Desde finales del siglo XV, cuando comenzaron a gestarse en Europa los antecedentes del Estado-Nación, y hasta nuestros días, aún parece imposible concebir acuerdos más o menos inmutables sobre sus fronteras. Guerras y revoluciones han redibujado aquellas divisiones “políticas” –como los mapas que utilizábamos en la escuela– en los últimos 500 años, hasta definir que los territorios de nuestro planeta se dividen en 193 parcelas o Estados-Nación. Pero como esa división es política, los intereses de diversa índole mueven los mojones de las fronteras exteriores y surgen separatismos en su interior, desde Cataluña hasta el Tibet, desde Quebec hasta el Kurdistán, de Chechenia a los Mapuches. Los movimientos nacionalistas y separatistas de las más diversas ideologías siguen albergando el sueño romántico e identitario de la independencia, en contextos muy diferentes y con argumentaciones históricas, políticas y económicas que se despliegan en coyunturas distintas.
Cataluña y el País Vasco son en España los principales focos históricos de voluntades independentistas que, reivindicadas durante décadas, tuvieron en la férrea dictadura de Francisco Franco una mordaza de acero. La República subvertida por la sedición del “generalísimo” tuvo en Cataluña su último bastión. Esa historia, ese antecedente, pesa sobre la conciencia y la voluntad de aquellos catalanes que quieren separarse de España. Agravado por el hecho de que la transición a la democracia no tuvo, como en la Argentina, una Conadep, un juicio crítico sobre las atrocidades cometidas por Franco durante su tremenda dictadura. El separatismo es allí una pústula que explota. Mariano Rajoy, ese desdibujado conservador en el gobierno de Madrid no es Franco, claro, ni Barcelona es un nido de comunistas esperando en vano la ayuda de los soviéticos. Pero la historia pesa.
El contexto político también tercia. Las autoridades de la Generalitat, con Carles Puigdemont a la cabeza, iniciaron su proyecto secesionista en la atmósfera del debilitamiento de Europa, del Brexit y el surgimiento de la ola populista. Para lograrlo, el gobierno local torció las normas, porque la forma en que las leyes de secesión fueron aprobadas el 6 de septiembre fue escandalosamente antidemocrática.
El bloque pro-independentista, que tiene una mayoría escueta, pasó por alto las reglas del Parlamento de Cataluña y los derechos de los diputados de la oposición. Los dos actos legislativos se precipitaron en una sesión nocturna contra las advertencias de los abogados legales del Parlamento catalán e ignoraron la petición de los diputados de la oposición de que se emitiera una opinión del Consejo de Garantías Estatutarias.
Como resultado, el bloque de oposición (formado por socialistas, liberales Ciudadanos, el Partido Popular y algunos miembros de la izquierdista Catalunya Sí Que Es Pot) abandonó la sesión en protesta y no tomó parte en la votación. La Corte Constitucional española suspendió la legislación, pero las fuerzas de gobierno en Cataluña han jurado ignorar sus decisiones y continuaron con el proceso separatista. De hecho, han anunciado que habrá secesión, aunque el gobierno español impida el voto, o desconozca el resultado, haciendo que el referéndum sea un plebiscito sobre una decisión ya adoptada por una mayoría gobernante.
Todo ello equivale a una clara violación de las normas establecidas por la Comisión de Venecia del Consejo de Europa, que exige, entre otras condiciones, un proceso de igualdad de oportunidades, una administración neutral y una legislación al menos estatutaria. La UE invierte millones de euros en el fortalecimiento de la democracia parlamentaria en los países en vías de adhesión o en los países socios para evitar exactamente el mismo abuso observado en el Parlamento catalán.
Según la Constitución española, la soberanía recae en todo el pueblo español. Puede que esto se quiera o no, pero no es antidemocrático y está alineado con disposiciones similares en la mayoría de las democracias occidentales. Por caso, el proyecto de Constitución catalana no prevé la libre determinación dentro de sus fronteras futuras.
La economía es otro factor. Cataluña es poderosa, crece al 3,4 por ciento, en tanto que España lo hace al 3. El Banco de España ha dicho, a propósito de la cuestión catalana en su último boletín: “Las tensiones políticas en Cataluña podrían afectar eventualmente a la confianza de los agentes y a sus decisiones de gasto y condiciones de financiación”.
La agencia de rating Standard & Poor’s acaba de sumarse a la opinión del Banco de España: “Si persisten las tensiones entre el Gobierno central y la Generalitat, y no se resuelven, esto podría afectar a la confianza de las empresas y los inversores, y debilitar las perspectivas de crecimiento de la economía española”. Ahora bien, a renglón seguido mantiene la calificación crediticia de España y con perspectiva positiva.
No temen las consecuencias de la rebelión secesionista, incluso las de una eventual declaración unilateral de independencia. Más aún, no parece que crean en ese escenario. Es llamativa la tranquilidad de esos observatorios cuando hay pocas dudas de que la fragmentación de España tendría impactos graves para el conjunto del país y también para Cataluña.
El primero perdería lo que significa Cataluña en términos económicos: el 16 por ciento del PBI nacional, el 20 por ciento de los ingresos fiscales, el 18 por ciento de las empresas españolas, el 25 por ciento de las exportaciones. Y Cataluña perdería el principal mercado de gran parte de sus empresas y se asomaría a la desconexión de la UE y a la dificultad de financiarse.
En resumen, la represión del día del referéndum, de los tristemente célebres Guardia Civiles –hoy sin el característico tricornio asociado al garrote vil– agudizó el conflicto, en vez de atemperarlo, inflamó las posiciones en vez de apelar a la racionalidad, victimizando al pueblo catalán y clausurando cada vez más la única salida que tiene este conflicto: la deliberación política.
Una solución posible, sería una reforma de la Constitución española, incluyendo un mayor fortalecimiento del autogobierno de Cataluña, con un reconocimiento explícito de su carácter de Nación, al igual que con los vascos. Esto requeriría elecciones, mayorías calificadas y un referéndum a nivel nacional, tal vez seguido de un referéndum específico en Cataluña y el País Vasco.
Casi todos los países grandes de Europa presentan movimientos secesionistas. Por lo que este problema de España es también y sobre todo, un problema de Europa. Cierto es que la agudeza de la crisis es un peligroso retroceso de la política democrática española en su conjunto. Sus líderes, del PP a Podemos, con sus ideas mortecinas y oportunistas, han conducido a España a este desfiladero y han demostrado ser incapaces –hasta aquí– de encontrar una salida. En 1977, los “Pactos de la Moncloa” fueron resultado de líderes a la altura de la exigencia, tal vez haya que pensar en iniciar un camino hacia el Pacto de la Sagrada Familia, desactivando las posturas extremas mediante el diálogo y la negociación. La secesión va a contrapelo de la integridad de España y de la provechosa Unión Europea.