquí?, ¿cuál es el camino a seguir? Para usar un término en boga hoy en día, el relato, es decir, el puente entre el pasado y el futuro tiene un papel clave en la construcción del liderazgo.
Releyendo lo que he dicho hasta aquí compruebo que he puesto todo el foco en un tipo de líder político, ese que corporiza la versión más rotunda del liderazgo, me refiero al líder que actúa a la vez como agente de transformación y como movilizador de entusiasmos colectivos. Creo que ha llegado el momento de ampliar la mirada y dar cabida a otro tipo de líder político. Ahora me refiero al líder que actúa como agente de coordinación política con un objetivo: gestar acuerdos con vistas a dejar atrás rivalidades y litigios existentes con el fin de forjar un equilibrio de fuerzas que sea más sustentable y políticamente más productivo. Si el primero responde al perfil rutilante que ocupa el centro de la escena, este segundo tiende, más bien, a comportarse como un broker en la trastienda del juego político.
En lo que sigue voy a dirigir la atención a un capítulo principal de nuestra temática: el líder político en acción. Y comienzo por el principio, esto es, por el momento en que, dentro de un elenco de personajes de la política, su figura se recorta, da un paso al frente y, con una intervención de gran impacto, se instala la escena. Reparen ustedes qué nos dice la literatura al respecto. Para destacar la naturaleza de esa intervención de gran impacto Margaret MacMillan señala que es el fruto de un conocimiento “instintivo” de la coyuntura de la época; por su parte Kissinger ve en ella el trabajo de un “saber práctico” guiado por “cierto instinto” para entender la historia. Como se puede apreciar por las expresiones que usan, ambos autores nos invitan a tomar en cuenta lo que habitualmente llamamos el “olfato político”.
Quien le dio el lugar que este merece en la reflexión política fue Isaiah Berlin desde su cátedra en Oxford. En un ensayo justamente célebre, Berlin caracterizó al talento del político como la capacidad de sortear la complejidad con la que se presenta la realidad y captar aquello que un momento histórico tiene de particular y de diferente a otro y aprovechar así las potencialidades que encierra para tomar la iniciativa y poder dirigir el flujo de la historia. En la intervención del líder político hay que ver entonces en acto a una doble habilidad: la de percibir el estado de los humores colectivos y la de detectar la dirección del viento de la época. Michael Ignatieff, un discípulo de Berlin, en Fuego y cenizas, el libro en que dejó el testimonio de su paso fugaz por la política, se refirió a esa habilidad con esta imagen: allí donde el político del montón sólo ve una habitación cerrada, el político visionario vislumbra una puerta oculta que abre a un mundo de nuevas posibilidades.
Con su irrupción en la escena estamos, pues, en presencia de un líder político que explota las oportunidades existentes; unas oportunidades que, según nos alerta Margaret MacMillan, son mayores allí donde los países atraviesan periodos de transición, esto es, cuando el futuro está en disputa. Es un sentido de la oportunidad, pero como ella asimismo apunta, la irrupción de la que hablamos es con frecuencia también el producto de la buena suerte, como podrían ser, sugiero yo, la oportuna muerte o deserción de un rival, o el afortunado desenlace de una carambola política hecha por otros.
Al seguir la parábola que describe el líder político en acción estamos a menudo ante una constatación: resulta más fácil lograr el control del timón de la nave que poder conservarlo luego. Como sabemos, circunstancias especiales —por ejemplo, una coyuntura altamente crítica— pueden facilitar el ascenso de un timonel a la conducción de la nave, pero después este tiene por delante un exigente desafío: la reconquista cotidiana del poder de decisión sobre el rumbo a seguir en busca de sus metas. A la hora de la decisión sobre la ruta a seguir por la nave es cuando cobra toda su importancia el capital político de que dispone el líder, esto es, la confianza que ha sabido ganarse en virtud de su trayectoria en el pasado. Ese capital político produce un invalorable recurso para moverse en situaciones de transición que, por definición, son inestables, inciertas: la lealtad. La lealtad tiene la virtud de independizar la adhesión al líder del acompañamiento que puedan llegar a tener los virajes que este hace en la gestión de gobierno para sortear los desafíos en coyunturas a menudo cambiantes y turbulentas.
