En poco menos de un mes el Gobierno ha adoptado sus primeras medidas económicas, en el contexto de una “emergencia pública”. La nueva administración ha definido la dirección principal del paquete de políticas: el ajuste, “ordenar las cuentas”, tal como lo señalara días atrás el presidente Alberto Fernández. También ha dejado en claro el objetivo primordial: preparar el terreno para la negociación de la deuda, tratando de evitar un cuadro de pronóstico más que delicado: el default de la deuda pública. La favorable reacción de los mercados confirma que el mensaje ha sido escuchado de forma fuerte y clara.
Frente a la estrategia oficial el debate ha girado en torno de tres ejes principales. En el plano político institucional, sobre la cesión de facultades del Congreso al Ejecutivo. Como se sabe, ésta ha sido una experiencia negativa en el pasado: aquello que se suponía habría de ser una situación excepcional de doce meses de duración se prolongó más de una década y media. La concentración de poderes en el Ejecutivo con anclaje en la emergencia permitió llevar a cabo políticas públicas de dudosa eficacia y que permitieron contornear mecanismos elementales de control y auditoría. Las lecciones aprendidas del pasado, además de la insuficiente justificación acerca de si tales facultades de excepción eran requeridas en esta ocasión, explican por qué la ley de Solidaridad Social y Reactivación Productiva no fue votada por los legisladores de la oposición.
Segundo, en el plano económico y en su dimensión macro, hay consenso que el frente financiero externo requiere máxima prioridad. No obstante, la pregunta principal que se han formulado los analistas es acerca de si la propuesta oficial tiene algún grado potencial de reactivación o si resultará neutra o negativa para la evolución del nivel de actividad en el corto plazo. Las respuestas no son uniformes, en razón que la evidencia es escasa, depende de los supuestos del análisis, y de un programa que aún no se conoce íntegramente. Sin embargo, hay mayor coincidencia acerca de que el efecto de las medidas recién podrá apreciarse una vez que se despeje la negociación externa en torno a la deuda.
Tercero, en cuanto al menú específico de medidas, las críticas han señalado el repentino aumento de la carga impositiva que supone el paquete. Asimismo, se han levantado voces cuestionando la ausencia de un planteo integral por el lado del gasto. Aunque cabe ser destacado que el gobierno otorgó una justificable prioridad a la política social -creación de la tarjeta Alimentar y un aumento de la AUH. Por otro lado, en la dirección de los ahorros fiscales, el Gobierno se ha reservado una medida de alto voltaje económico y político, al barrer de un plumazo la fórmula de ajuste de los haberes jubilatorios, concentrando en el Ejecutivo y durante 180 días la definición del horizonte futuro. Nuevamente aquí la lógica macro se impuso a cualquier consideración de la política previsional que reclama la reforma integral de un sistema que, en su formulación actual, resulta inviable.
El rango de medidas e instrumentos puestos en juego es tal que cado uno debe ser analizado en su propio contexto – sean las retenciones, el impuesto PAIS, las jubilaciones, la modificación del impuesto a las ganancias o bienes personales- . Si se los analizara desde una óptica microeconómica, en cada una de ellas podrían encontrarse deficiencias de diseño en cuanto a eficiencia, capacidad recaudatoria y equidad (horizontal y vertical. Difícilmente calificarían para su inclusión en un manual estándar de finanzas públicas – y mucho menos en un texto de calidad como es “Economía del Sector Público” de Joseph Stiglitz. En ese terreno, la defensa oficial frente a tales críticas muy probablemente sería que todos estos son efectos de segundo orden frente al problema más grave que sería un eventual default. Se trata de cirugía mayor en un hospital de campaña. De ahí la Emergencia Pública.
¿Hay que esperar a la “fase II”?
Hasta aquí queda clara la estrategia oficial. Sin embargo, la propuesta aparece menos sólida cuando se observa el frente externo, principalmente en lo que se refiere a exportaciones e inversión, en particular el aporte de capital externo. Es decir, cuáles son las respuestas frente a preguntas bastante elementales: ¿cómo obtener más y mejor acceso a mercados?, ¿cómo ampliará Argentina su producción de bienes y servicios transables?, o ¿cómo se habrá de captar inversión extranjera directa? Sobre la importancia de esta cuestión en las preocupaciones del Gobierno hay indicios claros. El propio ministro Guzmán aludió en su primer discurso acerca de la necesaria consistencia macroeconómica y de las restricciones fiscales y externas que es necesario atender para el diseño de un sendero de crecimiento posible.
