Parece que nos queda inteligencia y sensibilidad para rebelarnos frente a la tiránica idea de novedad que se impuso hace unas décadas y podemos permitirnos mirar a los artistas como creadores en un sentido amplio, como imaginadores y hacedores del hecho artístico. Cuando un artista logra esta amplitud, que puede comprender incluso más elementos que lo puramente visual, complejiza las propuestas y genera, en caso de ser eficaces, una continuidad en el debate.
Tal es el caso de Ariel Cusnir y, particularmente, de su actual serie Los Rojos, expuesta en la galería Pasto de Buenos Aires. La muestra está basada, al menos a primera vista, en la historia argentina. La presencia de Sarmiento, de Urquiza, del barón de Mauá, de la soldadesca federal, de la pampa, las carretas y el desierto construyen un primer hilo narrativo que a poco de andar se muestra, como poco, insuficiente.
Cusnir lleva adelante una operación no exenta de riesgos. Construye una serie que necesita de la documentación rigurosa y que requiere de los tiempos particulares de la lectura pero al mismo tiempo desestima sus aspectos más rígidos y científicos. El tratamiento que hace de la historia no es literal, ni académicamente formal, ni tiene el tinte del claustro universitario, pero al mismo tiempo necesita usar toda su potencia para sostener la obra y permitirle desplegarse incluso más allá de sí misma. La propuesta es quitarle linealidad a cualquier tipo de discurso, dislocar la narrativa todo lo que sea posible sin caer en la banalidad. Cusnir usa la lógica del collage, y hasta del quilt, para juntar momentos, escenas, Historia e historias.
Hay una intención manifiesta por romper el hilo narrativo agregando elementos que están afuera del registro. Desde su oficio de pintor Cusnir trabaja esto en diferentes momentos. El encuentro de Mauá con Urquiza se celebra con un mobiliario más típico de una dependencia estatal que de un despacho del siglo XIX. Las carretas de las pinturas se parecen más a las del lejano oeste americano que a las de la pampa argentina de esos años. Los cielos rojos, los pastos verdes selváticos en mitad de la llanura, son elementos entre oníricos y sensiblemente provocadores. Estos recursos utilizados por el artista distan mucho de ser un juego o de una mera búsqueda de sorpresa para el espectador. Hay algo que puede verse como un “programa” en esta muestra, y se trata de desarticular todo intento de esencialización. Podríamos decir que la idea de Cusnir es panrelacionista: las cosas son lo que son por la relación que tienen o logran construir con las demás cosas. La literatura, la filosofía, el arte visual, la historiografía, la historia del arte son, en realidad, un mismo y único género narrativo que no reconoce fronteras entre disciplinas. La aventura estética se funde, o más bien se convierte en lenguaje de una idea, de una situación histórica reversible en el tiempo y una noción amplia de la Argentina como nación en el mundo.
Una de las pinturas de la primera sala de Pasto resume todo esto con nitidez. En “Campaña del ejército grande”, una obra que se llevó 4 años del trabajo de Cusnir, el polifacético Sarmiento es ahora boletinero del ejército de Urquiza y lleva una imprenta en la carreta para poder imprimir los bandos y las propagandas. Sarmiento periodista, gestor de medios y productor de contenidos. La pintura reproduce el registro de los artistas viajeros, como Fernando Bambrilla, Emeric Vidal o el más famoso Mauricio Rugendas. Hay algo de Cándido López en el racimo de uniformes que escoltan a Sarmiento. En el otro extremo de la obra, un jinete y su caballo, y dos figuras femeninas, un poco fantasmales, al lado de las chozas de adobe.
Sarmiento es importante en la obra de Cusnir. Hay que recordar el trabajo de la serie El Restaurante, donde un anciano sarmiento se desparrama en un sillón del salón de la Bolsa de Comercio. La recuperación del sanjuanino no es casual. En su figura cabe todo el programa de Cusnir. Primero escritor, luego docente y ensayista, más tarde soldado, activista y presidente, Sarmiento es al mismo tiempo un genio y un loco, un exagerado que presagia la exageración argentina como ningún otro.
La continuidad de la serie se resuelve en los sueños. La segunda sala contiene trabajos que entremezclan la historia con la imaginación y el espíritu libre. Hay un retrato del Barón de Mauá y una deliciosa obra en la que Juan Manuel de Rosas y Lucio V. Mansilla duermen en un mismo cuarto, entonado de color rosa, con flores y un clima calmo, femenino.
Hay en la exposición un momento transicional en el que la obra documentada deja paso al sueño creativo. Una obra, “Espiral”, colgada más arriba que las demás, parece operar como una suerte de laberinto o de túnel en donde el tiempo pierde sentido y se convierte en otra cosa, una materialidad distinta, una especie de canal o de vehículo entre formas.
La empresa de Cusnir es monumental y hay que celebrar que un artista joven se sienta comprometido a llevarla adelante. La capacidad que muestra para enlazar los misterios de la construcción identitaria argentina con las lógicas experimentales y discursivas del arte contemporáneo es totalmente infrecuente. Revisitar las desbordadas genialidades de los hombres ilustres y buscar los lazos con el presente y el futuro es una empresa útil y necesaria. Si además se busca en pleno uso de la libertad y sin apegarse a tradiciones maniqueas, no es quimérico esperar continuidades hermosas e inquietantes.
Publicado en Revista Ñ el 6 de noviembre de 2019.
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