1939, 23 de agosto. En Moscú, sonrientes, Molotov, encargado de las Relaciones Exteriores de la Unión Soviética y Von Ribbentrop, su colega alemán, firman un
Pacto de No Agresión. Pocas veces se lo vio tan feliz a Stalin, testigo principal en la ceremonia. En Berlín, Hitler lo festeja a su manera.
En la segunda mitad de los años treinta Hitler había expandido el Reich nazi. En un plebiscito, el 90% de los austríacos votó por la anexión de su país al gran territorio de habla alemana. Entre 1936 y 1939 Hitler había colaborado intensamente para alcanzar el triunfo de Franco en la Guerra Civil Española contra los republicanos (liberales, anarquistas, socialistas, comunistas, militantes del tronco trotskista). En esa carnicería que se llevó, durante y después del conflicto, más de un millón de víctimas, Stalin fue ambivalente. Por un lado colaboró con los republicanos, enviándoles oficiales, aviones y tanques medianos a cambio del oro guardado en el Banco de España (algo así como
700 millones de dólares en ese momento), por otro lado, se retrajo. Stalin se comportó con dualidades mientras se jugaba en el tablero mundial la lucha entre el fascismo o la defensa de las democracias constituídas.
Los europeos tenían pánico a que volviera otra nueva guerra. La Primera Guerra Mundial había devastado a los protagonistas europeos y a los soldados norteamericanos que participaron un año, entre 1917 y 1918. Toda una generación plena de juventud y talento desapareció en Inglaterra, en Francia, en Alemania, en Italia, en el Imperio Austro Húngaro y en Turquía. Basta visitar las capillas de los pueblos interiores y las capitales del viejo continente para leer los nombres de los desaparecidos escritos en las paredes.
Tres libros decisivos entre cientos tendrán amplia difusión, cuando describieron los horrores de las trincheras, la muerte fácil, los nuevos instrumentos de muerte, la absurdidad de muchos ataques, batallas que terminaban con 600.000 muertos (como la de Verdún, que duró dos meses). Uno fue Céline (Louis-Ferdinand) con su Viaje al fin de la noche. Otro: Adiós a todo eso, del británico Robert Graves. Y Sin Novedad en el frente del germano Erich María Remarque.
La Primera Guerra terminó con el poderío naval británico, disolvió el gran factor de poder de Europa Central, la Middleeuropa, el Imperio Austro-Húngaro y en el este El Imperio Otomano se disgregó en gran cantidad de territorios. Los mapas del viejo continente se corrigieron. Surgieron nuevos países como la histórica Polonia aplastada hasta entonces por la Rusia de los Zares y Checoslovaquia que permitió integrar, aunque por breve tiempo, a alemanes en los Sudetes, a bohemios, y a moravos de lengua eslava.
De aquella catástrofe surgieron movimientos totalitarios como el fascismo italiano y el nazismo, enemigos de la democracia liberal y en el este el régimen soviético, tras una guerra civil y largas hambrunas, que mutó en un grupo de funcionarios y burócratas en el poder.
La Primera Guerra terminó con diez millones de víctimas. Pero inmediatamente y originada en las sucias trincheras pletóricas de ratas y de cadáveres surgió en 1918 la gripe española, que recorrió el mundo devorándose entre quince y veinte millones de seres humanos.
Estados Unidos reemplazó a Gran Bretaña como principal potencia económica y vivió los años veinte pletóricamente. La alegría, el exhibicionismo, el amor libre, el dinero fácil concluyó en 1929 con el crack financiero mundial. Se habló del fin del capitalismo. Pero ese capitalismo resistiría hasta lo increíble.
Estados Unidos y Europa presenciaron millones de ciudadanos desocupados deambulando de un lado al otro de las ciudades buscando amparo o con migraciones masivas o con campesinos que no podía hacer frente a una sequía enorme en el Medio Oeste (lo detalla John Steinbeck en su libro Viñas de Ira). A la Alemania empobrecida, aunque pudo mantener su estructura industrial y productiva intacta, le cayeron con las indemnizaciones de guerra elevadas. Fue una venganza de los franceses, esencialmente, pero el resto de aliados, salvo las críticas de un funcionario de la Cancillería británica, J. M. Keynes, le dieron su apoyo a Paris.
