En los últimos tiempos se reitera en mi memoria la expresión de Stephen Dedalus en el célebre Ulises, de James Joyce: “Mire, como no puedo cambiar de país, cambiemos de tema”. Esa deserción existencialista la vivimos hoy a la inversa en nuestra América Latina: cada vez con más frecuencia se cambia de país, como de partido político, religión, sindicato y hasta de familia, pero no logramos cambiar de tema. Esta es la cuestión, shakespearianamente hablando: no asumimos a cabalidad que estamos viviendo un cambio civilizatorio revolucionario, frente al cual nuestra democracia luce imperfecta y la economía vacila entre las exigencias de competitividad del mercado global y la promesa populista de crecer a fuerza de voluntad.
La confusión empieza en el ciudadano. Cuántas veces nos encontramos con un amigo que nos dice que viene de decirle unas cuantas frescas al presidente de la República y cuando le preguntamos cuándo lo vio, nos responde, con candorosa ingenuidad: “Es que anoche le hice un Facebook que no sabés.”. Seguramente el Presidente no durmió anoche con el tal Facebook…
La pequeña anécdota, de trivial apariencia, desnuda el núcleo de la situación: el ciudadano pretende representarse a sí mismo; no procura a su diputado o a su partido para que haga un planteo, no le reclama a su iglesia o a su ONG determinada acción. Vive la ilusión de que su voz es escuchada en ese coro gigantesco, contradictorio y torrencial de las “redes”, sustituto contemporáneo de la “voz de la calle”, que protagonizaba las charlas de los viejos cafés. Las “redes” dicen.
Ese debilitamiento de las instituciones representativas pasa a ser agónico en la vida de los partidos. Ya no son aquel intermediario imprescindible.
Se adolece, al mismo tiempo, de una nostalgia de las grandes causas. Ya no es el combate de democracia con el fascismo o con el comunismo. Ni siquiera de la economía socialista con la de mercado, cuando esta triunfa hasta en China, en una versión ríspida del capitalismo. Los debates hoy están en la bioética, el medio ambiente, la diversidad, que con toda su trascendencia humana no hacen a las bases institucionales del sistema. Este sufre, en cambio, con la reaparición de viejos sentimientos, como el nacionalismo, que sacude a Europa, con el Reino Unido alejándose, Escocia enojada, Cataluña sublevada.
Se libra también una gran batalla de retaguardia, con la reforma de los sistemas jubilatorios, que ahora han dado -por fin- una causa concreta a un enojo que los parisinos “chalecos amarillos” mantenían vivo desde octubre del año pasado, con reclamos indefinidos. Decimos de retaguardia, porque es una batalla con el tiempo, aunque alude a la seguridad del futuro. El hecho es que vivimos más años y los vivimos mejor, y eso pone en cuestión sistemas de seguridad social que solo podremos preservar reformándolos, actualizándolos a esa bienvenida realidad. ¿Por qué transformar en tragedia una bendición? Ahora que fracasó la lucha de clases, ¿reinventamos una batalla de generaciones, condenando la nuestra a la de mañana?
No podemos tampoco ignorar que la riqueza ha cambiado de sustancia. Excepcionalmente apareció este año la petrolera saudita en la tabla de las grandes cotizaciones bursátiles, pero la realidad es que las tecnológicas son dominantes: Apple, Amazon, Microsoft, Google y Facebook han dejado muy atrás a bancos e industrias. El objetivo de los países ha cambiado. Aun países que producimos alimentos debemos acomodarnos a esa nueva realidad. Porque allí están los nuevos empleos para la mayoría de los jóvenes.
Esta economía vertiginosa ha dejado muy atrás el empleo para toda la vida, que fue el sueño hasta el siglo pasado. Hay más oportunidades, aunque menos seguridad. Las clases medias han crecido. Sin embargo, ya no sienten aquella tranquilidad de otrora, cuando recibían inmigrantes que a fuerza de ahorro alcanzaban su casa propia y tenían un horizonte estable. Hoy llegan, pero no saben hasta cuándo. La sociedad de consumo les ofrece muchos más bienes culturales y de comodidad, pero constantemente les crea nuevas necesidades. Hay que tener el último smartphone.
En medio de ese andar, el desafío es no quedarse en el “titubeo metafísico” que recelaba a Ortega y aferrarse a las instituciones que nos preservan los bienes esenciales de la libertad. La política sigue siendo fundamental. El tropezón de Bolivia no ha sido la economía, porque ella ha crecido y ha sustentado mejoras sociales. Simplemente paga el tributo al extravío político de un líder popular que se embriagó de su éxito y se imaginó un matrimonio eterno con el poder, más allá de la Constitución y el voto popular.
¿Qué pasa en Chile, entonces? Hace pocos días el PNUD difundió su Índice de Desarrollo Humano, un indicador que va mucho más allá de lo económico, y que nos dice que Chile sigue siendo 42 en el mundo y el primero en América Latina. O sea que es verdad que los gobiernos post-Pinochet contribuyeron a su desarrollo no solo económico sino también social. Pero ahí nos topamos de nuevo con el fenómeno político en otra dimensión, la deserción. En la ultima elección, en la primera vuelta votó solo 47% de la población y en la segunda, el 49%. Estamos ante una ciudadanía alejada del ejercicio de sus deberes. Los que protestan ¿son los que votaron o los que no votaron? Los partidos hoy intentan una recuperación de su protagonismo en la vida cívica por el cambio constitucional. Bien está que lo hagan, aunque el desafío es un proceso mayor que reencuentre al ciudadano con la convicción de que su vida también depende de la política y que ella le llegará, le guste o no le guste.
También Chile nos deja otra lección: el riesgo de intentar gobernar desde la plaza pública. Como dice Byung-Chul Han: “La tormenta de las redes nos hace sordos para el callado retumbar de la verdad y su silente poder violento”. Esa amoralidad embriagadora de la comunicación espontánea puede regalar un escenario a las nuevas modalidades de la violencia y el delito.
No hay explicaciones fáciles para temas complejos. Y como en el devenir científico no se observa horizonte definible, solo se hace claro que más que nunca la seguridad está en los valores republicanos de la legalidad y los principios elementales de la buena administración. Que ninguna respuesta aparecerá por atajos populistas o desvíos iracundos; que la responsabilidad es colectiva y depende de los representantes tanto como de los representados que los eligen. Siendo el ritmo tecnológico vertiginoso, hay que afirmar sus límites: a las redes controlarlas con periodismo libre, a los abusos -de poderes públicos o privados- con una Justicia independiente, a los riesgos sociales con un Estado benefactor sustentable, a la indiferencia ciudadana con partidos políticos abiertos, a los “redentores” que cada tanto nos aparecen con la fuerza del Estado de Derecho.
No perdamos el rumbo por la velocidad los cambios. No los podemos -ni debemos- frenar. Se trata de manejarlos para no descarrilar. Y esa es la política. Nada más ni nada menos.
Publicado en La Nación el 8 de enero de 2020.
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