Se observan en este terreno varios flancos que exigen atención y sin margen para demoras. En primer lugar, se destaca el contexto externo. El crecimiento mundial pronosticado para 2020 es 3,4%. La última revisión del FMI realizada en octubre pasado corrigió a la baja las estimaciones previas, y señaló que la economía global se encuentra en un proceso de desaceleración sincronizado advirtiendo asimismo sobre la volatilidad del escenario internacional. La nota favorable es que Brasil podría alcanzar un crecimiento de 2% (superior al 1 % del bienio 2018/19) y las economías asiáticas -importante mercado de nuestras exportaciones- seguirán con elevada expansión (6%). No obstante, las perspectivas económicas del año que se inicia habrán de estar dominadas por las alternativas de la campaña presidencial en Estados Unidos, los vaivenes de la disputa comercial con China, y las tensiones crecientes en Medio Oriente. Estos son datos exógenos y cambiantes pero señalan la fragilidad del entorno global. En particular, según advierte el reciente Monitor de Comercio de Integración del BID, el comercio mundial ha ingresado en una fase contractiva desde fines de 2018 y el volumen físico del intercambio mundial del primer semestre de 2019 ha sido de crecimiento nulo. El valor de las exportaciones de América Latina cayó 1,2% en el primer semestre. La región ha experimentado un descenso de casi 5% de los términos del intercambio en el mismo período con relación a 2018. En cuanto al desempeño exportador de Argentina, los datos del Indec se anotan en esta dirección. El volumen físico de exportaciones en el tercer trimestre de 2019 resultó superior a similar período de 2015, pero 10% inferior al que se registraba en 2011. O sea, hubo un incipiente proceso de recuperación de las ventas externas, pero con registros más bajos a los que predominaban ocho o diez años atrás. Es cierto que ahora ayuda el bajo nivel de importaciones. No obstante, el cuadro exige atención, seguimiento estrecho y, sobre todo, explicitar cómo Argentina habrá de ubicarse frente a este panorama. Son necesarias definiciones que por ahora están ausentes.
En segundo lugar, las medidas ya adoptadas y que tienen relación más estrecha con el comercio exterior, poseen un sesgo anti-exportador, todos los (múltiples) tipos de cambio aplicables a las ventas externas son inferiores al valor de las divisas para importación. Lo cual es un dato no menor para la producción de bienes transables en una economía que tiene alto coeficiente de insumos intermedios que provienen de la importación. Esto es así aún para los sectores más competitivos -como la agroindustria- y se hace más evidente, por ejemplo, en el caso del complejo automotriz. Para completar este panorama aún resta ver cómo el Gobierno habrá de administrar el comercio exterior, en particular en cuanto a la aplicación de las licencias no automáticas de importación que se encuentran en vigencia. Algo similar ocurre con el régimen cambiario. Es difícil argumentar que con dicho arreglo se pueda atraer inversión extranjera directa, excepto que se concedan concesiones y resguardo que tendrían un alto costo fiscal. El propio esquema de incentivos a la repatriación de capitales es contingente a la posibilidad del acuerdo externo y del clima económico general. Es cierto que todos estos argumentos, pueden ser respondidos apelando a lo que se dijo arriba: el objetivo primordial es otro. Algo así como que ahora estamos en la “fase I” del programa económico. En la “fase II” se atenderán estos problemas. Ocurre, sin embargo, que nadie sabe, quizás el Gobierno tampoco, cuál es la duración de las fases y menos aún sobre cuál es su dirección.
En tercer lugar, los movimientos de la agenda externa del gobierno no entregan hasta el momento señales claras. Las declaraciones sobre el Acuerdo con la Unión Europea han sido ambivalentes, los conceptos sobre el Mercosur excesivamente genéricos, además de rispideces evitables en el plano de política internacional -los cruces con el presidente de Brasil, los desencuentros con el Departamento de Estado de Estados Unidos y las referencias a Chile-, para dar sólo algunos ejemplos.
Sin perjuicio de la concentración prioritaria en la emergencia y la negociación de la deuda, sería muy conveniente que el Gobierno se pronunciara con algo más que títulos generales sobre varios de los temas que ya están en el tapete de la relación comercial externa. A continuación, se enuncian varios de ellos sin una pretensión exhaustiva.
