El susto del jueves pasado, como todo sacudón del dólar, tiene causas y genera consecuencias. Financieras, económicas, culturales. Elijo afrontar las políticas. Su devenir.
El peor daño del 3 de mayo es la consagración de la Gran Duda. La pregunta que el gobierno venía evitando con éxito. El debate sobre su fortaleza. Ahora sabemos que no es invulnerable. Y si lo es, los demás no lo vislumbran. En un gobierno tan dependiente de las percepciones, este dato no puede ignorarse.
“El mejor equipo de los últimos cincuenta años” no la vio venir. Perdió contra nadie un partido fácil. No hubo rivales acerados, nombres rutilantes ni una táctica agresiva. Si alguien jugó en contra, no atesoraba los kilates de Guardiola o de Zidane.
Arreglar o confrontar
Si el gobierno creyera que tiene suficiente poder y muñeca para arreglar los temas más graves sin ayuda, se abriría un camino de concentración de las decisiones. Cerrarse sobre sí mismo. Si, por el contrario, piensa que los desajustes estructurales y las condiciones sociales, políticas y hasta sicológicas de la sociedad argentina, son demasiado pesadas, deberá buscar acuerdos, mimar aliados y convencer oposiciones. A cambio de algo, como siempre.
Hace cuarenta y cinco años, un descarnado Juan Perón volvía a la Argentina. Pese al largo exilio conocía la situación argentina, siempre difícil. Esto lo arreglamos entre todos o no lo arregla nadie, propuso. Ricardo Balbín, el jefe radical encarcelado por el General veinte años antes, coincidía con el diagnóstico. El que gana gobierna, el que pierde ayuda, prometió. Los dos intentaron cumplir. Perón consultó con Balbín muchos temas institucionales de proporciones (la Ley Universitaria, el alcance de la intervención federal a Córdoba). Pero Perón tuvo rebeldías internas, se enojó con sus propios seguidores, elogió a la oposición. Y se murió. Balbín lo ensalzó en su entierro y lo sobrevivió siete años. Moribundo, inventó la Multipartidaria, un espacio conducido por él junto con el peronismo y otras fuerzas para forzar a la dictadura a una salida electoral.
Los caminos se bifurcan
Si la carga es muy pesada y los problemas excesivos, hay que negociar. Esto quiere decir, ceder poder. A nadie le gusta, pero los más sabios y prudentes entienden que es mucho mejor entregar una parte, por doloroso que resulte, antes que quedarse con Todo y terminar abrazando la Nada.
La historia muestra una y otra vez la tentación de las fuerzas triunfantes de sentirse dueñas de la verdad, creerse invencibles y planificar su propia sucesión. A veces lo logran. Por un rato más largo o más corto. Pero todo termina y vuelta a empezar.
Buscar un culpable
¿Quién tiene la culpa de la crisis del 3 de mayo? No es una discusión académica. Se supone que los responsables de la corrida cambiaria y el enorme ajuste –de tasas, de gasto, de popularidad– tendrán que pagarla. Serán los candidatos a dejar el gabinete, la intimidad presidencial o ambas cosas.
Por eso, se ha desencadenado una furiosa carga de unos contra otros.
Como suele ocurrir, a los problemas profundos de estructura se agregaron ajustes de cuentas dentro del corazón del oficialismo. Anteriores a la crisis.
Acusar a un ministro de comprar con fondos públicos un alfajor huele a operación de un rival más que a denuncia de corazones indignados o secretarias infieles. Cercenar al sector político del oficialismo en el Congreso fue una decisión que denunció nada menos que el número tres de la sucesión presidencial, el jefe de la Cámara de Diputados.
Ni hablar de cuánto debe impresionar a un inversor –desde Shangai a California– saber que los ministros de un país deseoso de atraer capitales, guardan los suyos fuera, a buen recaudo.
Los sacudones de la montaña rusa –como describió a la Argentina el talentoso Andrés Malamud en el excelente Código Político del mismo jueves 3 de mayo– se originan en ajustes e internas en el seno del PRO. Como dijo Malamud, el PRO tenía tres patas: las ONG, los CEO y los políticos. Los políticos fueron barridos y el PRO ha quedado cojo. Por eso, interpreta, la política la intentan poner sobre todos los radicales y también Carrió.
Si el PRO entiende que el problema es grave y sus fuerzas resultan insuficientes para resolverlo solo, debe abrirse, convocar a Cambiemos a perfeccionarse como coalición de gobierno, con debate y toma de decisiones conjunta. La oposición peronista debe ocupar también un lugar bajo el sol, convertida en un opcional de alternancia. Para eso, claro, el gobierno no puede ni debe desacreditarla, limarla ni cooptar sus figuras.
La tentación de cerrarse y concentrar el poder parte de un análisis inverso. La fuerza del PRO alcanza y sobra para encaminar la vida de los ciudadanos. Los socios resultan incómodos, prescindibles. Casi desechables. La decisión de sepultar el sistema vigente –sobre todo, radicales y peronistas, pero también algunas corporaciones– convoca a una lucha solitaria y sin cuartel. Todo para mí.
En el PRO abundaban especímenes de fauna diversa. Monzó y Pinedo, que saben lo que es legislar en minoría, reconocen la necesidad de forjar acuerdos. Monzó prefiere a los peronistas antes que los radicales. Pinedo elegiría, si por él fuera, una coalición lo más robusta posible. Coinciden en abrir el juego.
La Jefatura de Gabinete, en cambio, es partidaria del rumbo fundacional. Romper el sistema de partidos actual, lo que queda de él. Aprovechar la debilidad del radicalismo y la diáspora peronista para crear un nuevo sistema con eje en el PRO. Ningún acuerdo de fondo, ninguna cesión de poder. Vamos por todo.
En este grupo militan ciertos hombres del PRO, muy encumbrados, que se enojan –o se hacen los enojados– culpando a sus socios por las observaciones públicas para moderar el impacto tarifario. Argumento tan defectuoso como extendido.
El mismo discurso, por otros motivos, sostiene el peronismo de Miguel Pichetto –con su proverbial habilidad para aprovechar la mar gruesa–, que deslizó la responsabilidad de la crisis sobre radicales y lilitos, “por querer hacer oficialismo y oposición al mismo tiempo”. Se entiende: jugar los dos mazos es una tradición que el justicialismo anhela monopolizar.
El hecho es que el Banco Central había sido intervenido de hecho en diciembre en un acto público elegido para exhibir el poder de Marcos Peña y la subordinación de Federico Adolfo Sturzenegger, sentado en la puntita de la mesa. Pérdida de legitimidad para el jefe del Central.
El jueves 3 de mayo el presidente Macri le devolvió al Central el poder que le había sacado en diciembre. Una derrota para Marcos Peña.
Sin embargo, muchos medios amigos de la Jefatura de Gabinete insisten, con rara unanimidad, que el golpeado ha sido Quintana. Pero, ¿no era Quintana uno de los brazos de Peña? Cuando avanzaba Quintana, era punto para Peña. Cuando retrocede, ¿no es una derrota de Marcos?
El 19 de marzo último Marcos Peña afirmaba, ante un auditorio mayoritariamente comprensivo, que en los veintiocho meses de gestión el gobierno había logrado sus objetivos. Tal vez sea tiempo de cambiar la evaluación. O las palabras que se dicen a las gentes…