lunes 4 de noviembre de 2024
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Para hablar de drogas ilegales

Esta nota –basada en trabajos ya publicados en NP por Andrés López– propone hablar con rigor sobre un tema que es sensible a la ciudadanía y que afecta multitud de intereses.

La nueva ministra de seguridad Sabina Frederic ha puesto en la agenda de debate la posibilidad de liberalizar el consumo de marihuana, un asunto que tiene muchas aristas. “Es necesario generar un debate serio y responsable sobre la regulación del autocultivo y consumo de cannabis”, expresó la ministra a los medios y causó un gran revuelo.

La prohibición del consumo de drogas psicoactivas data de unos 100 años. Tratados internacionales son la base de un acuerdo mundial sobre aquellas sustancias que deben prohibirse, producirse y distribuirse bajo ciertos controles estatales estrictos, obedeciendo a una cuestión de salud pública y no simplemente a preceptos morales o religiosos propios de la vida privada.

Las iniciativas de legalización del cannabis recreacional en Canadá, Uruguay y en algunos Estados de los EEUU, suponen un grado de antagonismo con esas normativas. Pese a estos cambios, a las voces de Jefes de Estado, Premios Nobel, e investigadores, prevalece un statu quo y los organismos a cargo de fiscalizar el cumplimiento de los tratados respectivos no han modificado, aún, los acuerdos vigentes.

El nudo central aparece cuando el Estado debe desplegar políticas públicas con dispositivos y herramientas para hacer cumplir la norma. En ese aspecto, prevalece el prohibicionismo propagandizado como la “guerra contra las drogas” por el presidente norteamericano Richard Nixon, que, en enero de 1971, consideraba que “las drogas son el enemigo número uno de los EE.UU.”. Su país lleva gastados 51.000 millones de dólares desde entonces, según la BBC.

Hoy, esa política tiene sugestivos adherentes radicalizados, como Rodrigo Duterte en Filipinas, Xi Jimping, en China y Vladimir Putin, en Rusia. En nuestro continente esa “guerra” fue desplegada en Colombia, por George W. Bush y Álvaro Uribe, dos figuras clave de estas políticas. Este enfoque tiene, muchas veces, objetivos políticos distintos a los oficialmente declarados y apela a los prejuicios raciales, étnicos, sociales y/o religiosos de amplias partes de la sociedad que han permitido asociar a determinados grupos con “el crimen y el vicio”.

Los medios también se sirven de este enfoque. David Nutt, ex jefe de la agencia que asesoraba al gobierno británico en materia de clasificación de drogas señaló, antes de ser echado del gobierno, que: “la probabilidad de que un periódico informara una muerte por Paracetamol es de 1 por cada 250 muertes, para el Diazepam de 1 en 50, mientras que para la anfetamina fue de 1 en 3 y para el éxtasis se informan todas las muertes asociadas”. Para Nutt, “La responsabilidad de regular el mercado de drogas debe cambiarse del Ministerio del Interior al Departamento de Salud y Asistencia Social. El Ministerio del Interior es sobre el crimen”, dijo a The Guardian.

A la luz de la precaria estadística reunida por los especialistas como Andrés López (link a informe CECE), la “guerra contra las drogas” no parece haber reducido el consumo, la producción o variado el precio, a la vez que esa “guerra” ha generado enormes costos para los Estados.

En 2017, según estimaciones de Naciones Unidas basadas en encuestas a hogares nacionales, consumieron drogas ilícitas al menos una vez en el año entre 201 y 341 millones de personas, esto es, el 5,5 por ciento de la población mundial entre 15 y 64 años. En 2006 ese porcentaje era de 4,9 por ciento. En tanto, la producción de opio y cocaína alcanzó niveles históricos máximos también en 2017. Asimismo, los precios de las principales drogas, han retrocedido en las últimas décadas tanto en EEUU como en Europa.

Los estudios académicos sobre los impactos de las estrategias prohibicionistas confirman un efecto marginal sobre la producción y los precios, a la vez que generan enormes costos económicos y sociales, como, por ejemplo, el efecto desastroso de las fumigaciones sobre la población rural en Colombia.

Además de los elevados costos económicos, informes de las Naciones Unidas y otros organismos y expertos, han alertado sobre los altos costos sociales de esta “guerra”, en tanto ha dificultado el acceso a sistemas de tratamiento efectivos por parte de los consumidores problemáticos; ha tenido consecuencias adversas sobre los niveles de salud y bienestar sociales; ha tenido impactos distributivos negativos y ha afectado particularmente a poblaciones vulnerables o discriminadas; ha estado asociada a crecientes niveles de violencia y corrupción, y ha facilitado el reclutamiento de jóvenes provenientes de familias de bajos ingresos al mundo del delito; ha fomentado mayores niveles de corrupción estatal; ha expuesto a situaciones de discriminación y/o estigmatización y ha dificultado el acceso a los sistemas de salud a las mujeres usuarias de drogas ilícitas.

