miércoles 4 de diciembre de 2024
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Cien años en soledad

Hoy cumple cien años la Revolución Rusa. Aquellos sucesos que repercutieron en todo el mundo y transformaron al país del totalitarismo zarista en la dictadura del proletariado no tendrán actos oficiales de recordación. Si uno recorre hoy las calles de San Petersburgo –sede de la capital zarista– o las de Moscú –capital de la Unión Soviética– verá en todos los edificios públicos la hoz y el martillo –o el CCCP– o bustos de Lenin, en claro indicio de que Rusia intenta integrar su pasado revolucionario con su actual explosión capitalista. La excepción es Joseph Stalin, la figura más controvertida de aquella dictadura. Del georgiano no queda traza pública alguna.

El monumento a Marx en la plaza frente al Bolshoi de Moscú pervive porque, a pesar de haberse ordenado su remoción, reducir a escombros ese prodigio granítico resultaba tan dificultoso que sobrevivió para convertirse en lugar de encuentro de los “camaradas” del Partido Comunista.

El Kremlin, presidido por el férreo Vladimir Putin ha resuelto que no hay nada que celebrar, que la unidad de la nación está por encima de aquella gesta que “agrietó” al pueblo ruso. “La unidad y el patriotismo fueron el apoyo más fiable para el pueblo en años de sufrimiento”, señaló Putin. “El respeto a la patria, su cuidado, la lealtad a la amistad sincera y el rechazo a cualquier presión exterior son el armazón del sistema estatal ruso, nuestro código genético y cultural”, remató el amigo de Donald Trump, a propósito de la inminencia del aniversario.

El Hermitage de San Petersburgo alberga en estos días una exposición en donde se hace referencia a la revolución, remarcando el asesinato de la familia real y los saqueos que sufrieron esas instalaciones, en ese momento la residencia de Nicolás II, su familia y su corte. Una exposición equilibrada que muestra el gradualismo con el que el pueblo ruso ha transitado el cambio de régimen. La sepultura de los restos de la última familia Romanov en el poder, en 1998, en la catedral de Pedro y Pablo –sepulcro de todos los zares rusos desde Pedro I– fue una clara acción en ese sentido.

El Partido Comunista de Rusia, hoy la principal fuerza política de la oposición, celebra con una enorme marcha la gran revolución de octubre, aquella que “abrió las puertas en todo el mundo a la conquista de derechos sociales para todos los trabajadores” –según argumentan los organizadores–.

Además de la búsqueda de unidad, suena plausible que la consagración oficial de acciones revolucionarias no sea oportuna en el marco de turbulencias geopolíticas producto de los estertores del derrumbe del Muro. Las llamadas “revoluciones de colores” de Georgia (2003), Ucrania (2004 y 2014) o Kirguistán (2005), atentan contra el poderío de una Rusia que no ha abandonado sus pretensiones de liderazgo regional y mundial.

Putin, el 30 de octubre pasado declaró, durante una reunión del Consejo de Derechos Humanos, que “Este centenario tiene que convertirse en un símbolo de la superación de la división social que se produjo hace cien años”, en el marco de la inauguración un monumento dedicado a las víctimas de la represión política durante el período soviético, llamado: el Muro del Dolor. Y señaló que esos años de sufrimiento provocado por las manos del Estado “nunca deben apartarse de la memoria nacional”.

Desde el año 2006 la organización de derechos humanos Memorial, reúne a cientos de personas en la Plaza Luvianca, frente al edificio donde funcionara la KGB para leer en voz alta el nombre, ocupación y fecha de ejecución de unos 30.000 moscovitas, sólo una pequeña parte del millón estimado que fueron eliminados por el régimen soviético entre 1937 y 1938.

De los problemas soviéticos a los del capitalismo, Rusia ha transitado un camino lleno de conflictos. La crisis de Crimea –su anexión– y la de Ucrania han tensado las relaciones con Occidente desde donde se han impuesto sanciones económicas que son utilizadas por Putin para movilizar a su pueblo ante la amenaza externa. Con una economía dependiente de los hidrocarburos y con reformas económicas pendientes, Rusia construye su camino hacia la modernidad con avances y retrocesos, ejercitando sus primeros pasos democráticos, un republicanismo raquítico y reformas económicas pro mercado. La ruta será larga, y en el equipaje siempre estará el legado europeizante de los zares y el impresionante experimento de la Unión Soviética, del que la revolución será un hito, bullicioso o silencioso, pero perenne.

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