Esta propuesta apunta a atenuar los efectos nocivos de una memoria traumática del pasado que ha llegado a ser hegemónica, y a estimular la construcción de otra, abierta y plural, acorde con la democracia que muchos aspiramos a consolidar.
La propuesta involucra en primer lugar a los actores de la sociedad civil que puedan actuar en los diversos ámbitos donde se alojan y reproducen aquellas formas traumáticas, abriendo el debate sobre cada uno de los núcleos temáticos que la articulan.
En segundo lugar, implica al Estado en dos aspectos. El primero: su capacidad para promover y organizar los debates de la sociedad y sintetizar e instrumentar sus resultados. El segundo: su papel, muy activo, que ha tenido y sigue teniendo en la constitución de memorias sociales. En este caso, el Estado, sus agencias y sus políticas deben ser objeto de un examen, realizado desde la sociedad civil.
1. El problema
Superada la etapa de la normalización institucional, económica y política, el horizonte de 2030 requiere discusiones y debates sobre diferentes cuestiones generales. Pero la discusión pública de cualquier cuestión general se encuentra hoy perturbada por una suerte de malestar localizado en nuestra memoria histórica. Se trata de una presencia intrusiva de cuestiones del pasado, que define a priori y rígidamente a los actores, conforma ideas y posicionamientos maniqueos, alienta los comportamientos excluyentes y facciosos y hasta bloquea los diálogos.
Este malestar en la memoria se origina en primer lugar en lo que suele llamarse el “pasado reciente”, que alude principalmente a la década de los setenta en sus dos fases, la revolucionaria y la dictatorial. Para muchos -actores, espectadores y generaciones jóvenes, receptoras de relatos- hay conflictos no saldados, culpables no castigados, víctimas no reconocidas y sobre todo una lucha por la interpretación de lo que pasó. En torno de estas cuestiones continúa desarrollándose un intenso combate por la memoria.
Ese malestar cercano y específico se vincula con una mirada más general sobre la historia de la Argentina, interpretada en términos de posturas excluyentes, conflictos insolubles y actores articulados en líneas que, sin grandes cambios, transcurren desde el pasado al presente, de modo que sus protagonistas han librado y libran un único y eterno combate.
La más fuerte de esas versiones suele denominarse revisionista, nacionalista o popular; la variedad de nombres muestra los diversos cauces por los que transcurre esta versión, cuya fuerza reside en su plasticidad y capacidad de adaptación. Mientras han caducado otras versiones, que fueron fuertes en su momento, ésta se ha implantada sólidamente en el sentido común y la memoria pública y constituye el modo natural de interpretar el pasado, el que da las respuestas automáticas, el que se interpela con más facilidad. Promesas de grandeza nacional no cumplidas, realizaciones populares frustradas, enemigos internos al servicio de intereses antinacionales y antipopulares son los elementos que le dan a esta versión un carácter traumático.
En los últimos años, el así denominado relato del kirchnerismo empalmó de manera creativa el relato de la historia larga del país y el del pasado reciente, articulados por el “setentismo”, entendido como versión retrospectiva y nostálgica de algunos procesos de los años anteriores a 1976. Este período fue interpretado como el momento de realización plena de lo nacional y popular, y su derrota aparejó las acciones terroristas estatales que están en la base de los relatos sobre el pasado reciente. Los tres elementos -la versión nacionalista, el setentismo y los relatos del pasado reciente- se confirmaron y potenciaron recíprocamente, y alcanzaron una solidez y eficacia mucho mayor que la de cada uno de ellos por separado. Conformaron una síntesis que no necesita de rigor lógico ni de fundamentación empírica para desplegar su capacidad para integrar de todo tipo de voces disruptivas y conflictivas.
Para ello fue decisiva, en los años kirchneristas, tanto la acción sistemática del Estado como la colaboración de muchos militantes. Entre ambos la instalaron en los lugares estratégicos: los ámbitos educativos, así como y otros muchos espacios donde se conforma la memoria pública. En un amplio sector de la sociedad, el relato kirchnerista remodeló las ideas espontáneas y naturalizadas, al punto de que pudieron atribuirse el triunfo en lo que llamaron la “batalla cultural”. Sus efectos políticos fueron contundentes, tanto para la galvanización de los partidarios como para definir los términos de las discusiones y los campos. Surgió así una “historia oficial” hegemónica, acorde con el tipo de democracia de ese período.
