El Estado argentino se parece a Gulliver en Liliput. Grande y fuerte, está atado e inmovilizado con mil hilos, anudados por los pequeños liliputienses. En nuestro caso, se trata de cientos o miles de corporaciones en las que los argentinos nos agrupamos para defender nuestros intereses y reclamarle algo al Estado. Nuestro Estado gulliveriano es grande y puede hacer muchas cosas; pero una y otra vez queda paralizado por intereses que le reclaman “lo suyo” y rara vez se preocupan por lo que solíamos llamar el interés general.
En otros tiempos, la Argentina supo tener un Estado potente, con oficinas y dependencias especializadas, pobladas por funcionarios capaces y con saberes que se conservaban y transmitían. En las décadas finales del siglo XIX, cuando la nueva sociedad aluvial recién comenzaba a conformarse, el flamante Estado pudo lanzar, sin grandes resistencias, políticas estatales fundamentales como la ley de educación de 1884 o la ley Sáenz Peña de 1912, que se sostuvieron en el tiempo. Esa potencia perduró durante varias décadas: allí está la reestructuración del Estado liberal de 1933, la legislación social de Perón, la de promoción industrial de Frondizi e incluso las disposiciones de Krieger Vasena. Más allá de las opiniones sobre ellas, no puede negarse la potencia, voluntad y capacidad del Estado a lo largo de casi un siglo.
Sin embargo, esta capacidad se fue reduciendo a medida que la sociedad aluvial, magmática y desorganizada fue cobrando forma y los diferentes intereses se organizaron. A fines del siglo XIX aparecieron las organizaciones obreras y poco después la Federación Agraria, mientras maduraban la Sociedad Rural y la Unión industrial. Progresivamente aparecieron las corporaciones medianas -como la de los médicos o los ingenieros- y finalmente las pequeñas, como las de psicólogos o podólogos. Últimamente, sobresalen las organizaciones de desocupados. Cada una le reclamó algo al Estado: reglamentar su actividad, obtener una franquicia, una exención, un subsidio, un privilegio. Muchos reclamos podían justificarse por el “interés general” -regular el ejercicio de la medicina, fomentar la fabricación nacional, amparar a los pobres-, pero en otros casos se trató de verdaderos privilegios, como la temprana y perdurable protección a la producción azucarera de Tucumán.
El conflicto social se fue concentrando en infinidad de reclamos al Estado, que debió desarrollar una capacidad de intervención creciente. En los años 30 se diseñaron las bases del Estado regulador, pero el gran salto se produjo en 1943. Perón legalizó los sindicatos e instituyó el sistema de contratos colectivos. Solucionó así un gran problema, pero creó un actor corporativo privilegiado. Fue parte de un vasto intento organizativo, cuya expresión ideal era la Comunidad Organizada, inspirada en la encíclica Quadragesimo Anno y la Carta del Lavoro fascista. En su seno, reguladas por el Estado, las demandas parciales se trasmutarían en bien común.
La ficción de la Comunidad Organizada duró mientras la “fiesta peronista” permitió satisfacer a un tiempo a empresarios industriales y sindicatos obreros, aunque cargando los costos en el sector agrario y, sobre todo, en las generaciones futuras. También había una condición política: el fuerte liderazgo de Perón y la comunidad de fe peronista. Esto desapareció en 1955, cuando la “fiesta” ya era un recuerdo, las obligaciones recíprocas desaparecieron y llegó la hora de la factura.
¿Quién la pagaría? El “lo mío no se toca” fue general. Comenzó una dura puja por la distribución del ingreso, en la que el Estado debía conformar al más poderoso de cada día. En medio de la inestabilidad política, perdió iniciativa y autonomía, y sus oficinas fueron ocupadas por burócratas provenientes de las principales corporaciones. Colonizado, el Estado fue el campo de batalla de los intereses que, con cada golpe afortunado, obtenían una prebenda importante. Los sindicatos arrancaron la ley de obras sociales a un Onganía debilitado por el Cordobazo, y un Lanusse en retirada le hizo a Gelbard, Madanes y algunos brigadieres el gran regalo de Aluar.
Las cosas no cambiaron mucho con el gobierno electo en 1973. El Pacto Social, que apelaba a una responsabilidad compartida, fracasó. Los argentinos se habían acostumbrado a reclamar todo del Estado y medrar con él cuando podían, y el propio Estado, débil y colonizado, había perdido la capacidad para disciplinar a los grupos de interés, como lo evidenció la crisis política que culminó en marzo de 1976. El tajo de la espada militar fue un intento, particularmente torpe, de cortar ese nudo gordiano.
Con la dictadura comenzó otra historia. Hasta entonces, la idea de un Estado fuerte y providente constituía un ideal compartido. Los militares instalaron la idea de que los males argentinos se debían a un Estado demasiado grande y que achicarlo era agrandar la nación. La consigna sirvió para una transformación más simple e inició una serie de amputaciones de los instrumentos estatales que retomaron casi todos los gobiernos siguientes.
Los militares iniciaron el descalce jurídico del Estado, haciendo tabla rasa con las nociones de normatividad e instaurando prácticas decisionistas retomadas luego por Menem y los Kirchner. No achicaron el gasto fiscal, pero iniciaron la privatización de empresas estatales y la reducción de los órganos de control, profundizada en los años 90. Los militares purgaron la burocracia de disidentes, eliminando funcionarios valiosos y profundizando su desjerarquización. Luego, los políticos de la democracia cayeron en el tradicional spoils system y abrieron paso a una nueva colonización estatal, esta vez realizada por mafias, mayores y menores. Por fin, la expoliación directa del Estado, iniciada por los militares, avanzó con Menem y con los Kirchner. Así se llegó a la fase superior del saqueo del Estado, la cleptocracia, realizada sistemáticamente por sus gobernantes.
En este proceso, la democracia aportó, junto con muchas otras cosas buenas, una que está resultando deletérea: la sobredimensión de la noción de “derechos”, aplicada a todo lo que cada grupo, grande o chico, consiguió asegurar en este proceso de liquidación sistemática del Estado. Los derechos están bien, en tanto se equilibren con los deberes, entre ellos pagar los impuestos, pero sobre esto no suele manifestarse tanta conciencia militante.
En diciembre de 2015 el nuevo Gobierno se encontró con un Estado débil, saqueado y colonizado por mafias. Es grande en todo lo que no debe serlo y escuálido en lo necesario. Junto con él, existe un conjunto de actores corporativos, atrincherados en la defensa de lo que han conquistado, y una súper corporación de los Derechos -humanos, civiles, sociales- que con lenguaje elevado reclama todo del Estado. La tarea del Gobierno que asumió en diciembre de 2015 es tan inmensa como difícil. Tiene mucho que limpiar, sin saber exactamente con cuánto poder cuenta. Hay mucha institucionalidad que reconstruir, sin saber quiénes quieren realmente hacerlo. Hay que proyectar políticas de largo plazo, pero también rehacer los instrumentos para desarrollarlas.
Y también, hay que equilibrar derechos con deberes, conquistas con obligaciones, lo que implica un verdadero cambio cultural. Por ahora, no se escucha que alguien quiera ceder algo en favor del interés general. Gulliver no logra desatarse.
Publicado en La Nación el 18 de febrero de 2018.
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