Hubo sol, se nubló, fue ventoso, amenazaba la lluvia. No fue un clásico día peronista. Para colmo, era 17 de octubre. Se celebraba el día de la lealtad. Pero ¿lealtad a quién?
¿Qué es hoy el peronismo? ¿Sigue motorizando la fuerza dominante de la política argentina? ¿O apenas queda un recuerdo que da votos, como repite Julio Bárbaro?
Hoy, las fotos lo dicen todo.
Por un lado, los viejos caudillos sindicales (Moyano, Barrionuevo, Caló) se juntaron con Duhalde, lo más parecido a un patriarca que puede exhibir el peronismo. ¿Qué duda hay que tales referentes rezuman peronismo? Pero es un peronismo con tufillo a naftalina.
Otro símbolo fue el programa Intratables. ¿Es posible imaginar un cuarteto más peronista que el de Julio Bárbaro, Carlos Campolongo, Roberto Di Sandro y Aldo Pignanelli? Si alguien busca tradición peronista, ellos la encarnan como nadie. Pero hoy no tienen la representación del poder territorial, el único que el justicialismo reconoce.
Cristina Fernández hizo un acto en su estilo. Los fieles a tres mil kilómetros, en el teatro de la Sociedad Hebraica Argentina. Ella, inalcanzable como una emperatriz, envió su imagen desde el Calafate, como Perón desde Madrid. Un método dudoso cuando hace falta capturar referentes; ellos no suelen aceptar semejante asimetría.
CFK se tiene fe: “Estoy segura de que cuando llegue el momento de la verdad, en el peronismo se dejarán de lado todas sus diferencias y la unidad primará”. Es su apuesta: que ningún peronista alcance intención de voto y que el PJ, in extremis, le ofrezca la candidatura a senadora por la provincia de Buenos Aires. A eso juegan sus últimos fieles.
Para la mayoría de los caciques peronistas ese escenario sería una pesadilla. CFK puede conseguir muchos votos, pero jamás volverá a ganar la presidencia. Y tampoco permitiría crecer a otro a su lado. En medio de una década larga de poder, Scioli fue víctima de este esquema. El futuro será igual o peor.
El peronismo bonaerense podría ir en dos o tres listas diferentes. Incluso corre el riesgo de confluir con Massa en una lista transversal, mientras CFK consagra un nuevo peronismo que poco tendrá que ver con aquel de trabajadores sindicalizados.
La provincia estrella
Otros, en cambio, sospechan que el peor fantasma es una diáspora definitiva. Una vez más, la provincia de Buenos Aires, la provincia estrella que consagró tantas victorias peronistas y tantas derrotas a sus rivales. El voto de la provincia de Buenos Aires liquidó muchas presidencias: la dictatorial de Uriburu en 1931, la de Frondizi en 1962, la de Illia en 1965, la de Alfonsín en 1987 antes de sepultar a De la Rúa en 2001.
Pero tampoco el peronismo salió indemne: Buenos Aires sepultó los sueños reeleccionistas de Menem en 1997 y de CFK en 2013, además de arrancarle la mayoría al kirchnerismo en 2009. Y fue Buenos Aires la que consagró a Alfonsín en 1983 y a Macri en 2015.
No siempre mandan los mismos
No siempre fue igual el peronismo. Pasó de tres partidos –Laborista, Radicales disidentes, Centros cívicos conservadores– al partido único de la revolución o Partido Peronista. Culminó su primera década con tres ramas: Sindical, Política, y Femenina. Eso terminó en 1955.
Durante la resistencia, pulularon las agrupaciones flexibles que se creaban y desaparecían hasta que las guerrillas se convirtieron en formaciones especiales mimadas desde Madrid por el líder exilado. La normalización de 1972-73 rescató las viejas tres ramas y agregó, como homenaje a las formaciones especiales, una cuarta, la Juventud. Pero la Juventud Peronista de las Regionales reprodujo una estructura propia: la Juventud Trabajadora Peronista rivalizó con las 62 Organizaciones Peronistas. El Movimiento Evita disputaba con la Rama Femenina y se crearon fracciones como el Movimiento Villero Peronista o la Juventud Universitaria Peronista.
