Las instantáneas muestran el drama de esa familia llamada Argentina. Un ex presidente de la Nación declara en tribunales por sospechas graves sobre un plan para estafar, se derrumba la actividad industrial (-7,3% en un año) y de la construcción (-13,1%). Quienes deben dar ejemplo de conducta están sospechados de delinquir y quienes quieren conducir los negocios deciden no hacer nada ni siquiera con las reglas que pedían. Esto, las élites.
En la sociedad con excedentes, decenas de miles de ciudadanos admiten sin remordimiento que evaden las leyes impositivas, cientos de miles viajan compulsivamente a comprar más barato a Miami, Chile o donde fuera.
Otras barriadas –las más postergadas que brotan en la periferia de las ciudades– exhiben la vergüenza. Los datos están siendo expuestos por Techo Argentino: tres millones de argentinos, bolivianos, peruanos y paraguayos malviven sin agua ni gas natural, muchas veces sin luz, mientras sus hijos corretean entre la inmundicia de basurales improvisados. Sus representantes no encaran la carencia pero aumentan su dieta el 47% en Diputados.
Otro dato para auscultar un país, es ver cómo le va a las personas más nobles. El presidente de una editorial de libros infantiles fundada en 1941, con catálogo de tres mil títulos, es salvajemente ultimado. Un caballeresco albañil intenta evitar un robo contra muchachas desconocidas y es asesinado a cuchilladas por otra víctima devenida victimario: el despedido de un tallercito reconvertido en homicida despiadado. Corolario: quienes hacen las cosas bien muchas veces terminan mal. Sea un editor próspero de Vicente López o un modesto trabajador de Berazategui.
Ni siquiera sobreviven las profesiones dedicadas al mejoramiento de la humanidad. Los médicos –figuras admiradas y respetadas en toda sociedad civilizada desde hace dos milenios– son agredidos de modo casi natural. Tres atacantes irrumpieron a los tiros en una sala de partos persiguiendo a alguien. Fue en Pergamino, el domingo 30 de octubre. La Agremiación Médica platense denuncia que cada 48 horas algún médico sufre un hecho grave, sólo en La Plata. Los últimos años aumentaron las renuncias de profesionales en hospitales de Avellaneda, Almirante Brown, San Fernando, Tres de Febrero, Guernica, Ensenada.
En otra actividad decisiva, la docencia, grupos presuntamente progresistas sabotean una evaluación nacional del ministerio de Educación, con el asombroso argumento que se trata de pruebas “estandarizadas”. En igual sentido, el anterior gobierno inducía –en algún caso, amenazaba– a las maestras que se atrevieran a reprobar a un alumno de primario. En China, mientras, diez millones de adolescentes que terminan sus estudios secundarios rinden el gaokao que decidirá su futuro. Sólo uno cada cincuenta mil conseguirá su propósito de ingresar a las universidades de élite. Japón, se sabe, extrema la presión sobre sus estudiantes. En Oriente, estudiar duro es condición indispensable de aceptabilidad social, familiar y personal.
Se dirá que la Argentina no es Oriente. Pero sabemos que aún los sectores menos educados –los supuestos estigmatizables– leen con fruición cada lunes diarios y revistas deportivas con ¡los puntajes de jugadores, técnicos y hasta árbitros!
Hasta el fútbol, la gran pasión, languidece en una crisis sin fin. Los clubes están fundidos, nadie sabe si se verán los partidos gratis. Un deporte semi amateur como el Futsal logra el campeonato del mundo, otro como el hockey sobre césped gana medalla de oro en la Olimpíadas. Y el más rico y exitoso sport nacional exhibe resultados paupérrimos desde lo deportivo, lo financiero, lo ético, lo social. Los candidatos a liderarlo se disuelven en el aire, en el único país de la tierra donde los simpatizantes de dos equipos no pueden mezclarse sin atacarse. La violencia más disparatada: el fin de semana, barras de Tigre asaltaron junto a la avenida General Paz una mesa donde comía un grupo de amigos. Los atacaron, les robaron el costillar y lo subieron como trofeo a las redes. ¿Motivo? Un par de comensales vestían camisetas de Nueva Chicago.
Las causas contra CFK son particularmente dolorosas. Durante medio siglo, millones de argentinos se movilizaron para enfrentar los golpes militares o para evitar su perpetuación. Esa lucha desigual permitió que candidatos como ella pudieran presentarse, ganar elecciones y terminar su mandato. Una pelea ciclópea que agotó las energías de la mejor parte del pueblo argentino (sí, la mejor parte. La que puso en juego su tranquilidad, su empleo, su libertad y hasta su vida para estabilizar la democracia mientras el resto disfrutaba, apoyaba o simplemente consentía regímenes dictatoriales).
Cuando CFK declara, como el lunes al salir de Comodoro Py, “simbólicamente representamos los procesos de inclusión social” está trasmitiendo un metamensaje tremendo: No importa si nos enriquecimos, nos persiguen por darle algo a los pobres.
En idéntico sentido muchos empresarios –aquellos que teóricamente más asustados estaban con la deriva K– decidieron no invertir. Los mismos que pedían certidumbre en las reglas. Recibieron las certezas pero escamotearon su propia parte. Los números muestran que ante el cambio de gobierno en lugar de hacer lo que prometían (crear empresas, expandirlas, promover negocios nuevos, incorporar innovación) han preferido sentarse y esperar. Como si fueran espectadores. Tal y como sabe cualquiera, la acción u omisión influye sobre el resultado. Si esto sigue así, el gobierno no podrá tener éxito. ¿Será que gran parte de la burguesía argentina se ha convertido en rentista o acomodada al rescoldo de una protección infinita? ¿Y si en última instancia sólo desea vivir, parasitariamente, de las dádivas del Estado? Mil años de historia de Occidente, de desafío de los intrépidos burgueses contra reyes, clero y aristócratas no parecen haber dejado huella. Acaso olvidan que en el año 1940-41 la Argentina exportaba heladeras a precios mundialmente competitivos.
La combinación muestra una opción imposible. Una gavilla que cobra extra por defender la inclusión vs. Una banda de rentistas que ni siquiera hace lo que constituye su función.
“A mis 89 años no me explico cómo la sociedad votó a Macri”, lamentaba hace un tiempo Osvaldo Bayer. Acaso estas fotos ofrezcan una respuesta.
Si el país –empezando por quienes deben dar el ejemplo– no se atreve a sacudir sus lacras, el álbum incorporará tomas cada vez más dolorosas, siniestras, inaceptables. Y las únicas fotos que nos den orgullo serán de color ocre –o blanco y negro– de aquellos viejos buenos tiempos cada vez más lejanos.