Para algunos, el gobierno tendría que concentrar su esfuerzo en asegurarse la victoria en la próxima elección. Para otros, sería preferible trabajar para la reconstrucción de un sistema que destierre todo autoritarismo y garantice la hegemonía republicana.
¿Por qué no intentar ambas cosas? ¿Por qué no tratar de ganar el comicio de 2017 y, a la vez, promover aquellos políticos opositores que acepten las reglas del juego, desde la alternancia hasta el admitir que nadie tiene la Razón Última?
Desde la modesta atalaya de la Casa Rosada se menea la cabeza. Ambos propósitos son vistos como incompatibles. Emerge El Nudo de Todos los Dilemas.
Reconstruir un sistema
El mandato a Cambiemos incluye una reconstrucción de la convivencia. Tal objetivo precisa una reformulación del sistema político. El intento de privilegiar las fuerzas que aceptan reglas. El que gana tiene cuatro años, los enfrentamientos son entre adversarios y no entre enemigos, no hay salvadores de la patria ni traidores, ni nacionales contra cipayos. Esto no conjura, por supuesto, el lado agonal de la política. La pelea por el poder. Sólo que reconoce a los demás actores como Otro, con derechos equivalentes.
El sistema político se encaminaría –si la voluntad popular lo acompaña– a la convivencia entre fuerzas diversas que abjuren de prácticas desestabilizadoras y compartan la premisa de eliminar la Grieta (lo que supone acuerdos de políticas de Estado incluyendo tanto las instituciones como la eliminación de la exclusión social). Este camino conduciría a alentar la renovación peronista, incluso la reabsorción de vastos sectores que apoyaron al FPV. Dejaría aislado al sector más intolerante.
De tener éxito, esta decisión fortalecería un polo opositor, convirtiéndolo en un rival más competitivo, capaz de llegar a 2019 con chances verdaderas de desalojar del poder a Cambiemos. Incluso, si esto se acelerara, la oposición podría iniciar un camino de recuperación peronista durante el próximo comicio de 2017.
El PRO, la fuerza determinante de Cambiemos, no parece entusiasta ante una iniciativa tan generosa. Legítimamente, aspira a retener el poder. Y cree que alentar a que los mejores se conviertan en sus rivales no ha de convenir.
La mayor parte del PRO está convencido que su mejor carta es apostar todo al 17. Es decir, a la próxima elección. “Si no ganamos el 2017 se acaba el gobierno”. El argumento es poderoso. Dado que la gestión económico-social dista de entusiasmar a los votantes, la competitividad necesita ser reforzada. Y la mejor manera que encuentra el PRO es más de lo mismo. Repetir la polarización de 2015. Lo Nuevo contra Lo Viejo. Lo Nuevo sería Cambiemos. Y Lo Viejo, el Frente para la Victoria.
En este esquema, la mejor manera de vencer sería elegir un rival autoritario. Porque es más fácil de vencer.
¿Dos años son mucho o poco?
Esa lucha entre el Pasado y el Presente no es fácil de instalar. Sobre todo, si surge alguien que suponga el Futuro. En cierto sentido, el actual gobierno llegará con casi dos años de gestión: al momento de votar, tendrá tanto pasado como futuro.
La historia muestra que la tentación de convocar Presente contra Pasado (esquema que no inventó Durán Barba, sino que existe desde hace más de treinta años) no siempre es exitosa. Sirve para instalarse, pero no garantiza la victoria a los dos años de mandato.
Veamos. La presidencia Alfonsín vivía un presente arrollador al asumir, pero en 1985, las encuestas mostraban alta reprobación. El Plan Austral fue considerado una necesidad para revertir ese malestar. El radicalismo ganó esas elecciones.
Lo mismo le ocurrió a Carlos Menem. Triunfante en 1989, parecía escorado durante su primer año y medio. Consciente del deterioro, lanzó el Plan de Convertibilidad que estabilizó la economía y así logró ganar el comicio de 1991.