Finalmente, cuando observamos al líder político en acción hay algo que se impone y activa los debates públicos: ¿cómo juzgar lo que hace o deja de hacer? ¿Qué criterios aplicar para evaluar su desempeño en el timón de la nave? Estos interrogantes abren la puerta a una cuestión siempre candente: la relación entre la decisión política y la moral. Se trata, lo sabemos, de un problema complejo que no me propongo explorar aquí; sólo me limitaré a destacar sus rasgos más generales a partir de mis lecturas sobre el liderazgo político. Una de ellas, la primera, es el clásico italiano de la ciencia política Norberto Bobbio, que postula una neta distinción entre ética pública y ética privada. Y argumenta que “una de las formas en que se manifiesta la autonomía de la política es a través de la independencia del juicio político respecto del juicio moral”, de forma tal que “el hombre político puede perseguir sus objetivos políticos sin someterse a los preceptos morales que comandan las relaciones de la vida personal de cada individuo con los otros”. Tan rotunda distinción ha sido objeto de grandes controversias, pero ha servido para llamar la atención a un hecho: la decisión política y la moral tienden a obedecer a lógicas que no pueden ser reducidas una a otra y que es mejor reconocer sus diferencias y, con ellas, las tensiones que vertebran la vida pública.
Otro politólogo, Angelo Panebianco, también italiano, ha abordado en la misma vena esta cuestión recordando una clásica e incisiva sentencia, según la cual en política cometer un error es algo peor que cometer un crimen, y ha evocado al respecto un dicho atribuido al Conde de Cavour en la Italia de 1860: “si yo hubiera llevado a cabo, por motivos de interés privado, aunque fuese solo una mínima parte de lo que había hecho para realizar la unidad de Italia, habría sido considerado como el peor de los malhechores”. La referencia era al juego de intrigas y engaños en el que se había distinguido en los avatares de la política internacional de la época. De aquí parte Panebianco para señalar que hay con frecuencia un conflicto entre lo que es “moralmente justo” y lo que es “políticamente útil”. Y como lo hiciera Bobbio, cuando llega la ocasión de juzgar lo que hacen los líderes políticos, invita a tomar en cuenta que los dilemas de la gestión política no pueden ser justamente apreciados a partir de los patrones de la moral privada. Para retomar la metáfora con la que iniciamos esta intervención, lo que “está bien” y lo que “está mal” en lo que hacen los líderes políticos debería ser evaluado según cómo contribuyan a la conducción de la nave. Por cierto, con relación a la ruta de la navegación siempre habrá divergencias acerca de cómo recorrerla y, principalmente, sobre cuál tendría que ser el puerto de destino, pero dichas divergencias son fuente de conflictos que tienen una naturaleza propia y cuya ponderación tiende a desbordar los códigos del universo moral que regula la vida de los individuos en sociedad.
A continuación, y siempre con el foco sobre el líder político en acción, quiero reponer preguntas como las que hizo Kershaw en su estudio de grandes figuras políticas y que mencionamos al principio: ¿qué limitaciones institucionales se alzaron a su paso? ¿Qué apoyos y oposiciones condicionaron su marcha? Estos interrogantes no tienen misterio alguno y forman parte de cualquier exploración histórica del liderazgo político. Si los he evocado ahora es para destacar que el mismo autor en otro tramo de su argumento avanza por un sendero menos convencional y postula: la razón por la que algunos individuos alcanzan el poder y se rebelan capaces de ejercerlo guarda una estrecha relación con ciertos rasgos de su propia personalidad.
Esta afirmación de Kershaw nos coloca ante una ventana recientemente abierta por la psicología política: el impacto de sus vivencias personales en los comportamientos de los líderes políticos. El psicólogo francés Alain Faure en un artículo con el título “Las heridas del poder” nos ofrece algunas pistas a través de las que se desenvuelve este abordaje. Menciono una de ellas: las huellas que dejan los traumas de infancia sobre la forma como los líderes políticos habrán de entender cuestiones de orden, autoridad y justicia. No es mi intención entrar por la ventana abierta por la psicología política sobre la que existen no pocas reservas; la he mencionado sólo para que estemos al tanto. Pero al colocar la atención en la personalidad este enfoque es muy cercano al escogido por el politólogo inglés Anthony King en su estudio sobre El outsider como líder político, que sí me parece pertinente traer a colación aquí.
Centrado en el caso de Margaret Thatcher y su emergencia en el Partido Conservador británico, el estudio de King explora un fenómeno recurrente en los últimos tiempos y en las más diversas latitudes: los outsiders como líderes políticos. Cuando hablamos de outsiders nos estamos refiriendo a figuras políticas que por su origen social y/o su trayectoria previa no son vistos, y ellos tampoco se sienten, formando parte de la clase política. ¿Qué es esperable en ellos en su condición de líderes políticos? ¿Qué hacen con el poder una vez que las vicisitudes de la política lo ponen en sus manos? King ofrece una lista de sus actitudes más características, veamos: rechazo de los consensos políticos pre-existentes, desdén por el acatamiento a las reglas de juego político, escaso interés por preservar las instituciones; sólo importan los resultados, un trato distante y con frecuencia hosco hacia el establishment político y económico.
