Los sindicalistas extravían su histórica y proverbial habilidad para decodificar el mundo que los rodea. Están donde están hace muchísimo tiempo, se hicieron añosos y varios parecen demasiado ricos. Con menos afiliados que antes y más divididos que nunca.
Los asalariados relojean, inquietos. ¿Comenzará el gobierno una etapa de felicidad y crecimiento sin pausa? ¿O el hacha del corte sacará de raíz lo que queda de protección social y fundará una sociedad para empresarios?
Las encuestas –y las charlas de las personas entre sí– muestran esperanzas y temores de la gente común. La imagen de Mauricio está más arriba que nunca en el conurbano. Pero su propuesta laboral y previsional goza de mucha menos aprobación. ¿Será aplaudida la reforma con Macri ovacionado en triunfo? ¿O la crítica a los cambios arrastrará para abajo al presidente? Los números, se sabe, tienden al equilibrio en el mediano plazo. Por ahora, hay que esperar.
El dorado mundo del pleno empleo fue dinamitado por Menem con la complicidad de muchos gremialistas. Desde entonces, todo ha empeorado. Hay más pobreza, marginalidad, informalidad. No solamente no pudo ser reconstruido el tejido de las solidaridades, sino que la robótica amenaza los empleos que sobreviven. Y este parece el mundo que asoma.
El miércoles 15 parece haber habido fumata bianca. El pacto se abrochó entre Jorge Triaca y otros funcionarios con Daer, Schmid y Carlos Acuña. La idea dominante anuncia que el gobierno avanzará con poca resistencia luego de su resonante victoria en los últimos comicios.
No será sencillo. Los sindicatos se saben débiles, pero no están solos. El Papa está recibiendo en Roma a la CGT, junto con centrales obreras y gremialistas de docenas de países. Un acto que trasmite un propósito: el compromiso mundial de la Iglesia con los trabajadores.
Mueven las blancas
Francisco terminó de alinear a su tropa criolla. El Episcopado está encuadrado –más allá de algún quejoso o adversario supérstite– y los alfiles del Papa ocupan todos los cargos decisivos. Desde la presidencia de la Conferencia Episcopal, pasando por el arzobispo de Buenos Aires hasta los flamantes titulares de la Pastoral Social y Cáritas.
Oscar Ojea, nuevo presidente del Episcopado, debutó remarcando que “la deuda social es enorme” y encomiando la idea de “una justa distribución”. Hace poco, antes de asumir como líder de los obispos, había convocado contra el uso de la violencia estatal en medio de la ocupación de la planta de Pepsico.
Para que no queden dudas, curas villeros son promovidos. El nuevo obispo auxiliar de Lomas de Zamora es José Ignacio García Cuerva. Misiona en la villa de La Cava. Aseguran algunos feligreses que antes del comicio de gobernador de 2015, arremetió con más o menos las siguientes palabras: “La droga es la muerte. Hay un candidato que quiere legalizar la droga”. Otro obispo será Gustavo Carrara, que trabaja en la temible 1-11-14 del Bajo Flores. Son curas que favorecieron, se repite, la consagración de María Eugenia Vidal como gobernadora.
Hasta monseñor Marcelo Sánchez Sorondo –alguno recuerda su entusiasmo por Carlos Menem y sus opiniones tradicionalistas– compartió estrado en la CGT con Pablo Moyano, secretario general de Camioneros y cabeza del sector que enfrenta la propuesta laboral macrista.
Algunos ven una insoportable presión sobre las autoridades legítimas. Otras, una tabla de salvación contra las demasías de un esquema favorable al empresariado. Reconvertir el sistema liberal y tolerante sería inadmisible. Pero un cierto límite a una posible coalición de gobernantes y banqueros podría resultar simpático. La Iglesia argentina aún tiene una deuda: haber tolerado, cuando no incentivado, el gobierno de Menem. A cambio de la oposición al aborto y el estímulo material, cerró los ojos a la mayor catástrofe social de la Argentina en sus dos siglos de vida. Esta quiere ser otra Iglesia.
La voz de la OIT
Guy Ryder, director general de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), pasó por Buenos Aires para recordar que la reforma laboral debe “respetar las obligaciones internacionales” firmadas por la Argentina. Entre los objetivos irrenunciables destacó el “trabajo decente, de calidad, el respeto de los derechos fundamentales y la promoción de la justicia social”. “Estamos atentos a las conversaciones”, cerró. Algún diario, sin embargo, prefirió titular no con esta alerta sino con la parte protocolar de su gentileza: “me parece importante que exista diálogo, que el gobierno convoque al sector sindical y a los empresarios. No siempre pasa”. Ryder se había reunido antes con Juan Carlos Schmid, Pablo Micheli, Julio Piumato, Gerardo Martínez y Roberto Baradel.
Para los opositores al proyecto, el intento oficial buscar desterrar un principio jurídico que establece que los jueces “en la duda deben fallar a favor del trabajador” (in dubio pro operaio).
Qué obreros quiere la empresa
Es de suponer que el sindicalismo clasista tendrá una oportunidad de crecer si los trabajadores sienten que sus derechos se cercenan y/o sus jefes capitulan.
Y los empresarios deberán elegir un futuro. Muchos han preferido, durante décadas, subvencionar a los miembros –o al principal miembro– de su comisión interna para evitar enfrentar a dirigentes honestos pero combativos. El soborno era pequeño pero su efecto inmenso. Una forma de aislar –cuando no despedir– a los activistas luchadores. “Es más barato comprar un dirigente que dar aumento general”, piensan algunos sin remordimiento.
Pero todo cambia. Hoy las comisiones internas tienen mayor influencia clasista.
Habrá que ver, por otro lado, si los clasistas son perspicaces para aprovechar la ocasión. La desaprovecharon en 1984, cuando el proyecto de reordenamiento sindical impulsada por Raúl Alfonsín les permitía a las minorías participar en los órganos de conducción. Las izquierdas, en lugar de jugar todo a favor, se quedaron quietas o se opusieron. Todavía lo están pagando.
El desafío que llega
En el gobierno predomina el propósito de crear condiciones que den mayores incentivos y libertades al capital. En tal análisis, los emprendedores liberarán su potencialidad y promoverán un avasallante crecimiento de las fuerzas productivas, que empujará hacia arriba a la economía primero, con el consiguiente derrame de empleos y mejoras salariales.
Una idea que revolotea es que la falta de competitividad de los productos argentinos se basa en la baja productividad de los trabajadores. Debatible. Los resultados varían según la actividad. Y dentro de cada rubro, hay fuertes diferencias entre compañías. Pero aún aquellos sectores con mayor desfasaje exhiben déficits de inversión, carencias tecnológicas, ausencia de innovación en los procesos de producción, venta y distribución. Para no hablar de la tasa de interés que el Banco Central sigue subiendo, y va convirtiendo toda actividad productiva en incapaz de seguir el ritmo de los rendimientos financieros. No hay una mono-causa para el estancamiento argentino.
Las objeciones al cambio también nacen de la experiencia. Los intentos de favorecer a las empresas terminaron perjudicando al trabajador sin revertir la decadencia nacional. Desde la remota eliminación del laudo –el 22% que recargaba los precios en los restaurantes con destino a los mozos y personal gastronómico–, un total fracaso, ya que los precios no bajaron como se había anunciado con bombos y platillos. Durante el menemismo la caída de derechos obreros empeoró la vida de los trabajadores sin mejorar la performance de la economía.
¿Y ahora? El desafío está arrancando…