Tanto Alfonsín como Menem, pese a su indudable carisma y a haber heredado situaciones difíciles, se vieron obligados a lanzar programas de estabilización –bien recibidos por gran parte de la población– para consolidar su primacía electoral en los primeros comicios legislativos. Las encuestas vaticinaban sus derrotas antes de los programas de reforma. Es decir, la idea de cambio no alcanzaba para ganar el comicio.
En 1995, el Cambio la encarnaba, sobre todo, el FREPASO con la fórmula Octavio Bordón-Chacho Álvarez. El Cambio perdió frente a la continuidad con Menem. Pero en las dos elecciones siguientes el peronismo fue derrotado por la Alianza UCR- FREPASO. Graciela Fernández Meijide fue artífice de la victoria en la provincia de Buenos Aires en 1997, y la fórmula De la Rúa-Álvarez venció en 1999.
La renovación legislativa de 2001, se sabe, fue catastrófica para la administración de la Alianza, que cayó al poco tiempo. El ejemplo de cómo perder el poder al caer en el primer test electoral.
Néstor Kirchner llegó al poder de la mano de Duhalde en 2003 y forzó la elección de 2005 como un duelo entre Lo Nuevo (él mismo) y Lo Viejo (encarnado en el duhaldismo). El kirchnerismo se apropió del renacimiento económico –cuyas bases habían sido puestas por Duhalde, quien no logró instalar esta percepción– y Cristina Fernández doblegó a Chiche Duhalde y garantizó la siguiente victoria para la propia CFK en 2007. Sin embargo, la primera renovación, en 2009, marcó una derrota para Cristina. Parecía que Lo Nuevo se impondría otra vez. Pero no. Por primera (y última) vez un gobierno derrotado en los comicios intermedios logró conservar la presidencia. Claro que pasaron cosas tan inesperadas y conmocionantes como la muerte de Néstor Kirchner.
Cristina, a pesar de haber ganado por cuarenta puntos de diferencia en 2011, trastabilló en 2013. Su derrota fue el preanuncio del cambio de época. Macri logró encaramarse como Lo Nuevo y el peronismo kirchnerista volvió a perder en 2015.
Los doce años K distaron de exhibir un partido dominante. Kirchner no ganó ninguna de las dos elecciones en las que se presentó: salió segundo en la presidencial de 2003 y en Diputados de 2009. Cristina ganó las tres veces que estuvo en la boleta (senadora bonaerense en 2005, presidente en 2007 y 2011) pero sus listas fueron derrotadas en los dos comicios intermedios –en 2009 y 2013– y sus candidatos de 2015 no sólo perdieron el Poder Ejecutivo Nacional, sino que por primera vez en la historia debieron retirarse de la gobernación de Buenos Aires desde el poder (en su única derrota anterior, en 1983, gobernaban los militares, no los peronistas).
En síntesis, Lo Nuevo contra Lo Viejo nunca alcanzó. En general, fueron necesarios programas económicos percibidos como beneficiosos por buena parte de los ciudadanos.
Los caminos de la política nunca son claros y el futuro suele ser impredecible. Se dibuja y se desvanece más allá de las previsiones o la voluntad de los actores.
Si el macrismo elige confrontar con los peores y gana, correrá el riesgo de agigantar una grieta social, con las consecuencias de mediano y largo plazo que es fácil preveer. O, peor aún, que los autoritarios elegidos para confrontar terminen recibiendo los votos de quienes desean protestar contra el gobierno. En este caso, Cambiemos no sólo habrá perdido una elección. Habrá traicionado su mandato.
Para dificultar aún más el análisis, el tercero en discordia, el Frente Renovador de Sergio Massa reclama ser reconocido como la oposición racional pero desparrama tantos golpes de timón, que parece más guiado por el oportunismo que por una convicción profunda. Para colmo, dos tercios de sus potenciales adherentes desean el éxito de Cambiemos, mientras un tercio parece anhelar su fracaso. ¿Cómo construir en terreno tan poroso e inundable?
Como dicen los médicos, ahora hay que esperar…