Flanqueado por estas actitudes, el político que ejerce su liderazgo desde su papel de outsider es, según nuestro autor, un eficaz promotor de cambios en momentos de crisis, cuando la política de gestión del statu quo amenaza con prolongar la zozobra colectiva. En esas circunstancias, el outsider como líder es un político predispuesto a correr riesgos y ante el cual los obstáculos que encuentra sólo existen para ser superados; por lo tanto, estará más inclinado a confrontar que a contemporizar con el fin de transformar el estado de cosas existente y dar un viraje al curso de la historia.
Con el retrato que nos propone Anthony King, hasta aquí estamos en presencia de un corolario típico del estudio de las grandes figuras en la historia: la potencia de la voluntad política. Sabemos sin embargo que, al margen de ocasiones muy excepcionales, la voluntad política no es soberana. Pero antes de evocar la lista habitual de sus restricciones, como son las trabas institucionales, los poderes de veto de los actores sociales y los rivales políticos, las leyes de hierro de la economía, quiero llamar la atención a otra fuente de restricciones: las que provocan los demonios interiores de los líderes políticos.
En la ecuación del poder, los demonios interiores de los líderes políticos tienen un lugar reconocido y una palabra que los distingue: estoy aludiendo a lo que los griegos llamaron hybris para nombrar, cito aquí la enciclopedia, a una predisposición de los seres mortales a plantarse con una arrogancia desafiante ante los dioses, a dejarse llevar por una ambición desmesurada que temerariamente los hace creer que pueden obtener más que aquello que el destino les permite. Esta predisposición está siempre rondando a los líderes políticos porque el poder y el éxito en el poder se les suele subir a la cabeza; de allí la tentación de considerarse infalibles y encerrarse en sus propias creencias, en compañía de un séquito de seguidores leales que los pone al abrigo de visiones alternativas, sea porque comparten ese mundo de creencias, sea porque temen ser víctimas de su iracundia.
Así las cosas, se crean las condiciones para que desde el vértice del poder se promuevan iniciativas que no están en sintonía con la correlación de fuerzas políticas. Y además, para que se persevere en ellas a pesar de que estén a la vista sus previsibles consecuencias negativas para el sostén del liderazgo político. Los griegos tenían reservado un final para tanta osadía: el hybris solía encontrar su castigo en un giro catastrófico de la suerte política.
Esto es lo que ocurrió en el caso de Margaret Thatcher al que hicimos mención antes. Fortalecida por su éxito en la guerra del Atlántico Sur, la Primera Ministra británica profundizó luego su programa económico y promovió un impuesto de carácter inmobiliario, el tax poll. La iniciativa fue eficazmente enmarcada por los medios y la oposición como una medida con un fuerte sesgo inequitativo y suscitó amplias resistencias. Tal fue la virulencia de los ataques que en los círculos del partido oficialista se insinuó un llamado a revisarla buscando una fórmula intermedia. Según nos dice Anthony King, convencida de que su evaluación del momento político era infinitamente superior a la de cuantos la rodeaban, mantuvo su postura. Y lo hizo obcecadamente, rechazando cualquier atajo a una política de consensos: al final las mismas figuras que ella había elevado a posiciones de poder la dejaron sola, le retiraron el mandato y la sustituyeron para poner a salvo al gobierno en funciones. El desenlace final tuvo un epitafio revelador: al recordar estos episodios Thatcher nunca admitió que ella pudo haber tenido un papel principal en su caída.
Hay, por cierto, muchas otras cuestiones relevantes para el estudio del liderazgo político; un excelente estado de la cuestión lo tenemos en el artículo “Puzzles of Political Leadership”, de Paul Hart y R.A.W. Rhodes. Para concluir, vuelvo ahora a una pregunta principal hecha por Ian Kershaw: ¿qué importancia hay que atribuir a las grandes figuras políticas en el devenir de la historia? ¿Alteran acaso su rumbo, o todo cuanto pueden hacer es desviar la marea, en el mejor de los casos, canalizándola por cauces nuevos y, en definitiva, también pasajeros? Dejo estos interrogantes a la consideración de los participantes de esta conferencia para que nos ofrezcan posibles respuestas luego de que pasen por su lupa la trayectoria de los timoneles de la nave argentina que hemos escogido: Roca, Yrigoyen, Agustín Justo, Perón, Frondizi, Alfonsín, Menem y Kirchner.
Referencias bibliográficas
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