Publicado en Los Andes, 4 de septiembre de 2016
“Treinta mil desaparecidos”. Se nos dice que se trata de una cifra simbólica; de un adjetivo que indica la desmesura del horror. No busquemos precisiones, pues en la redondez inalterable de la cifra está la clave que sostiene todo el arco de los derechos humanos. En suma, se nos dice que se trata de un mito.
Los mitos ocupan un lugar fundamental en cualquier cultura, pasada y presente. Explican lo inexplicable para la razón y sostienen las creencias y los valores. No se trata sólo de los viejos mitos, de Osiris o de Edipo. En el secularizado y desencantado mundo moderno los mitos cívicos o políticos ocupan el lugar dejado vacante por la religión. Nuestra nacionalidad, por ejemplo, reposa sobre el mito fundador del 25 de mayo de 1810; la clásica narración del nacimiento de la patria viene acompañada por otros mitos menores, como el sargento Cabral, el tambor de Tacuarí o las niñas de Ayohúma, y algunos mayores, como el de los héroes fundadores.
Es tarea de los historiadores examinar y desarmar estos mitos y presentar verdades menos cómodas. Por ejemplo, explicar que la nación no surgió un día sino que fue el resultado de una lenta construcción, sólo madurada a fines del siglo XIX. Para el historiador preocupado por cuestiones públicas, como la educación escolar, las cosas son más complicadas. Es difícil conmover a un niño con algo tan abstracto como la patria sin la ayuda de un relato mítico. Sólo cabe discutir a qué edad el niño madura como para saber que la nación es una creación histórica, o que los héroes fueron personas notables, pero con todas las características de los restantes humanos.
¿Qué hace un historiador con la cifra de los 30.000 desaparecidos? Comienza constatando que, después de más de treinta años, sólo se han reunido referencias positivas sobre unos 9.000. Nadie reclamó ni dio precisiones sobre los 21.000 restantes; ni padres ni amigos ni familiares. Y ya no vale el argumento del miedo y el silencio. Luego conjetura sobre el origen de esa cifra y sobre la escasa posibilidad que tuvieron en ese momento -plena dictadura- las organizaciones de derechos humanos para reunir una información precisa. Finalmente recuerda las excelentes razones que las mismas tuvieron entonces para lanzar una hipérbole contundente y útil sobre la que, en definitiva, se fundaría la democracia.
Habría razones para mantener ese mito. Si estamos convencidos de que la democracia sigue amenazada por las oscuras fuerzas de la dictadura. Si tenemos poca confianza sobre las capacidades de intelección o la solidez de las convicciones de nuestros ciudadanos. Si, en suma, los seguimos considerando como niños. Pero no es éste el caso.
Además, aceptarla sin más supone otro conflicto para quienes nos sentimos comprometidos con la defensa de la democracia y los derechos humanos. El mito de los 30.000 desaparecidos, importante para el deber de “memoria”, entra en colisión con otro deber: la “verdad”.
No se puede construir la democracia sobre la falsedad. Nadie podría decidir que la búsqueda de la verdad deba detenerse ante un mito. No es admisible descalificar la búsqueda esgrimiendo la sacralidad del mito. Esto se le puede pedir a una comunidad religiosa pero no a la ciudadanía madura. Quienes la buscan no deberían conformarse con murmurar, como Galileo después de su obligada retractación, “y sin embargo se mueve”.
¿Por qué debemos seguir adelante, indagando sobre el número real de desaparecidos? La pregunta sobre el funcionamiento preciso del Estado represor no es banal. Debemos saber a quiénes se mató desde el Estado, y cómo se los eligió. ¿Hubo un criterio unificado o bastó con figurar en una libreta de direcciones o estar en el lugar y el momento inapropiados? Eso creímos, por ejemplo, con las víctimas de “la noche de los lápices”, antes de saber que fueron seleccionados según objetivos precisos. Necesitamos un recto conocimiento de lo ocurrido en esos años para entender la anatomía y la fisiología del mal.
La aspiración a la verdad debe llevarnos más allá de ajustar las cifras. Tenemos que discutir y cuestionar los criterios con los que hemos confeccionado, entre tantos muertos, la lista de las víctimas que deben ser conmemoradas. Es una cuestión que atañe a la democracia en su conjunto y que, por eso, debe ser hecha con una perspectiva más amplia que la de los familiares, comprensiblemente subjetiva.
¿Por qué se computan sólo los muertos a partir de marzo de 1976 y no los de años anteriores, ya fueran víctimas de la Triple A o de las organizaciones armadas? ¿Por qué están en la lista los que asaltaron el Regimiento de Monte, en Formosa, y no los soldados conscriptos que murieron defendiéndolo? ¿Por qué se reconoce oficialmente sólo a quienes estaban vinculados de algún modo con las organizaciones armadas, y no a las víctimas de esas organizaciones, muchas de ellas casuales?
No se trata aquí de una cuestión judicial sino de comprensión del pasado, de memoria y de historia. Dejemos para otra ocasión las urticantes cuestiones de la manipulación del mito con fines espurios o las oscuras derivas de algunos de sus custodios. Aun así, la democracia requiere que -sin desvalorar lo hecho por las organizaciones de derechos humanos- superemos una mirada sectorial y examinemos lo ocurrido como una tragedia que le sucedió al país, que nos sucedió a todos.
Requiere que, además de deslindar responsabilidades, examinemos el pasado desde una perspectiva humanista a la que las organizaciones de derechos humanos parecen renunciar cuando se embarcan en el camino sectario. Quizás lo mejor sea que la ciudadanía recuerde a todos los muertos en la tragedia, reunidos sin distinciones en un memorial común, como lo propuso el recordado Héctor Leis.
Superar el trauma requiere conocerlo, iluminarlo con la verdad. La búsqueda de la verdad no puede clausurarse ni con el epíteto de “negacionista” ni con la condena social o política de quienes, con espíritu libre, plantean el debate. La cifra de 30.000 desaparecidos tuvo su razón de ser, y es probable que aún la tenga para un grupo sensible. Admitamos que quizá no sea éste el momento de abordar la cuestión, aunque la exigencia de la verdad nos acucie. Pero sepamos que en algún momento deberemos haber crecido lo suficiente como para mirar el pasado de frente.
El autor es Socio del Club Político Argentino.
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