Con el kirchnerismo fuera del gobierno, este relato permanece sólidamente instalado en los lugares de influencia sobre la memoria histórica. Funciona como aglutinante, suministra los argumentos confrontativos y conserva la capacidad para reducir cualquier discusión a sus términos, bloqueando las discusiones públicas propias de una democracia plural. Aquí reside el problema que quiero plantear.
2. El poder de la historia
Los relatos del pasado -que genéricamente denominamos historia- tienen un poder especial en la conformación de las ideas colectivas. El pasado interpela y constituye identidades, ofrece una clave interpretativa del presente y proyecta un destino. A la inversa, los proyectos políticos que nacen mirando al futuro suelen necesitar, en algún momento, construir una filiación histórica, una respuesta al “quienes somos y de dónde venimos”. La construcción de narraciones se desarrolla en el mismo espacio público donde se dirimen otras confrontaciones. La memoria del pasado es un campo conflictivo, y en él se construyen armas políticas poderosas. La pregunta sobre quién las construye y para qué lo hace no es trivial.
El lugar del Estado es decisivo. Debería contribuir a construir una visión del pasado adecuada al interés general de la sociedad para el presente y el futuro, más allá y por encima de opiniones particulares. Pero, como señalamos en relación con el período concluido en 2015, quienes gobiernan el Estado pueden utilizar los diversos recursos de poder para la construcción de relatos partidistas, y así lo hicieron en la era kirchnerista.
Vamos a sugerir que el Estado intervenga para estimular la construcción de una historia pública adecuada para una sociedad democrática y plural. Para eso es necesario, en primer lugar, precisar quienes son los que tienen capacidades profesionales para elaborar relatos del pasado y, por otra parte, señalar los lugares de elaboración de ese pasado en los que una política de interés público puede incidir.
Los constructores de memorias históricas son muchos, de especialidades variadas y campos de acción diferenciados. Entre ellos, los historiadores de profesión son un grupo pequeño, cuya participación, aunque no es decisiva, tiene importancia. Junto con ellos, en distintos momentos, los papeles decisivos correspondieron a otros actores. Tradicionalmente se asignó a los poetas una clarividencia sobre el pasado y el futuro: Virgilio, Victor Hugo, y hasta Borges. En el siglo XIX fueron los novelistas: Balzac, Tolstoi o Galdós. En el siglo XX apareció el periodismo de investigación, género muy afín con la historia. Actualmente, los autores de best sellers, los cineastas o los productores televisivos son mucho más importante.
Vale la pena subrayar una característica de los tiempos actuales, que explica en parte la consolidación de una versión ya asentada: Los creadores -salvo que trabajen para el Estado- están directamente influidos por el mercado, y consecuentemente, toman en cuenta las expectativas y el sentido común de los consumidores, de modo que el factor de reconocimiento -contar la historia que su audiencia ya conoce- es muy importante.
En cuanto a los lugares de difusión, recreación y consolidación de esas versiones, el primero es sin duda la educación. Los docentes aportan a sus alumnos ideas, provenientes de su formación profesional, pero también influidas por el sentido común dominante, y quizá reforzadas por algún tipo de militancia. La deteriorada formación docente probablemente no les suministró instrumentos críticos para modificarla, y los contextos facciosos, como el reciente, los afectan tanto como a cualquier otro.
El Estado tiene una capacidad de intervenir en la educación importante, aunque limitada por las resistencias, conscientes o inconscientes, de docentes y funcionarios, por lo que sus intervenciones deben apuntar al largo plazo, y apoyarse en lo que se haga en el ámbito civil. Los objetivos estatales de largo plazo pasan por la jerarquización y mejora de los institutos de formación docente y los programas de capacitación, como los postítulos. Pero en otros aspectos el Estado puede operar más directa y rápidamente: programas de estudio, libros de texto y sobre todo materiales de apoyo que, como los televisivos o los que circulan en internet, pueden llegar simultáneamente a docentes y alumnos. Este ha sido uno de los terrenos donde más intensamente se ha trabajado en los años kirchneristas.
