Más allá de las explicaciones oficiales respecto de las razones que llevaron al Gobierno a tomar la decisión, anunciada en una conferencia de prensa el pasado 28 de diciembre, de reemplazar la banda de la meta de inflación del 10%/12%, pautada inicialmente para el año 2018, por un valor único del 15%, el consenso entre la mayoría de los analistas y consultores económicos es que el valor final se ubicará en niveles superiores a la nueva meta.
El Relevamiento de Expectativas del Mercado difundido por el BCRA en diciembre pasado, que incluyó a un menor número de participantes que en los meses previos por la dificultad que señalaron de quienes no respondieron para adecuar sus estimaciones frente a los cambios anunciados el 28/12, mostraba para el Nivel General del IPC una mediana de incremento del orden del 17.4% para los próximos 12 meses, al tiempo que para el IPC Núcleo el valor se situaba en un 14.9%.
Es decir, que en una muestra reducida de participantes que, muy probablemente, no incorporó una evaluación exhaustiva de las posibles derivaciones del cambio de meta y de sus efectos sobre la tasa de crecimiento de los precios, ya presentaba un nivel general que superaba a la nueva meta y a una inflación núcleo que “pegaba en el poste”.
Más aún, la estimación oficial del FMI, hecha con mayor anterioridad al Relevamiento del BCRA, arrojaba una proyección del 16.3% para el año 2018. Ya durante enero, y a medida que transcurría el mes, las proyecciones en materia de inflación de las principales consultoras que se fueron conociendo, ubicaban la tasa de crecimiento esperada de los precios en valores cercanos al 20% anual.
Cabe señalar, por otra parte, que la constante referencia en los debates, respecto de dos maneras distintas de evaluar la evolución de la tasa de inflación (nivel general y núcleo), responde a cuestiones diferentes. De acuerdo con documentos oficiales del BCRA, para verificar el cumplimiento de las metas de inflación se empleará la variación interanual del nivel general del IPC de cobertura geográfica más amplia que publique el INDEC; esto es, el actual IPC Nacional.
En cambio, el índice que el BCRA considera como guía para adoptar las decisiones de política monetaria es el de la inflación núcleo o subyacente; esto es, aquella que, en principio, no refleja el comportamiento de los precios estacionales y tampoco el de los regulados. En palabras de la Autoridad Monetaria, “El Banco Central busca generar hacia adelante (a través de sus decisiones de política monetaria) un sendero de inflación núcleo que, dados los aumentos esperados en precios regulados y la evolución de los precios estacionales, implique una inflación de nivel general igual a la meta” (Ver: ¿Hay un impacto de los precios regulados en la inflación núcleo?).
En el mencionado documento publicado en el blog del BCRA, que lleva la firma entre otros del Vicepresidente Lucas Llach, se consideran los diferentes impactos que los cambios en los precios regulados pueden tener sobre los restantes precios de la economía. Así, se distingue los efectos directos y los de segunda ronda. Ejemplos de los primeros son el impacto directo de un incremento de las tarifas de los servicios públicos sobre la factura o boleto que, periódicamente, abona el consumidor. Pero en el caso, por ejemplo de la electricidad y el gas, se podría considerar un segundo efecto directo sobre el bolsillo de los usuarios a través del traslado a las expensas mensuales para aquellos que viven en departamentos. En estos casos, se deduce del citado paper, que las decisiones de política monetaria tendrían una reducida influencia para limitar el traslado de esos aumentos de precios al nivel general de la tasa de inflación.
En cambio, los efectos de segunda ronda, que el citado blog del BCRA define “como el contagio al resto de los precios de la economía, más allá de su incidencia directa en los costos”, podrían ser “más fáciles de controlar usando herramientas de política monetaria”.
Una medida aproximada, y por cierto gruesa, del impacto de las decisiones de política monetaria sobre la posibilidad de traslado de los aumentos en los precios regulados a los precios estacionales y a la inflación núcleo podría ser considerar la relación, durante el año anterior, entre los incrementos promedio de éstos últimos con los primeros; en especial, en un contexto donde los precios regulados crecieron más que los estacionales y la inflación subyacente y que, también, fue el primer año en que se aplicó plenamente la política de metas de inflación.
Esta aritmética de los precios muestra los siguientes resultados: entre diciembre de 2017 e igual mes de 2016, el IPC Nacional registra un aumento de los precios regulados del 36.4%, que representarían los efectos directos, e incrementos del 21.77% y 21.17% en la inflación núcleo y en los precios estacionales, que ya tendrían incorporados, además de otros ajustes en los costos, los efectos de segunda ronda. Esto es, que las decisiones de política monetaria adoptadas durante el año anterior habrían permitido acotar el traslado de los aumentos de los precios regulados a los restantes precios de la economía a un 60% y a un 58% de ese 36.4%, respectivamente, en el caso de la inflación núcleo y de los bienes estacionales.
El BCRA ha señalado en sus recientes documentos de política monetaria, el informe mensual monetario y en el comunicado del 23 de enero, que se espera un aumento del 21.8% en los precios regulados. Si se aplican los coeficientes proxy de “traslado” estimados para el año 2017 al corriente año, los precios estacionales deberían aumentar un 12.6% y la inflación núcleo en un 13.1%. Dado que estas categorías de bienes representan en el IPC Nacional un 23%, 10% y 67% respectivamente del nivel general, la suma de las incidencias arrojaría un crecimiento de los precios, para 2018, de un 15%. Valor que coincide, de manera exacta, con la nueva meta de inflación.
