“El hombre que señala” es una escultura minimalista de Alberto Giacometti. En los Estados Unidos, el billonario norteamericano Steven Cohen pagó por ella 14.139.000 dólares.
Para gastar esa suma hay que tener una inmensa fortuna. La de Cohen es de 9.220 millones de dólares. Y él está lejos de ser el más rico del mundo. Jeff Bezos, de Amazon, tiene 112.000 millones.
En los Estados Unidos el salario medio es de 3.267 dólares “de bolsillo” por mes; es decir, 39.204 por año.
Para cobrar 14.139.000, un empleado debería sobrevivir y trabajar … 360 años.
Pero, como los sueldos se gastan mes a mes, después de tres siglos y medio, a ese empleado no le quedaría nada. Salvo que pudiera ahorrar todos los meses 10% de su salario. Entonces sí podría comprarse el Giacometti… a los 3.600 años.
Eso en los Estados Unidos. Entre nosotros, el salario medio es de 1.134 dólares; es decir, 12.468 por año. Para llegar a los 14.139.000, el empleado argentino debería trabajar 1.134 años. Ahorrando 10% todos los meses… 11.340, Son sumas que cuesta creer. Hay que hacer varias veces las mismas cuentas para convencerse. Es que 11.340 años es casi el doble de lo que lleva la civilización en la Tierra.
Claro que cálculos como estos no sirven para medir lo que entendemos por “inequidad”, o “injusticia social”, que es la diferencia de remuneración entre quienes viven de ingresos fijos mensuales.
Los sectores de menores recursos no resienten que haya billonarios en alturas inexpugnables. Lo que un trabajador o trabajadora resiente es que, por hacer un trabajo similar, otro gane 5, 10 o 20 veces más que él o ella.
Además, esos billonarios –que no consumen, ni podrían consumir lo que ganan— no pueden hacer otra cosa que destinar la mayor parte de sus fortunas a las inversiones. Con lo cual, en gran medida revierten su dinero a la sociedad en la forma de bienes y empleos.
Si es bueno o malo que haya billonarios, es otro tema. Lo único cierto es que, a los efectos de medir las desigualdades, no podemos mezclar peras con manzanas.
Hay varios métodos para medir desigualdades que, si bien son correctos, no producen impacto alguno. Los coeficientes de Gini, por ejemplo, que sirven para medir diferencias entre países. Van de cero (utópica igualdad absoluta) a uno (injusticia total). Al común de la gente, esos índices le dicen poco o nada. A nadie lo mueve, por ejemplo, que el coeficiente de España sea 0,345 y el de la Argentina 0,424.
Las mediciones en porcentajes dan una idea más clara pero no suficiente. En cambio, decir que una persona tiene que trabajar 11 años para ganar lo mismo que otra gana en doce meses, sacude y facilita que se tome conciencia, ya no de la desigualdad sino de su verdadera magnitud. Esto podría mover a los gobiernos a otorgar una alta prioridad a las política niveladora de ingresos.
El desarrollo armónico de una sociedad exige reducir esa desigualdad. Eliminarla sería imposible: siempre habrá diferencias de aptitudes, méritos, responsabilidad, riesgos, edades o región geográfica.
Para reducir la inequidad injustificada sirve, ente otros medios, la política tributaria. Pero aplicarla exige planificación y tiempo. Improvisada o a destiempo, sería contraproducente. Afectar o anular la rentabilidad de los sectores con mayor capacidad de invertir, provocaría una veloz caída del producto y el empleo.
La justicia social suele ser mera retórica en los discursos políticos.
Los gobiernos populistas creen resolver el problema haciendo que el Estado pague a los trabajadores un suplemento de sus salarios, a cambio de nada. Crean subsidios y planes de asistencia sin contrapartida. A medida que pasa el tiempo la “caja” se va vaciando y, cuando el dinero se termina, el generoso gobierno (o el infortunado que lo suceda) se verá obligado a hacer ajustes que temporalmente aumentan la pobreza.
Reducir en serio la desigualdad es una tarea muy compleja, que demanda una poderosa ingeniería política. Hay que llevar adelante programas eficaces de largo plazo, y esto choca contra la aspiración de resultados inmediatos.
Las dificultades de llevar a cabo esa política, sin embargo no deberían provocar una autoextorsión.
Hay que estrechar la brecha, pero con pericia. Modificar el régimen impositivo con láser, no con tijera, desalentar las inversiones improductivas y reducir márgenes de ganancia sin afectar la competitividad.
Es posible que en el corto plazo esto produzca efectos contrarios a los buscados, por la reacción de los sectores de más altos ingresos, que puede afectar transitoriamente el crecimiento de la economía.
Al mismo tiempo se necesita un adecuado diseño presupuestario. Es necesario, por ejemplo, asegurar la calidad de la educación pública. Si la educación pública es mala y la privada buena, se incentiva la desigualdad y se fabrica pobreza.
Educación de calidad no es sólo ilustración. Es el desarrollo de la voluntad de superación, la organización de la vida, el establecimiento de relaciones sociales provechosas, la capacidad de maximizar el uso del dinero y –según sea el monto de la mejora y la estabilidad de la moneda—ahorrar excedentes y multiplicar su valor.
Reestructurar el sistema impositivo y los presupuestos es enfrentarse con obstáculos y resistencias, y pagar costos políticos.
La búsqueda de réditos instantáneos, que le den popularidad, es la tentación de muchos gobiernos.
Eso no resuelve sino que incrementa la inequidad.
Publicado en Clarín el 10 de noviembre de 2019.
Link https://www.clarin.com/opinion/trabajando-siglos_0_73wJD65m.html