Con el “caso Triaca” hemos podido constatar la fuerza que tienen entre nosotros los principios republicanos, y particularmente los relativos a la virtud del gobernante. Ha sido un aprendizaje veloz y efectivo. Hoy son muchos los que dominan el lenguaje de la virtud republicana, su semántica, retórica y pragmática, y construyen discursos articulados y fuertes, que pesan en la opinión. Es un gran avance para el país. Debemos estar orgullosos de tener, como dicen las Escrituras, tantos hombres y mujeres justos, guiados por su integridad.
Los justos hablan en nombre de lo correcto. Lo hacen con tono elevado, quizás algo ampuloso, y alzando el índice derecho. Como dice Serrat, parecen bañarse en agua bendita. Hay que animarse, claro, y estar seguro de que en la propia casa, sin duda de piedra, no haya algún vidrio vulnerable. Porque donde las dan, las toman.
Los más elocuentes generan en el resto un impulso, una dinámica de emulación, una suerte de competencia por la corrección, que hasta puede encolumnar a la oposición, e incluso a Cristina Kirchner, convertida en campeona del republicanismo.
Por suerte, hoy los justos son muchos, pues cumplen una función importante en nuestra imperfecta república democrática. Ayudan al gobierno a perseverar en su declarado propósito de insuflar transparencia en nuestra política y acercarla algo al horizonte de la perfección moral.
Es bueno que los justos cuiden al gobierno, no lo dejen caer en la tentación y lo empujen hacia el buen camino. No me gusta tanto su visión lineal y unilateral de la política, y tampoco un cierto matiz intolerante, que arredra a quienes creen que las cosas son más complejas y matizadas. Pero sobre todo, me preocuparía tener un gobierno exclusivamente animado por los principios de los justos.
En la historia, los gobiernos de los justos no han dejado buenos recuerdos. Basta recordar la Ginebra de Calvino en el siglo XVI, la Gran Bretaña de Cromwell en el XVII o la Francia revolucionaria de Robespierre, el “justo” por antonomasia. Los tiempos de fanáticos no fueron buenos para los espíritus críticos ni para la libertad política.
Gobernar es algo más complicado que medir las cosas solo con la vara moral. Hay una diferencia entre el deber ser y el ser. Es la que existe entre la filosofía política fundada en Platón o en Tomás de Aquino y la política realista y pragmática desnudada por Maquiavelo, quien personalmente deploraba que las cosas fueran así.
Sucede que entre lo justo y la política hay una buena distancia. Así se lo señaló Victor Hugo, el profeta republicano, a sus seguidores colombianos, quienes con orgullo mostraron al maestro la Constitución de 1863. “Está hecha para un país de ángeles”, habría sentenciado. Y en verdad, los hombres comunes no somos ni ángeles ni demonios sino una mezcla variable de ambas cosas. Por eso, como solía decir un viejo estadista nuestro, gobernar es como hacer ladrillos de adobe, mezclando barro con bosta.
En la Argentina de hoy particularmente, para gobernar hay que ser capaz de meter las manos en el barro y no hacer asco a la bosta. Ese barro metafórico no es sólo la herencia de los Kirchner. Ojalá fuera tan sencillo. Se trata de la Argentina sociológica, como dice Juan Carlos Torre. Un país donde, según comprobamos cotidianamente, en cada lugar de la sociedad opera una mafia, más grande o más chica pero dura, resistente y resignadamente tolerada
Estamos en una transición. Las transiciones son tan difíciles e inciertas que muchos prefieren permanecer en la comodidad de lo malo conocido, y otros se conforman con lamentarse y despotricar, como Catón el Censor o el profeta Jeremías.
Pero no elegimos a nuestros gobernantes para esos ejercicios de auto satisfacción sino para que traten de mejorar las cosas, manejándose con lo que hay. Es el caso del ministro Triaca, quien como cualquier pecador ha tenido debilidades merecedoras de una admonición, pero es útil para gobernar, porque se crio en el medio sindical, y está dispuesto a cambiarlo.
No se cómo es gobernar. A veces lo imagino como timonear un velero que navega contra el viento, avanzando en zigzag, o como un río de llanura, que serpentea ampliamente antes de llegar al mar. Otras se me hace similar a manejar en un camino barroso, donde hay que saber usar el freno con precisión y delicadeza, y ser capaz de volantear una vez y otra.
Lo importante es mantener el rumbo, maniobrando e improvisando. Se necesitan zorros habilidosos y no erizos que solo saben de moral, según la imagen popularizada por I. Berlin. A diferencia de los zorros, los gobernantes no puede confiar solo en sí mismos. Allí es donde importa la opinión: la de los justos, pero también la de quienes miran las cosas de manera más amplia, o no teman hablar en nombre de sus intereses. El gobernante debe oír, calibrar, hacer su propia composición y tomar una decisión que siempre tendrá costos, pues como decía el mismo viejo estadista, no se puede hacer una tortilla sin romper huevos.
No digo todo esto en abstracto sino pensando en el “caso Triaca” y su resolución, y en general en este gobierno encargado de conducir la transición.
Hay dos cosas que me distancian de los juicios lapidarios de los justos, que condenaron a un ministro solvente, sorprendido en falta.
La primera es que aprecio la voluntad del gobierno de actuar según los principios declarados, y particularmente la reconstrucción de la moral pública, que lo incluye. La segunda es que valoro su capacidad para manejarse en el barro y utilizarlo para construir cosas sólidas y duraderas, aunque a veces se le derrumben antes de fraguar y deba reiniciar el camino, con la constancia de la hormiga.
En cuanto a los hombres y mujeres justos, tener hoy tantos, tan vigilantes e intransigentes es una bendición. Pero en cuanto a un gobierno de los justos, como decía Rubén Darío, “¡Líbranos, Señor!”.
Publicado en Los Andes el 4 de febrero de 2018.
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