Un segundo terreno son las celebraciones conmemorativas y los feriados. En este caso, los conflictos por la memoria son transparentes, tanto en la elección de las fechas como en el sentido que se le da, e incluso la decisión de que sea fijo o móvil; basta pensar en los casos del 24 de marzo o del 2 de abril. Algo parecido ocurre con los museos. La creación de nuevos museos está unida a una intervención clara en la memoria colectiva; el rediseño de los guiones de los existentes también constituye una intervención, que puede ser sutil o grosera. El caso de los monumentos está muy cerca de nuestra experiencia cercana, lo mismo que la denominación de calles, plazas o estaciones de trenes o subtes. En el ámbito de los medios, y especialmente en el cine, el Estado interviene fuertemente mediante mecanismos promocionales.
Desde diciembre de 2015 las intenciones globales del gobierno marchan en otro sentido. Pero está lejos de haber modificado el comportamiento de sus agentes, en parte porque el Estado es complejo y difícil de manejar y en parte porque el gobierno ha optado, por decisión y por necesidad, por una política gradualista general, que también se manifiesta en este campo.
Señalo un caso especial: Wikipedia. Se trata de una creación abierta a la opinión experta: el modelo de una sociedad civil sana. Sin embargo, en los años kirchneristas todas las entradas referidas a la historia argentina, lejana o cercana, han sido objeto de fuertes intervenciones para instalar el relato dominante. Probablemente fue el resultado de una acción concertada, cuyas características ignoramos.
3. El aporte de los historiadores
Es necesario sacar a nuestra memoria del pasado de la trampa en la que está metida. Hay que desarmar una versión hegemónica, sólidamente instalada, que obstruye la relación fluida y sana de la sociedad con su pasado.
No se trata, de ninguna manera, de remplazarla por otra versión hegemónica. Sería imposible, pero sobre todo inadmisible. Creer que existe una versión correcta es contradictorio con los supuestos de una democracia plural. Pretender que esa versión se imponga con los métodos que recientemente se han usado sería repetir la historias que se quiere superar.
Se trata, en cambio, de recuperar una relación con el pasado plural, abierta al diálogo y a la confrontación, que esté revisándose y superándose permanentemente. Se trata, en suma, de tomar distancia de formas democráticas hegemónicas y propender a una memoria del pasado adecuada para una sociedad liberal y democrática.
Un buen punto de partida se encuentra en una definición clásica: los hechos son sagrados; la opinión es libre. Aunque algo simple, sirve para marcar un punto de inflexión respecto de la manipulación grosera de los hechos que hoy se hace, y recuperar la confianza en la posibilidad de una base de verdad en las reconstrucciones históricas.
Vale la pena, para no pecar de ingenuos, señalar los matices. Para los historiadores, la verdad es una aspiración, un horizonte hacia el cuál se va pero que nunca se alcanza. En parte porque el estudio del pasado, la investigación, tiene como presupuesto la revisión permanente de lo sabido. La historia es por definición revisionista. Pero además, los hechos siempre contienen una dosis de interpretación por parte de quien los estudia, que no se puede suprimir pero se puede controlar.
Todo el que estudia el pasado tiene una posición, una perspectiva, un criterio de valoración. Esto es inevitable. Lo más importante es reconocerlo honestamente. Luego, el oficio de historiador contiene una serie de herramientas para controlar su subjetividad. Finalmente -y esto es lo más importante- está abierto al juicio de sus pares, atentos a señalar no solo errores sino desvíos subjetivos. Todo esto da una base razonable para establecer, en un momento, cuáles son las diferentes interpretaciones aceptables de un hecho o un proceso: una verdad contingente, pero útil, que deja fuera infinidad de falsedades.
En cuanto a la libertad de la interpretación, ésta también es acotada. No toda opinión es válida. Debe ser compatible con el razonamiento, y por eso mismo, debe poder ser comprobada y sometida a refutación. Están excluidos el anacronismo, el maniqueísmo, la pasión obnubilante, la teleología, la fantasía, en sus formas radicales. El juicio de los pares suele ser muy importante en estas cuestiones.
