¿Quién vió alguna vez un dólar? Juan Perón –que algo sabía del humor de masas– lo preguntó, socarrón, durante un acto ante sus fieles.
La frase del General no era –por lo menos, no principalmente– el truco de un gran prestidigitador. Era sobre, todo, la conciencia de un político que sabe cómo viven sus compatriotas. Se dirá que pasaron seis décadas. Cierto. Pero la mayoría de las argentinas y los argentinos jamás se topó con un billete verde. Tampoco hoy.
En las clases altas argentinas, hasta la mitad del siglo XX, se consideraba de mal tono atesorar moneda extranjera. Un acto de desconfianza inaceptable en el futuro de la Nación.
Luego, las crisis, devaluaciones, los patrimonios arruinados, fueron mutando las conductas. La sociedad argentina, por muchos motivos, se fue degradando.
Pero en el inconsciente colectivo la imagen quedó. Y nunca dejó de exigirse a los políticos una conducta superior al promedio. Dietas modestas, vida sencilla. Y, sobre todo, jamás encanutar ahorros fuera del país.
El increíble Aranguren
“Si usted tiene más confianza en la Argentina que yo, lo dejo con esa virtud”, fue la asombrosa respuesta del ministro Aranguren al periodista Ernesto Tenenbaum. Aranguren reconocía depósitos en el exterior equivalentes a ochenta y ocho millones de pesos. En su mayor parte, producto de acciones que tenía de su paso por Shell y que sólo vendió por exigencia de la Oficina Anticorrupción.
El extrañísimo ministro remató: “es una decisión particular. Todavía los sigo teniendo (los fondos en el exterior). Veré el momento de repatriarlos”.
Los amigos del gobierno atribuyen a Aranguren impulsividad, franqueza brutal y desconocer el arte de la comunicación.
Tal visión simula criticar al ministro, cuando en realidad pretende exculparlo. Ser impulsivo, sincero y desconocer el coaching mediático no muestra ninguna falla seria. Casi, casi sería una virtud en el mundo hipócrita donde –convergen funcionarios y publicistas– todo el que junta un peso lo convierte inmediatamente en dólares.
Por suerte, otros periodistas, muchos cercanos al oficialismo, se indignaron y están exigiendo el fin de la tolerancia con estos comportamientos.
El caso Aranguren se suma a diversos episodios de ejemplaridad invertida. El ministro encargado de la protección laboral fue denunciado por su empleada, el encargado de la hacienda estatal reclamó inversiones fuera y descubrieron que conservaba ahorros en el exterior. El jefe de la inteligencia nacional está en tribulaciones judiciales.
¿Tú también, hija mía?
Tu quoque, Brute, fili mi. Julio César parece haber dicho éstas, sus últimas palabras, al ver que Marcus Iunius Brutus Caepio, su amado protegido, lo ataca junto con los conjurados que lo asesinan. Hace 2062 años, durante Martius, el mes consagrado a Marte. La frase ha quedado cómo exclamación de dolorida sorpresa al ver a alguien en una posición inimaginable.
Es la pregunta que desvela muchas ciudadanas –las mujeres la votan más que los varones– cuando descubrieron a Elisa Carrió al tope de una lista poco honrosa. La de los diputados que canjean sus pasajes por dinero contante y sonante. La lista difundida le atribuye haber trasladado a su bolsillo 355.000 pesos durante el año 2017 (Fundación Directorio Legislativo).
Un problema para Carrió en el corazón de su virtud.
Y otro problema para el Congreso. Parece inadecuado, por cierto, el canje de tramos aéreos y terrestres por billetes. La norma no debiera permanecer.
Sin embargo, me apresuro a defender el sistema de entregar pasajes a los legisladores. Me parece útil. Está lleno de provincianos que carecen de recursos para viajar y ven en sus representantes el único modo de trasportarse en caso de crisis. Los espera un enfermo, un funeral, un casamiento, acaso un nacimiento entre muchas razones atendibles. Con habitualidad se ve a estos solicitantes, a veces angustiados, desesperados, deambulando en el Congreso o –también– por las casas de provincia, a la búsqueda de una solución. Que es fácil, barata y permite a los diputados y senadores un pequeñísimo cupo de asistencia.
Hay legisladores, incluso, que reparten los tramos aéreos o terrestres no utilizados entre los empleados que los asisten y cobran salarios bajos. Algunas vacaciones del verano saliente fueron posibles de este modo.
También se utiliza para lograr que profesores o conferencistas viajen, que jóvenes militantes de partidos, agrupaciones estudiantiles, sindicatos pobres, puedan recorrer lugares para hacer proselitismo, para convenciones y congresos de organizaciones que –como es tradición criolla– viven desfinanciadas. No está mal como opción hasta que se resuelva el problema de fondo y se blanquee el costo de la política.
El ejemplo es el ejemplo
Mientras se debatían los rasgos morarles de tanta cuenta ajena, se cumplía el noveno aniversario de la muerte de Raúl Alfonsín. Y aquí puede medirse un gobierno por sus valores.
Es cierto que Alfonsín era un seco sin ahorros. Pero cuando cobraba su jubilación presidencial –que le parecía enorme– nunca soñó con enviar excedentes fuera del país.
Aún hoy, sus más allegados –hijos, nietas, ministros, militantes– recuerdan que ese hombre tolerante y pluralista se convertía en un fundamentalista en materia de moral republicana y ética política. Jamás dudó. Por eso, seguramente, sus ministros de Obras Públicas no se enriquecieron en la gestión. Y alguno vive hoy mucho más modestamente que en toda su vida anterior.
Los parientes de Alfonsín recuerdan sus exigencias como un tormento. Mientras estaba en la función no se podía nada: ni comprar dólares, ni vacaciones fuera del país, ni manotear las heladeras de Olivos. Jamás sacar una ventaja, así fuera una gaseosa.
Alfonsín sabía que la mujer del César, además de ser honrada, estaba obligada a parecerlo.