Así planteadas las cosas, parecería que el cumplimiento de la nueva meta de inflación está sujeta a las siguientes condiciones: a que el aumento de los precios regulados sea el señalado por el BCRA, y a que la efectividad de la política monetaria para acotar su traslado a los restantes precios sea la misma que la observada durante 2017. Un incremento mayor de los precios regulados y/o una efectividad menor de la política monetaria haría que la nueva meta de inflación fuera incumplible.
Al respecto, cabe mencionar dos cuestiones: algunas estimaciones originadas en el sector privado señalan que los incrementos promedio esperados durante 2018 en electricidad, gas y transporte, aunque serían inferiores, en el caso de los dos primeros, a los aplicados en 2017, sus valores se ubicarían en porcentajes del orden del 50%. En cambio, en el caso del transporte, que durante 2017 no registró prácticamente ningún incremento, se proyectan variaciones largamente superiores al 50% promedio. De ahí que se considere que el incremento esperado por el BCRA de los precios regulados constituya una proyección que podría ser considerada, solamente, de mínima.
Más aún, solo considerando los aumentos anunciados para la primera mitad del año, parece poco probable que se cumpla la estimación del BCRA en materia de precios regulados: en enero aumentaron las combustibles en porcentajes entre 6% y 8%, y no deberían descartarse ajustes posteriores al compás de las modificaciones en el precio del petróleo y del tipo de cambio. En febrero se agregaría otro aumento del 20% en las tarifas de electricidad, y un ajuste adicional en las prepagas. Además se aplicarán los incrementos ya anunciados en las tarifas de transporte público del orden del 33% al 38%. Aumentos que se extenderían hasta mediados de año. En abril, además, se aplicará un ajuste adicional del 40% en la tarifa del gas.
A ello cabría adicionar un aspecto vinculado con el sesgo de la política monetaria. Si a lo largo del año anterior, cuando el sesgo de la misma fue contractivo, su efectividad, medida de la manera aproximada como ya fuera señalado, acotó el traslado de los aumentos de los precios regulados a los restantes precios en los porcentajes consignados, cabe preguntarse ¿cuál o cuáles serían las razones para que en un contexto de aumento de la meta de inflación y de relajamiento de la política monetaria, su efectividad fuera similar a la del año anterior?
Por lo demás, esta aritmética de la tasa de inflación estimada debería ser matizada con, al menos, tres consideraciones adicionales. La primera tiene que ver con la cuestión de la inercia inflacionaria en el proceso de formación de los precios y en la negociación salarial. Las evidencias disponibles señalan su fuerte ponderación en la formación del nivel general de precios y en la variación de la tasa de ajuste salarial.
Aunque con un peso menor, la variación del tipo de cambio suele constituir un parámetro a ser considerado en las decisiones de fijación de precios. En ambos casos, un sesgo contractivo de la política monetaria podría actuar, de manera más efectiva en el caso del tipo de cambio, para limitar el impacto sobre el nivel general de los precios de la inercia inflacionaria y de variaciones inesperadas en el tipo de cambio.
Al respecto, algunas estimaciones, también proxy, sobre el valor del dólar que podría estar incorporado en los precios, mencionan que a diciembre del año anterior, y considerando el proceso de depreciación que comenzó a principios de ese mes, el promedio mensual tendría incluido un tipo de cambio equivalente a $20 por dólar. Es decir, que ajustes adicionales en el tipo de cambio podrían trasladarse a los precios. En ese marco, la política monetaria tiene un papel importante a cumplir. Más aún, la expectativa de devaluación actual observada en el mercado de futuros a diciembre de 2018 implica, respecto de igual mes de 2017, un porcentaje superior al 20%.
La tercera consideración está relacionada con la tasa de ajuste salarial. Los sindicatos han negociado, casi siempre, sobre la base de la tasa de inflación pasada. Así fue durante 2016. Dado que la inflación efectiva de ese año fue superior a la de 2015, se produjo una caída de consideración en el poder adquisitivo de las remuneraciones. En 2017, la negociación fue una mezcla de tasa esperada de inflación (en algunos casos incluyó un reconocimiento de todo o parte de la pérdida real salarial ocurrida durante el año anterior), que era claramente menor a la de 2016, más una cláusula gatillo en el caso que la inflación anual superara el ajuste pactado.
El año 2018 aparece semejante al año anterior desde la perspectiva sindical. Por un lado, un ajuste derivado de la aplicación de la cláusula gatillo, cuando correspondiera, más un incremento basado en la inflación esperada y no en la nueva meta de inflación del gobierno que, sin embargo, podría ser inferior a la inflación de 2017 (25%), y el sostenimiento de la las cláusulas gatillo. La posición oficial excluiría la continuidad de la cláusula para el corriente año, y un ajuste lo más cercano posible a la nueva meta de inflación. El resultado de esta pulseada es aún incierto, aunque lo más seguro es que la tasa de ajuste salarial final será superior a la meta de inflación.
En suma, excepto en el caso de la aritmética de la tasa de inflación basada en un ajuste de los precios regulados estimado por el BCRA, y de su traslado a los demás precios de la economía en las proporciones que se verificaron durante el año anterior, la tasa de inflación esperada por la mayoría de los analistas y consultores supera a la meta del 15% en valores que, por ahora, se ubican entre 3 y 5 puntos porcentuales más.