Más vale solo que mal acompañado, suele decirse. Pero Hugo Moyano hoy está solo y también mal acompañado. Lo rodea gente que no lo quiere: unos cuantos sindicalistas kirchneristas, los de las dos CTA, los gremialistas de la izquierda dura y las organizaciones sociales piqueteras. En cambio, sus compinches de tantas batallas, la vieja “burocracia sindical”, lo vienen abandonando, uno a uno.
Muchos lo dicen: Moyano organiza una movilización para proteger sus intereses personales. Efectivamente, está pasando por un mal momento. La empresa OCA -donde tiene tanto afiliados como dinero personal- está cerca de la quiebra.
En Independiente, el club que preside, se está descubriendo un turbio mundo de negocios sucios. La obra social de Camioneros está quebrada, mientras prospera el grupo de sus empresas familiares, cuyo único cliente es Camioneros. Jaqueado por la Justicia, la Afip, Procelac y Graciela Ocaña, sólo falta que alguien apriete un botón para que se desencadene el apocalipsis.
Esto ocurre justo cuando parecía decidido a dar un paso al costado en el sindicalismo y dedicarse al fútbol, un mundo algo más digno y con ciertas perspectivas políticas.
Arregló las cosas de familia como lo hacían los reyes, los duques o los grandes “capi mafiosi“. Su esposa cuida las empresas familiares, su primogénito Pablo heredó el sindicato y sus otros hijos e hijastros tienen asegurado su “apanage“. Todo eso está amenazado, y parece depender del resultado de la batalla decisiva del 21 de febrero.
¿Será así? En rigor, no sabemos si será una batalla importante. Dirigentes como Moyano nos tienen acostumbrados a rápidos cambios de posición, y rara vez marchan con la frente alta a un combate perdido o dudoso. Tampoco está claro que se esté definiendo la relación entre el Gobierno y los grandes jefes sindicales. Ni siquiera estamos seguros de que el Gobierno haya colocado a Moyano en la lista de los irredimibles, que terminan en la cárcel, como El Pata o El Caballo; quizá la escaramuza es parte de una negociación destinada a reducir parte del “costo argentino”.
Algo enseña la historia del sindicalismo peronista. Paradójicamente -como planteó hace tiempo Juan Carlos Torre-, los sindicalistas se sienten un poco incómodos con los gobiernos peronistas, y se manejan bien con los otros.
Durante el primer peronismo los sindicatos obtuvieron grandes privilegios, pero sus dirigentes debieron agachar la cabeza, primero ante Evita y luego ante el propio Perón.
Con el gobierno de 1973 las cosas fueron difíciles, y no sólo por los ataques de Montoneros. El 12 de junio de 1974, en su última presentación en público, Perón les enrostró su infidelidad y duplicidad.
Al año siguiente, aparecieron a la cabeza de los descontentos con Isabel, cuyo destino comenzó a sellarse entonces.
En cuanto a gobiernos adversos, nadie pareció tan temible como el general Onganía, que en 1966 entró pisando fuerte. Comenzó aniquilando al portuario Tolosa y amedrentando al mismísimo Vandor.
Para trabajos más finos, tuvo al secretario de Trabajo Rubens San Sebastián. Es fama que este hombre, proveniente del riñón gremial, mientras negociaba con un sindicalista hojeaba su prontuario. Pero resultó que en 1970 los sindicalistas obtuvieron del fiero general la Ley de Obras Sociales, y con ella el acceso a la caja más jugosa de la historia.
Pero hoy, a diferencia de los tiempos de Onganía, Alfonsín o De la Rúa, las cosas no son tan fáciles para los grandes sindicalistas. En parte el Gobierno, con la audaz sabiduría de quien se sabe débil, usa con alguna habilidad la clásica fórmula sindicalista de golpear y negociar, combinando el palo -la cárcel para los más groseramente corruptos- con la zanahoria de los fondos de obras sociales.
También influye el generalizado desprestigio del “establishment” sindical, siempre en los últimos puestos en las encuestas de popularidad. Salvo algún dirigente nuevo, como el bancario Palazzo, el resto debe soportar, con la cárcel en el horizonte, el escrutinio público de sus lacras: la patrimonialización de sus gremios, la apropiación de sus fondos o la incursión en negocios abiertamente delictivos.
Otro factor novedoso es el afianzamiento de una poderosa militancia de base, vinculada con los partidos de la izquierda dura, que aunque no puede derribar a los grandes dirigentes, es capaz de poner en cuestión su autoridad a la hora de la negociación, como ocurre con los “metrodelegados”.
Pero lo decisivo es que la sociedad ha cambiado mucho. El sindicalismo nació y se formó con lo que Tulio Halperin Donghi ha llamado “la revolución peronista”. Fue un mundo de pleno empleo, industriales prósperos, sindicatos masivos, y la posibilidad de una negociación que beneficiaba a ambos, a costa de un Estado débil. Hoy, en un mundo de desocupados y precarizados, el sindicalismo sólo representa a una porción de los trabajadores, y su objetivo ya no es la “justicia social” sino la protección de quienes vienen salvando su empleo.
El lugar dejado por los sindicatos ha sido ocupado por las “organizaciones sociales”, que han evolucionado del piquete desesperado o testimonial a la negociación y administración de los fondos que el Estado destina a paliar los efectos del gran cisma social. Con ellos, los pobres pueden sobrevivir un poco mejor, mientras se forma un nuevo sector dirigente que, por ahora al menos, tiene muchas menos lacras que los sindicalistas.
Estos dirigentes han adoptado la táctica de golpear y negociar. Su presencia en las calles es tan constante como dosificada. A veces, hacen una masiva demostración de su potencia y capacidad de movilización, con despliegue de ómnibus y exhibición de pecheras identificatorias. A veces, se suman a movilizaciones ajenas, pero cuidando de mantener su individualidad.
Su presencia asegura que la marcha del 21 será multitudinaria. La presencia de la izquierda, también numerosa, promete que será movida. Al igual que con la CTA, Moyano queda comprometido a alguna reciprocidad con ellos. Se entiende que a sus compinches de siempre no les interese pagar semejante precio. En esa multitud, Moyano seguramente estará más solo que nunca.
Publicado en Los Andes el 18 de febrero de 2018.
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