Visto por la positiva, hay algunas herramientas del oficio del historiador que tienen especial significación para este trabajo de desmantelar una memoria no solo construida sobre bases tergiversadas o falsas sino, sobre todo, intencionada y sesgada.
Lo primero es tomar distancia de los problemas, reducir la pasión, enfriar el tema y analizarlo con serenidad. Es decir, apresurar algo que suele ocurrir con el transcurrir del tiempo. Recordemos que hace medio siglo era imprescindible tener opinión sobre la bondad o maldad de Rivadavia o Rosas, temas que hoy podemos mirar con tranquilo distanciamiento. Algo parecido ocurre con Juan Domingo Perón.
En segundo lugar, debe evitarse el anacronismo, la idea simple de que en el pasado sucedieron cosas iguales al presente. Más allá del fatalismo paralizante que esto provoca, hay un error muy grueso. El pasado es totalmente distinto del presente, con sus propias realidades, sus valores y sus sentidos, y quien lo examina debe preparase, como un antropólogo, para recorrer un territorio ignoto, pero lleno de semejanzas engañosas.
Lo tercero de este repertorio básico de herramientas de historiador es su propósito ha de ser comprender, antes que juzgar. Para el historiador, el juicio -ético o jurídico- implica una limitación: dividir la realidad en dos partes tajantemente diferencias. A fuerza de juzgar, el historiador llega al maniqueísmo. Comprender, en cambio, implica percibir la variedad de la experiencia humana, sus múltiples razones y causas, el peso de los condicionantes o circunstancias, y su despliegue en lo que finalmente no es blanco o negro sino una amplia gama de grises.
El propósito público de una revisión de la historia realizada con el criterio de los historiadores es devolverle a los ciudadanos un pasado menos maniqueo, menos conflictivo y sobre todo menos simple. Liberado de sinos traumáticos, y enriquecido por una comprensión más compleja, cada ciudadano podrá sacar sus conclusiones, que sin duda contendrán un elemento moral, pero basado -si no en la verdad- en una explicación mucho más cercana a lo que realmente ocurrió. Se trata de una tarea terapéutica, que le puede permitir a la sociedad superar sus traumas y seguir adelante.
4. Una política de Estado sustentada en la sociedad civil
Se trata de una tarea larga y compleja, que requiere paciencia y consecuencia y en la que deben intervenir tanto el Estado como diversos actores de la sociedad civil.
El impulso ciudadano es fundamental para que una empresa de este tipo pueda ser lanzada. Para abrir el debate, e intervenir eficazmente, se necesita un pequeño ejército de “hombres de buena voluntad” que tengan voz pública, que deberían sumarse y hacerse escuchar en los territorios en disputa. En primer lugar, en el ámbito de la educación. Luego, en los diarios, la política, la prensa, la producción fílmica y televisiva, los medios en general, donde los protagonistas son, además de los historiadores de oficio, los escritores de ficciones históricas, los divulgadores, los periodistas, los políticos, los que opinan.
Este es un territorio abierto a la controversia, en el que el sentido común dominante es impermeable a las intervenciones aisladas, pero podría ser modificado mediante la suma de intervenciones individuales o colectivas medianamente coincidentes. Para ello deben unirse la intención de hacerlo -es decir la toma de conciencia de la importancia del tema de la memoria del pasado- y los conocimientos adecuados para plantear correctamente las alternativas.
De esa parte de la sociedad civil debería surgir una gran convocatoria, que incluya a gente de todas las tendencias, incluso a quienes han colaborado en la construcción de la versión sometida a crítica. Porque se trata de remover y poner en discusión, y no de establecer un nuevo credo. No debe ser la tarea de quienes están a un lado de la brecha, sino de todos. O mejor dicho, de todos quienes acepten los principios básicos acerca de la verdad y la comprensión y acepten comprometerse con el pluralismo y la libertad. Además de personas, este movimiento debe alcanzar también a las asociaciones profesionales, a las academias y universidades. No sé a quiénes corresponde tomar la iniciativa. Pero, parafraseando al presidente Mao, para avanzar en esta batalla cultural prolongada es necesario que florezcan mil flores.