En los años treinta Alemania comienza a rearmarse (aunque los suecos ya le habían fabricado algunos submarinos por las prohibiciones de militarización del Pacto de Versalles). Le pega el zarpazo a la democrática Checoslovaquia, consigue la adhesión sólida de varios países con regímenes fascistas o semi-autoritarios. Toda Europa, salvo Francia y España se derechiza. Cuando Hitler ya manda en Praga, Francia e Inglaterra se callan la boca, dejan hacer.
Stalin, el verdugo de pueblos íntegros, no sabe que hacer. Sospecha de Inglaterra y Francia que habían invadido después de la Revolución de 1917 el territorio ruso. Imita los enredos y los caprichos de Hitler. Rusia se militariza, pero con escaso criterio porque con las purgas a lo largo de la década del treinta termina con el principal militar estratega, el verdadero creador de la Blitzkrieg (guerra relámpago), el general Tujacheviski. Miles de sus subordinados mueren en las cárceles o en el paredón de fusilamientos. Otros van a parar al Gulag, a los campos de concentración del régimen. Serán convocados cuando las papas quemen, en 1941.
En este mapa tan confuso y arbitrario de Europa, la Guerra Civil Española es una prueba de fuego para los grandes guerreros. Las potencias liberales (Inglaterra, la socialista Francia) dan la espalda a los republicanos. Tienen el temor de la “ola roja”. La nobleza inglesa, igual que muchos empresarios norteamericanos, admira a los nazis. Juegan a ser neutrales y tienen pánico a los que terminaron con la aristocracia rusa.
En 1939, el Pacto Molotov – Von Ribbentroop da una patada a todos los militantes de la izquierda, especialmente a aquellos que dejaron sus vidas para defender sus principios. Hay deserciones importantes en los Partidos Comunistas del mundo. Sin embargo, el PC francés obedecerá fielmente a las necesidades de Moscú. Incluso no abrirá juicio ni actuará cuando los alemanes ocupen Francia.
Stalin quiere contener a los nazis. No tiene armamento actualizado (especialmente en materia de comunicaciones), está mal preparado. La guerra con Finlandia en 1939 que terminó ganando fue un papelón. Los fineses, un puñado, los frenó y mató a gran cantidad de tropas rusas.
El Pacto no sólo implicaba una no agresión sino la provisión a Alemania por parte de Rusia de alimentos, de madera, petróleo y minerales. Las locomotoras estaban entregando mercadería a los germanos cuando Hitler rompe el Pacto y da comienzo a la invasión a Rusia, dispuesto a dejar la tierra plana para cultivos y aniquilando la mayor cantidad de eslavos. Fue el 22 de junio de 1941.
Advertido por Churchill y por sus propios espías (había uno en el mismísimo Estado General del Ejército Alemán) y otros dispersos por el mundo que Alemania haría trizas aquel acuerdo de 1939, Stalin no les creyó y ordenó al Ejército que no entrara en provocaciones.
No fueron provocaciones. Cuatro millones de soldados alemanes entraron en la Unión Soviética a sangre y fuego. En la corrida tomaron prisioneros a tres millones de soldados rusos, a los cuales mandarían a retaguardia y terminaría matando de hambre. Llegaron a casi diez kilómetros de Moscú, bloquearon a Leningrado dispuestos a que la población se muriera de hambre, avanzaron en todos los frentes.
Desesperado e impotente, Stalin libera a los militares prisioneros en el Gulag, confía en el general Zhukov que no estaba encarcelado, ordena a la policía secreta (antecedente de la KGB) a fusilar o ametrallar a todo soldado que intentara huir y siempre desconfió de los prisioneros que lograron retornar en 1945.
El adelanto de un proceso que terminará con sesenta millones de europeos. Sólo Rusia perdió diez millones de soldados y quince millones de civiles. Alemania presenció la muerte de seis millones de militares. Otros millones serán civiles. En 1945 Europa se moría de hambre, de tifus, invadido por las pulgas y la sífilis. Millones de niños huérfanos desfilaban por los caminos de Europa robando y matando si fuera necesario. La guerra, de algún modo, continuó por cinco, siete años más. Arthur Miller, en su Autobiografía cuenta su viaje por Italia y Francia en 1947. Queda mudo e impotente ante el hambre generalizado.