Prioridades
La cuestión del Mercosur aparece primero en la lista, no sólo por su importancia estratégica sino porque allí es necesario adoptar definiciones. En un reciente artículo publicado en la Revista Interesse Nacional sobre la política exterior de Brasil en 2019, el canciller Ernesto Araújo señalaba como logro del bloque el inicio de los trabajos para la revisión del Arancel Externo Común y la finalización de las negociaciones con la Unión Europea. Respecto de lo primero, Brasil tiene una posición aperturista y de la reducción del arancel externo. Uruguay y Paraguay están en la misma sintonía. En cuanto al arreglo con los europeos, los otros miembros del Mercosur tienen una mirada convergente: están decididos a concluir los trámites aún faltantes y, cuando se cumplan las condiciones, impulsar la ratificación parlamentaria del Acuerdo. ¿Qué hará Argentina frente a la posición de los restantes socios del bloque?
La relación con Estados Unidos tiene, como es sabido, múltiples aristas. No obstante, en el corto plazo hay una en particular que es necesario resolver. El Departamento de Comercio no ha decidido si aplicará los aranceles extra al aluminio y al acero que el presidente Trump anunció por tweet el 2 de diciembre. Desconocemos cuál es la probabilidad de que finalmente se materialice. Sin embargo, hay un detalle que no es menor. Cuando Trump se refirió -en rigor, amenazó con el incremento de aranceles-, su justificación fue que Argentina (y Brasil) devaluaban sus monedas y eso perjudicaba a los agricultores estadounidenses. No deja de ser curiosa la vinculación entre los aranceles y el impacto sobre los intereses de la agricultura. Es cierto que el tema de la depreciación de la moneda (currency manipulation) de sus socios comerciales es motivo habitual de seguimiento por parte del Tesoro americano, pero en este caso la atención parece estar puesta en otro lado. Tanto Brasil como Argentina, aprovecharon la disputa comercial entre China y Estados Unidos para ganar acceso al mercado chino. Las exportaciones de agroindustria de ambos países destinadas al gigante asiático se incrementaron en ese contexto. Esta sí podría ser una pretensión negociadora estadounidense: una vez que disminuyan los aranceles extraordinarios provocados por la disputa, el objetivo sería recuperar las porciones de mercados imperantes hasta 2018, desplazando a Argentina y Brasil al lugar que ocupaban. Si esto es así, detrás del tweet no aplicado hay un mensaje que supera largamente a las exportaciones de dos productos. Es otro el calibre del tema en discusión.
El punto anterior remite también así a la relación con China. En los últimos cuatro años la administración Macri impulsó una mayor apertura de mercado. Hubo logros: se aprobó un protocolo fitosanitario, se abrió el acceso a diversos productos y Argentina alcanzó el primer lugar como exportador de carne bovina en ese destino. Pero es enorme el terreno que aún falta cubrir. La matriz del comercio continuará siendo irremediablemente intersectorial -exportaciones de agroindustria a cambio de manufacturas, bienes de capital y tecnología. En ese contexto, es necesario afirmar la penetración de mercado en agroalimentos, además de commodities. Además, el planteo acerca de la relación comercial debe ir de la mano con el programa de cooperación e inversiones. En este capítulo, el gobierno de Cambiemos asumió compromisos que sería pertinente examinar bajo el prisma de un nuevo contexto. Cabe la pregunta pues cuáles serán las prioridades, y más en general, la estrategia de esta administración con relación a China.
En síntesis, estos puntos y otros que pueden agregarse a la lista sugieren que la agenda de inserción internacional requiere de definiciones claras, capaces de superar enunciados generales, y establecer cuál es el rumbo al que se apunta. La urgencia se entrelaza estrechamente con el planteo del propio Gobierno. Si hasta ahora se ha concentrado en la emergencia, el ajuste y la deuda, la agenda externa es la que puede ofrecer las señales sobre cuál es el horizonte de mayor plazo y orientar así la inversión y el crecimiento. Por otro lado, ninguna de estas materias tiene resultados inmediatos. Se trata de preparar el terreno y trazar el camino sobre el mapa. Si el Gobierno tiene decisiones sobre las iniciativas que desea impulsar, no hay motivos para seguir esperando y postergar un debate transparente sobre la cuestión.
Publicado en El Economista el 6 de enero de 2020.
Link https://www.eleconomista.com.ar/2020-01-exportaciones-e-inversion-una-urgencia-para-evitar-otra-emergencia/