El domingo 22 de noviembre de 2015, la Argentina definió el nuevo gobierno con un método inédito, el ballotage, y esa misma noche, al resolverse la primera incógnita acerca de quién gobernaría, se sembraron decenas de inquietudes acerca de cómo, con quiénes y con qué resultados lo haría.
El escenario era realmente novedoso, no solamente el concepto de cambio le ganó la pulseada a la idea de continuidad, sino que por primera vez desde el regreso de la democracia, una fuerza política constituida el mismo año de la elección, debutaba con un triunfo en la definición presidencial.
Allí mismo, los argentinos entregamos la responsabilidad del gobierno a un presidente que tendría solo uno de cada siete senadores y alrededor de un tercio de los diputados. Adicionalmente, Macri tendría solo cinco de veintidós gobernadores de su partido y debería lidiar con una economía que desde 2011 no creaba empleo, soportaba una presión impositiva récord y completaba el cóctel con un déficit fiscal de al menos el 5% del PBI.
Algunas reflexiones fundamentales merecen estos meses de gobierno de un frente político que, con menos de dos años de historia, ha ganado la única elección que enfrentó y pasó más tiempo en el poder que fuera de él.
El gobierno de Macri ha conseguido completar diez meses sin ningún paro general y habiendo establecido canales de diálogo y negociación exitosos con el factor disciplinante del peronismo fuera del poder –y núcleo de padecimiento de los gobiernos no peronistas en la historia reciente del país–, el sector gremial. Esta novedad política, merece ser valorada particularmente por el contexto económico recesivo, que impactó con especial dureza en los sectores asalariados.
En el frente legislativo, el Gobierno ha conseguido construir mayorías circunstanciales, no estables, efectivas y onerosas. El método para conseguirlo está dado tanto por la pericia oficialista como por la dispersión del peronismo que permite a los gobernadores establecer canales de negociación autónomos. En esta esfera, la negociación permanente de acompañamiento político a cambio de giro de fondos ha dado a Macri satisfacciones en un ámbito sobre el que se posaban muchas inquietudes un año atrás.
El mundo judicial, ha sido probablemente el que mostró mayor distancia entre la convicción y la acción de Cambiemos.
En materia práctica, la gestión judicial se limitó a una obsesión: Gils Carbó y a un triunfo pírrico: la jubilación de Oyarbide. Pero la cuestión judicial es más compleja que la naturaleza impúdica de dos personajes y requiere una respuesta más comprometida que la “no intervención republicana”. Ciertamente, la corporación judicial está dispuesta a resistir cualquier intento de reforma profunda, pero el Gobierno ha carecido, hasta ahora, de la necesaria decisión política para modernizar procedimientos arcaicos, acercar a la Justicia a la ciudadanía y devolver la idea de un poder que equilibra, iguala y resuelve con transparencia y apego a la ley.
El tema judicial es mayúsculo, especialmente relevante para los votantes de Cambiemos y medular en la idea de cambio real en la democracia argentina. No habrá cambio sustancial sin regeneración judicial y no habrá éxito en Cambiemos sin cambios sustanciales en la Argentina. El destino de Cambiemos está atado de algún modo a lo que Cambiemos haga en la Justicia.
Dos áreas merecen un comentario específico. En el marco internacional, Argentina viró profundamente desde lo simbólico y con firmeza desde lo material. Bajo la premisa de confiabilidad, certeza e integración con las corrientes mayoritarias del mundo, con una intensa tarea de la Canciller y un menos visible pero efectivo desempeño del área de Hacienda, Argentina volvió al radar internacional, recuperó un rol activo en la región y aprovechó la oportunidad que ofrece el crédito a bajo costo para un país desendeudado. Adicionalmente, la atención prestada al eje Pacífico y la mirada amplia ante la crisis de los refugiados –que contrasta con un mundo con la xenofobia en alza–, expusieron un país que se reencuentra con una tradición internacionalista, pragmática y comprometida con los valores humanitarios.
Finalmente, la economía: El ajuste negado, fue ajuste; el segundo semestre no llegó y el año cierra con demasiadas inquietudes respecto al futuro inmediato.
Se suponía hace un año atrás que el Gobierno tendría fortaleza en la gestión económica y debilidad en materia política. La ecuación de invirtió, la política en el Congreso, en la relación con los gobernadores y la administración del conflicto con los sindicatos, ha mostrado la faz positiva de un gobierno que necesita sacar del debe a la economía.
Pero las condiciones que dieron lugar a los éxitos políticos: un peronismo sin proyecto, un gobierno con crédito inicial y una Justicia que partía cuestionada por su propio prontuario, dejarán de serlo en el año entrante, dominado por las elecciones y por una nueva distribución de cartas sobre la mesa.
Cambiemos debe pasar de ser un frente electoral más eficaz en los últimos setenta años a un espacio exitoso en la gestión de gobierno, con buenas noticias económicas que se generen no tanto en los mercados y sí en los hogares.
Deberá aparecer la buena política, no alcanzará solo con comunicación ni únicamente con la imagen de algún dirigente; para llenar las urnas en octubre hay que llenar los bolsillos y constituir fortaleza política, y allí sí podremos decir que Cambiemos llegó para además de presumir; durar, transcurrir y honrar las expectativas.