El aparente fracaso de la guerra contra las drogas puede explicarse, desde el punto de vista económico, por el hecho de que, en un mercado con demanda inelástica – todos los estudios disponibles indican que así es – esa guerra reduce los niveles de producción, empujando el precio a la suba, lo que compensa esa caída, con lo que los ingresos totales de los productores suben. Con estos beneficios, los intermediarios pueden corromper a las autoridades a cargo de ejercer la ley y disponer de más recursos para defender sus negocios en base a la violencia (armas, mano de obra).

En este escenario, no sorprenden los discursos – como los de la ministra Frederic – que cuestionan la lógica de la guerra contra las drogas y llaman a replantear las políticas y normas vigentes. Algunos estudios encuentran, además, que las campañas de prevención y el mejor acceso a sistemas de tratamiento son más costo-efectivas que el encarcelamiento masivo, y que experiencias como la descriminalización del consumo de drogas en Portugal han tenido un impacto positivo desde el punto de vista del costo-beneficio social.

Dada la creciente insatisfacción con los resultados del enfoque prohibicionista, es útil relevar los estudios académicos que intentan evaluar, a través de métodos cuantitativos rigurosos, los resultados de las experiencias de liberalización del consumo de drogas llevadas adelante hasta el momento. De 46 estudios de ese tipo- relavados por López – 37 de ellos sobre EEUU (que abarcan tanto cannabis recreacional como medicinal), 2 sobre Portugal, 3 sobre Australia, 1 para Italia, otro para República Checa y otros dos son multi país.

Estos estudios examinan tres tipos de impactos: sobre el consumo, sobre la salud de los usuarios y sobre niveles de criminalidad. Con algunas dificultades se podría resumir que: 1) las iniciativas de liberalización/despenalización, según la mayor parte de los trabajos sobre el tema, parecen llevar a aumentos leves/moderados de la prevalencia del consumo de cannabis en la población adulta y probablemente a mayores tasas de desórdenes asociados a dicho consumo, pero no a mayores niveles de prevalencia en adolescentes. Estos hallazgos son básicamente consistentes con los que emergen de las estadísticas descriptivas disponibles para los estados de Colorado y Washington (pioneros en la legalización del cannabis recreacional en los EEUU); 2) algunos trabajos encuentran que las mismas ayudan a reducir el uso de sustancias más peligrosas (cocaína, heroína) y los problemas de salud asociados a dicho uso; 3) hay evidencia respecto de que la liberalización no induce mayores niveles de criminalidad y de hecho varios trabajos hallan que ayuda a reducir ciertos tipos de crímenes y a achicar el negocio del narcotráfico. Esto podría ocurrir tanto por el propio efecto directo de la reducción del mercado negro, como porque la policía puede ocupar más tiempo en la prevención de otros tipos de crímenes; en algunos estudios se menciona también que la apertura de dispensarios ayuda en el mismo sentido, en tanto que eleva el nivel de circulación de personas y la vigilancia en barrios con relativamente altos niveles de delito; y 4) algunos estudios hallan impactos positivos o neutros sobre ciertos indicadores de salud (accidentes viales o laborales, suicidios).

Resumiendo, los pobres resultados y altos costos de la estrategia prohibicionista y las pocas, pero aparentemente mejor costo/efectivas, hacen oportuno el debate serio en torno al cambio en las actuales normas legales sobre el uso de drogas recreativas, sobre todo el cannabis. Tampoco es necesario caer en una “grieta” entre ambos polos. Sería saludable realizar una evaluación entre diversas alternativas que incluyen la legalización de todas o solo ciertas sustancias, ejerciendo control del Estado donde hoy hay mercado criminal, así como la despenalización o descriminalización del consumo personal de las drogas ilícitas. Sin dejar de lado las campañas de prevención, así como de mejores sistemas de tratamiento y rehabilitación.

Recordemos que la destitución del Neuropsicofarmacologo británico Nutt provocó consternación en los círculos de la justicia penal inglesa y muchos lo vieron como prueba de que el gobierno no estaba interesado en un enfoque basado en la evidencia científica para la formulación de políticas, una opinión que comparte Nutt. “¿Cuál es el punto de tener un asesor científico si no quieres saber la verdad?”, se preguntó.

Del mismo modo es bueno alentar un debate alejado del oportunismo político, las posiciones no científicas y los intereses económicos que las modificaciones afectarían. El resto depende de las circunstancias y la voluntad política.

 

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