sábado 14 de diciembre de 2024
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Portarretrato: Solari, trastorno del movimiento

En la Biblioteca Nacional se realizó una muestra Indio Solari. Había ensayos que escribió antes de los Redondos, es decir, totalmente febril por la juventud y la época y las intuiciones. Había ropa e Instrumentos. La curaduría, por tratarse de la Bibiloteca, exhibió ejemplares de los libros que leyó. Tal era su pequeño canon previsible, infinito a la vez, fascinante. Gurdjieff, la Biblia y el Corán. Artaud, Céline. Shakespeare. Stevenson, Lovecraft. Capote y Huxley. Solari fue un letrista pletórico de símiles religiosos, mucho más religiosos que espirituales. Su gracia lexical era rupturista, con preciosas palabras inventadas, y una forma métrica de acortar, que resulta muy efectiva para los cancionistas; que nos recuerda por qué las canciones en inglés son más cómodas y tienen ese punch sonoro.

Tuvo un criadero de palabras religiosas, que mezclaba con temáticas sociales, y un abuso simplificado de la dialéctica del amo y el esclavo, de Hegel. Cada tanto pescaba una. Sagrado, Cielo, Infierno, feligrblabla. Su lunfardo de avería es periférico a las grandes ciudades del país. Los tangos del Indio son discepoleanos pero él es su relato. Tampoco se privó del pop a lo Warhol. Bonobones y tafiroles.

Un LitNobel para Solari. Nuestro Sabina. Sabina con derechos humanos. Con derechos humanos de los nuestros. Sabina sin guitarra andaluza. Un cancionero con una tensión sexual de cotejo precoital, de varón enamorado y perplejo. Que adora y alaba y luego deja de obedecer. Como Calamaro cuando se metamorfosea en perro dentro de la relación de pareja.

Ahora tiembla El Indio. Tiene Parkinson. El saxofonista de la nación no le cree. Otros tantos dicen que el Indio es muuuy fantasioso. El Parkinson es una enfermedad neurodegenerativa. Corren ahora por mi cuenta las interpretaciones somáticas y semánticas: al final uno tiembla de miedo. Y el Indio tiembla todo el miedo que tuvo, el miedo a las hordas, el miedo a la verdad, el miedo al fiasco que uno realmente es, el miedo a la buena suerte que tuvo. Y cuando uno tiembla vuelca el café. Es un incordio. Y junto con él empieza a temblar el territorio, y el mito. ¿Vale la interpretación?

Se supo. Patricio Rey era El indio Solari. Y los buñuelitos de ricota son sus acólitos-hinchas.

Y el Indio Solari es Carlos Solari. De 68 años. Vive en Parque Leloir, en hermetismo. Se pira a New York para pasar desapercibido y caminar por la gran manzana y disfrutar del mundo, de la época que le tocó. Se afeita la cabeza diariamente. Y creo que tiene fotofobia. Es una estrella. Un artista que lo hizo todo. En una época fundante. Un cantautor que, tal como le confiesa Páez en su canción homenaje a Cerati, fue parte de aquellos que también tuvieron buena suerte.

Todo, absolutamente todo lo que significa Solari, su trayectoria, y su caída libre, está en su obra. Como todo gran artista, y en esto radica el misterio del arte, es sobre todo autoprofético. Un fuego por devorarlo todo, el oro en los bolsillos, la feligrblabla, la contradicción de un infierno helado. Unas letras preciosas con un halo turbio. 

Luego el fracaso en el género epistolar. ¿Por qué escribe como si fuera Leopoldo Marechal ungido Papa? ¿Por qué? En su última carta se define a sí mismo como piscodélico, en el sentido más drogón del movimiento experimental. La psicodelia argentina fue el rock, según Solari. Con esa definición de sí mismo planta bandera para ligar una forma corrida, esmerilada de ver el mundo (que prefiere no explicar, porque sería muy largo) a su tribu. A su palo. Para que la traducción de lo que fue el consumo fuerte de droga en la Argentina, Para que los buenos resultados más allá de sus caídos, de sus cobayos, quede apropiada simbólicamente por unos aventureros de la guitarra eléctrica más allá del bien y del mal.

Hay algo que no le perdonamos al Indio después de lo de Olavarría. Que esté por debajo del piso de estandarización de verosimilitud que demanda ser quién es. La truchada. Lo que no se tolera más es entender que no se puede creer en nada ni en nadie.

El Indio nos permite pensar cómo se fundan las religiones. Una religión con sus milagros y sus aparecidos. Uno de los muertos se apellida Bulacio, como el Walter que mató la policía por una razzia en la entrada a un recital de los Redondos. El milagro podría mitificarse de la siguiente manera: Bulacio, volvió de la muerte para ver de nuevo al Indio, volvió por un rato.

Pero volvió a morir. Walter reencarnado en Juan Francisco revivió su muerte. El Indio murió también dos veces con ellos. Ya no le creen como antes. ¿O tal vez si le creen sus vulnerables feligreses? Al fin y al cabo, una deidad de la psicodelia requiere de tragedias para totemizarse. Un Indio que es un Totem y que ya tiene a sus muertitos para que en el Altar de la Patria musiquera pueda ser adorado. Y eso lo eleva al santuario necrofílico que tanto nos seduce.

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