El populismo es muy tentador. En unos lugares se expresa como prohibición de ingreso a los mejicanos, en otro como resolución de la inseguridad a puro pistoletazo y en otros como renuncia a todo cálculo económico. La tentación no consiste en cómo se caracterizan esos problemas y sus respuestas. La tentación está dada por la exaltación de la simplicidad. La construcción de un ciudadano repitente de frases machacadas, sean ciertas o falsas, en ambos casos consumidas sin reflexionar.
El populismo político contemporáneo, es un resultado multicausado de muchos factores, entre los que hay que destacar la ruptura del horizonte de progreso social, la evidencia pornográfica del desmanejo financiero revelado en la crisis 2008-2009, la caída de los relatos políticos que organizaron la vida pública de Occidente desde la segunda guerra; pero sobre todo la instalación de un “sentido común” supuestamente igualador, caracterizado en Argentina con la abusada expresión “lagente”.
Si uno se deja llevar por lo que sostienen múltiples políticos en los medios y en las redes, donde posan de portavoces de “lagente”, es sencillo superar la pobreza, controlar el delito, restablecer la sostenibilidad, etc.
La complejidad, los intereses encontrados, las restricciones de recursos son ajenos a “lagente”. Un imaginario sin grises, falsamente simplificado, es el insumo indispensable del consignismo populista.
Cada paso en ese sentido, no solo intenta disminuir la capacidad analítica de los ciudadanos; sino que concretamente aleja las soluciones reales a los problemas, al lesionar la posibilidad de respuestas complejas por parte del poder público.
Ejemplos abundan, pero quizás ninguno más poderoso que la crisis energética venezolana, cuya superación requiere (antes que cualquier otra cosa) la comprensión por parte de los venezolanos, que por más abundancia petrolera en la que vivan, se necesitan ciertos incentivos para transformar esa dichosa posibilidad en mejoras de la calidad de vida cotidiana, y por supuesto reconocer que aún en un caso tan favorable, todos los bienes tienen un costo que debe ser afrontado ya sea por los usuarios, ya sea por el Estado; pero que no puede ser ignorado.
La versión argentina de ese suceso, fue la importación de trigo para controlar el precio de la harina, luego que desestímulos sostenidos, durante la pasada década, derrumbaron la producción local de un producto que nos identificó ante el mundo.
La apelación a consignas huecas puede ser una estrategia; de hecho hay muy sofisticados intelectuales que lo sugieren; o puede ser la consecuencia de una ausencia de reflexión real sobre los problemas. La primera situación es más sencilla de abordar.
Mientras Venezuela, Argentina o Hungría con sus matices facilitaron el acceso legitimo al gobierno de líderes populistas, este problema ocupaba los márgenes de la reflexión política; pero ahora el populismo tiene un capitulo norteamericano y varias sucursales europeas; me temo que todas las invocaciones republicanas o institucionalistas puedan resultar insuficientes, frente a la potencia del “sentido común”.
Resulta difícil, antipático e incluso puede sonar a engaño, pero corresponde decir que no hay soluciones simples para problemas complejos, o decir que aunque es bienvenido un espíritu cívico que nos iguale no es cierto que el Estado (ni el nuestro ni ninguno) o el Mercado o un candidato o un Acuerdo, sean mesías que puede resolver toda la angustiante agenda de problemas.
No se trata de hacer un elogio del posibilismo, se trata de enderezar el esfuerzo reflexivo hacia las soluciones y no hacia la autosatisfacción deliberativa.
El populismo discursivo que antecede y sostiene al populismo político, es quizás un hijo no deseado del “rating minuto a minuto”, del videograph o del creciente desprecio por las humanidades, sobre todo en su maridaje con burocracias débiles, ausencia de datos creíbles y elites rentistas.
Por supuesto, que un estado débil, el estancamiento económico o una cultura de la confrontación favorecen el populismo, pero su alarmante crecimiento debe ser estudiado sin prejuicios y sobre todo sin menoscabo de responsabilidades previas que posibilitaron su ascenso.
Para desgracia nuestra, el populismo no es patrimonio excluyente de la izquierda o de la derecha, ni de los políticos nuevos o viejos, de los partidos grandes o chicos. Transversalmente hay un uso anómalo de la familiaridad al hablar, un abandono del rol pedagógico de la política, una apuesta exagerada por la simpatía, la buena noticia, el razonamiento lineal y otros condimentos del engaño.
En la lógica populista engañan hasta los que creen decir la verdad, que edifican sus posiciones carentes de dudas, de conflictos, de límites. Un mensaje para “toda lagente”
Así como las instituciones expropian al pensamiento político todo atisbo de poesía, el populismo en el otro extremo nos propone vivir de un verso siempre más cerca de la defraudación, que de los sentimientos verdaderos.