De la sociedad civil puede venir el lanzamiento, la puesta en agenda del problema, la apertura de los debates. En algún momento, se requiere la participación del Estado y de los sucesivos gobiernos a cargo. ¿Por qué habrían de hacerlo?
Me remito a una idea acerca del Estado y sus funciones formulada a principios del siglo XX por Émile Durkheim: además de sostener la ley y el orden y administrar las cosas y los hombres, el Estado debe ser el lugar en donde la sociedad reflexione sobre sí misma.
Durkheim imaginaba un proceso inicialmente impulsado por gobernantes y funcionarios, que lanzan una propuesta; la iniciativa recorre luego los distintos ámbitos de la sociedad, donde se la discute, se desarrolla la controversia, se reforma o acepta. Una vez legitimada por este consenso social, el Estado reasume la iniciativa, la instrumenta y la convierte en lo que suele llamarse una política de Estado.
5. Una auditoría del Estado por la sociedad civil
Esta idea de la relación entre el Estado y la sociedad civil es adecuada para cualquier política pública que quiera sostenerse en el tiempo, pero en este caso es particularmente relevante, pues lo que estará en examen será, en buena medida, las acciones, políticas e instituciones del propio Estado, desde la educación a los medios públicos.
El Estado debe someterse a una auditoría. Debe ponerse bajo examen todo lo que el Estado, por impulso de sus gobiernos, ha hecho en materia de la memoria del pasado, que es mucho. La auditoría debe ser hecha desde la sociedad civil. Al motivarlos y conferirles poderes de intervención, el Estado asegura que el interés civil se mantenga y estabilice. Nada muy distinto, finalmente, que cualquier otra iniciativa relacionada con la transparencia.
Luego debe promover el debate, abierto, amplio sostenido. Debe iniciar un camino que será largo y que, idealmente, no debería concluir nunca. Porque su objetivo es precisamente mantener permanente abierta la mirada sobre el pasado, para evitar que decante en visiones coaguladas. Una actitud abierta hacia el futuro se corresponde con una mirada siempre crítica sobre el pasado. Es el mejor remedio para la tendencia a las versiones duras y hegemónicas.
Pero hay un primer objetivo: romper el actual estancamiento y, sobre todo, el rígido corsé que el pasado traumático impone al presente. Este esfuerzo inicial, que demanda la enérgica intervención de un conjunto numeroso de militantes debe concluir en una modificación de las formas más evidentes de manipulación de las agencias estatales en la memoria.
6. Conclusiones
La memoria traumática de nuestro pasado -sobre todo en la versión hegemónica consolidada en los años kirchneristas- constituye un problema político, que afecta en la coyuntura y en el largo plazo.
La solución comienza por la identificación del problema y la conciencia de su magnitud. No son esperables resultados de largo plazo. Se requiere una participación activa de un numeroso grupo de ciudadanos que, cada uno en su campo, puede hacer un aporte, y es imprescindible la participación del Estado. Cada uno de ambos sectores -un grupo activo de la sociedad civil y un grupo que impulse la acción estatal- son necesarios. Ninguno de ellos es suficiente.
El propósito es abrir el pasado, mejorar las herramientas de comprensión -comenzando con el restablecimiento de la importancia de la verdad-, abrirlo a la discusión plural y mantenerlo abierto, de modo que nuestra relación con el pasado sea una suerte de espejo de la democracia en que queremos vivir.
Se trata de un camino largo, del que poco puede decirse hasta que se eche a andar. Nadie puede planificar cómo actuarán los ciudadanos. Pero hay un objetivo inmediato: revisar lo que el Estado viene haciendo en este terreno y comenzar a modificarlo de inmediato.
En cambio, el punto hacia el que se debe avanzar es claro: se trata de establecer una política estatal consagrada al auto examen de la memoria histórica, su liberación de los factores traumáticos propios de una versión cerrada e intransigente, y la devolución a la relación entre los hombres y su pasado de una dinámica que nos permita discutir el presente y diseñar el futuro.