lunes 28 de abril de 2025
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Un sudaca en el Vaticano

Alguna vez, el poeta exclamó: “Te quiero, país tirado más abajo del mar, pez panza arriba, pobre sombra de país, lleno de vientos, de monumentos y espamentos, de orgullo sin objeto… Te quiero, país desnudo que sueña con un smoking, vicecampeón del mundo en cualquier cosa… te quiero sin esperanza y sin perdón, sin vuelta y sin derecho” (Julio Cortázar, “La Patria”, 1955).
La vida de Bergoglio, incluidas su elección como Papa, su desempeño y su muerte, entraron en un torbellino de controversias, críticas y elogios, característicos de nuestro temperamento, cambiante y veleidoso como dijera Valentín Alsina.

Desde luego, con grandes exageraciones como es propio de un cotorreo pueblerino, que al mismo tiempo no cesa de formular expresiones hiperbólicas y megalómanas tajantes.

Menudeces tales como si fue peronista, anti-peronista, kichnerista, anti-kichnerista, conservador, progresista, sincero o inauténtico.

Estas y muchas otras cosas de Bergoglio, se han discutido y se seguirán discutiendo hasta el infinito, como es la habitual actitud divisionista, confirmatoria o cancelatoria, de caracterizar a las personas, las épocas, las circunstancias, los resultados.

Así, nuestro buen amigo ha sido el mejor del mundo y lo cambió, o el peor por hacerlo para mal, o simplemente, significó la intrascendencia. Intentamos ponerle el sayo de santo y alguien importante cometió la barbarie de llamarlo públicamente: “enviado del maligno”.

Sin ruborizarse, el mismo estigmatizador infernal, tuvo la desfachatez de viajar lo más campante al entierro de Bergoglio, acompañado de una comitiva fantasmal, y con la esperanza de colarse en alguna foto de pasillo con el jefe internacional de la banda.

Y cada cual buscará su lugar en una u otra ubicación de butaca.

Pensamos que más allá de esas configuraciones ocasionales, interesadas o, simplemente, insuficientes, el arribo de Bergoglio al papado, cualquiera fuese el impulso que allí lo catapultó, tiene un sentido muy especial en tanto lo más importante pareciera haber sido la llegada de un “sudaca” al sitiable Pedro en el Vaticano.

Sabida es la medida de severa aristocracia conductista y ancestral de expresiones fieles a los poderes terrenales de los grandes países de Europa, sea por su rigurosa formación doctrinaria, por la descendencia de alguna familia de la realeza, o los imperios, o emergente de circunstancias históricas que conmovieron al viejo continente, durante más de mil años.

A ese cenáculo exclusivo llegó un hombre simple de Sudamérica, al estilo maradoniano, como si fuera un fenómeno antinatural acerca de un cierto erotismo de la vulgaridad.

Él hablaba de poder convertirse en un hospital de campaña de almas doloridas. Y aspiraba a realizarse como pastor de ovejas de las rancherías, incluso las descarriadas.

Tierra bárbara cruzada de conflictos y de violencias, de sueños, ilusiones, desilusiones y pobreza.

Un lugar en el que Eustasio Rivera escribió: “La Vorágine”, que comienza diciendo: “Antes de haberme apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”. Y donde Ciro Alegría compuso: “El mundo es ancho y ajeno”.

Valgan solo esas dos menciones para explicar el fenómeno multicolor del dolor sufriente de Sudamérica, al estilo de Joseph Conrad, en referencia al Congo africano cuando escribió en el “Corazón de las tinieblas”.

Sudamérica, la tierra de nuestro “sudaca” florentino (nacido en el barrio de Flores de la Ciudad de Buenos Aires), sus pueblos originarios, sus conquistadores, sus corrientes migratorias y sus realidades; pudieron pasar, no se sabe cómo por el fino ojo de la aguja de la elegante exclusividad del Vaticano.

Apreciamos que lo más valioso y singular, es el solo hecho de que Bergoglio haya llegado a ser Papa, representando, sin saberse bien por qué, aquellas lamentaciones tercermundistas, convirtiendo en conquistador a un conquistado.

Las tantas veces ejemplificadas, actitudes de humilde austeridad y rechazo de lujos y boatos hacen recordar a Diógenes.

Bergoglio presenta su trayectoria en la tierra, como una suerte de paradoja fenomenal. Al mismo tiempo que Europa pone todas las barreras posibles a la inmigración de los países periféricos, el seco sacerdote – que como jesuita elegía cultivar los bordes de la sociedad para mejorarlos – concluyó su proceso vital con la afirmación existencial de aquí estoy yo, sudamericano al fin.

La pregunta obsesiva ha sido y será: ¿Por qué no visitó a su patria?

Y la respuesta debería ser una interpelación al espíritu faccioso y, por momentos, frívolo, de regodearnos y empantanarnos en las diferencias, en vez de administrarlas democráticamente a través de las instituciones.

Quizá debemos preguntarnos una vez más, por qué los presidentes y ex presidentes vivos de nuestro país no han tenido en su momento la actitud de pedirle sanamente que anhelábamos recibirlo. Como ya es tarde, es de señalar que tampoco fueron capaces de estar juntos en el Vaticano – después de su muerte – testimoniando en señal de respeto al cuerpo yacente, un gesto de armonía civilizada y democrática en nombre del pueblo argentino.

Confiamos que Otra vez será, como diría el gran Leonardo Favio (“Ni aquel pájaro herido, que entibiaste en tus manos, ni tu voz ni tus pasos, se alejarán de mí”).

Los milagros no se explican. Los milagros se celebran.

Él partió, viejo y enfermo, haciendo escuchar solo un hilo de su pequeña voz final, dejando una blanca y tierna caricia, sin mácula, para todas las religiones y los no creyentes.

Celebramos pues, la vida y el papado de Francisco, que serán recordados en millones de corazones.

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