Cada semana se generan 17,5 exabytes en el mundo, el equivalente a 1,5 millones de veces los datos de la biblioteca del Congreso de Estados Unidos. En los años ochenta, acumular un gigabyte en un disco duro costaba unos 50.000 dólares, hoy cuesta dos céntimos de dólar. En los años noventa, el equipo para procesar un teraflop, un billón de operaciones de coma flotante por segundo, en la nube costaba unos 70.000 dólares. Hoy es la misma capacidad que tiene una videoconsola que cuesta 300 dólares. El satélite Hubble en 1990 tenía una cámara con 0,64 megapíxeles, los teléfonos móviles tienen cámaras de 12 megapíxeles.
Desde que se inició el uso del papiro en Egipto hasta la invención de la imprenta en 1440 pasaron 2.000 años. Estamos en medio de una revolución tecnológica sin precedentes desde entonces. La llegada de la imprenta generó riesgos en los monasterios, los venerables Jorge de El nombre de la rosa y la Inquisición perdieron influencia. Pero la humanidad abandonó el ostracismo de la Edad Media y comenzó la luz del Renacimiento, luego la Ilustración y la ciencia.
España siempre ha llegado tarde a todas las revoluciones científicas, y la del dato no es una excepción. Salvo honrosas excepciones, las empresas españolas siguen pensando que la revolución digital es tener una página web y que un chatbot es una marca de ropa deportiva. Europa tiene una regulación de protección de datos personales mucho más restrictiva que EE UU y China. Por eso me ha sorprendido negativamente la polémica generada por la acertada decisión del Instituto Nacional de Estadística (INE) de usar datos geolocalizados de nuestros teléfonos móviles para complementar su estadística del Censo de Población y los flujos de movimiento de población.
El temor es que el INE nos espía. El INE siempre ha realizado encuestas en las que nos pregunta dónde vivimos, nuestro gasto en consumo o nuestra situación laboral. Los movimientos de la población son determinantes para saber, por ejemplo, cuánta gente que vive en la periferia de Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao o Sevilla trabaja en el centro de la ciudad. Eso permite planificar cuántas líneas de metro hay que tener o la frecuencia de los autobuses públicos.
Para realizar ese análisis el INE subcontrataba empresas privadas que realizaban encuestas con un coste de 10 millones de euros. Los datos geolocalizados de móviles les permite tener más calidad de datos y el coste es infinitamente menor que el sistema analógico. Los datos son anónimos, por tanto, el INE no sabe quiénes somos, solo sabe dónde estamos y adónde vamos cada mañana y durante el día.
La guerra económica mundial se juega en la industria del dato y la inteligencia artificial. España juega en la segunda división de esa liga mundial. Europa va a aprobar un plan para competir con EE UU y China en este campo. O nos subimos a ese tren o estaremos condenando a nuestros jóvenes a salarios precarios de por vida y el talento seguirá huyendo de nuestra querida España.
Publicado en El País el 22 de noviembre de 2019.
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