Perón aguantaba muchas cosas, pero nunca que se pusiera en duda su liderazgo. Algunos cuadros decididos (que después se sumarían a Montoneros) liquidaron al neoperonista y poderoso Augusto Vandor y luego Perón se encargó de las formaciones especiales.
El gremialismo condujo la campaña de 1983. La derrota lo confinó a martillo del peronismo para golpear contra Alfonsín. El bacará cambiaba de manos. Los jefes políticos invocaron el descrédito de los gremialistas. Inventaron la Renovación Peronista y se fueron quedando con la mayoría de los cargos y las decisiones.
Carlos Menem rompió al gremialismo combativo que había ayudado a desmoronar a Alfonsín. No quería que le pasara lo mismo y comprometió a la mayoría de los sindicatos a una política seguidista de su modelo neoconservador y neoliberal. Lorenzo Miguel y Ubaldini quedaron en minoría. Su bandera será retomada por Hugo Moyano.
Eduardo Duhalde vuelve a las fuentes y se amiga con los sindicatos. Pero la fuerza ya no residía ahí sino en los gobernadores.
Los gobernadores tuvieron su momento de gloria durante la administración De la Rúa. Caída la Alianza, aceleraron el adiós de Adolfo Rodríguez Saá y condicionaron la presidencia Duhalde.
Fue su último gran papel. Luego, el kirchnerismo desinfló la coparticipación, se apropió de los crecientes recursos de las retenciones y exigió subordinación absoluta a cambio de su gracia. Los gobernadores aceptaron. Les sirvió para perpetuarse pero dejaron de ser actores nacionales. No tuvieron injerencia en las políticas públicas y se limitaron a rogar aumentaran los recursos de sus comarcas. Tuvieron más recursos, pero al prosternarse desaparecieron como decisores. Fueron sumaos a la nobleza imperial española pero despojados de todo poder y mando fuera de sus jurisdicciones. Dejaron de ser barones, se convirtieron en cortesanos.
Los gobernadores necesitan de fondos federales. Para colmo, las provincias grandes están fuera del control peronista (Córdoba, la excepción, sostiene una relación tan lejana con el PJ que fue la provincia que mejor garantizo la victoria de Macri sobre Scioli).
Por eso, hoy, sin las tradicionales ramas política y femenina, con los gobernadores desvencijados y los municipios sin visión nacional, el peronismo vuelve a mirar a los que siempre mantuvieron las banderas de un poder que conservan hace décadas. Los sindicatos. Que están partidos, peleados, se desconfían. Pero, al fin y al cabo, tienen más derecho que nadie a retomar aquello de “columna vertebral del peronismo”.
Hoy vuelve el sindicalismo. Muy dividido, con menos afiliados que nunca, con un futuro dudoso a partir de la muerte del trabajo que pronostican la sustitución de personas por robots. Pero cada vez que el peronismo fue al llano, fueron los sindicatos los que se hicieron cargo del esfuerzo de torpedear y desgastar a los okupas (es decir, todo inquilino de la Casa Rosada que no proviniera del PJ).
El sindicalismo fue el martillo. Contra Frondizi, contra Illia, incluso contra Lanusse y Cámpora. Contra Alfonsín. El peronismo del llano carecía de fondos y estructuras. El sindicalismo puso uno y otro. Sobre todo en tiempos de Onganía, el más prosindical de los presidentes argentinos que les regaló el manejo económico de las obras sociales, un aporte obligatorio para todo trabajador en blanco (que eran casi todos) al tiempo que el resto de los partidos quedaban privados de financiamiento y hasta de sus locales, todos ellos confiscados Por el Estado militar.
Mientras cavila sobre su destino, el peronismo tendrá que darse otra respuesta. Saber si coincide con lo que dijo este mismo 17 de octubre Guillermo Fernández Vara, uno de los jefes del Partido Socialista Obrero Español y Presidente de la Comunidad Autónoma de Extremadura: “somos un partido de gobierno. Un partido que es de gobierno o gobierna o tiene que dejar gobernar”.