Las palabras “corporación” y “corporativo” no gozan de buena salud, ni en la jerga académica ni en el ensayismo periodístico. Aunque son términos de carácter abierto y fácilmente reemplazables por otros de significación parecida, y que extraigan su definición de la índole asociativa de sus componentes, algo se resiste en nosotros al nombrarlos.
Quizá en los menos jóvenes el recuerdo (de todos modos lejano) reaviva la presencia del régimen mussoliniano, conducido por el Gran Consejo Fascista, en el que las corporaciones, tal como las entendían los italianos de entre las dos guerras, ocupaban una especie de Parlamento y hacían de las suyas con el aceite de ricino.
El origen de las corporaciones –que no se agotan, por supuesto, con el modelo fascista, finalmente más próximo a un nacionalismo autoritario y conservador– habrá que buscarlo en los gremios medievales, o quizá todavía más lejos, cuando los primeros hombres se percataron de que defenderían mejor sus intereses –contra otros hombres, eso sí– acompañados y no solos.
Probablemente una idea más concreta y específica de la corporación podamos encontrarla a partir de la Revolución Industrial, ya en pleno auge en el siglo XIX, en que surge el sindicalismo para defender los intereses de los trabajadores, al mismo tiempo que los propietarios de fábricas y demás medios de producción también trazan sus formas de colaboración y autodefensa.
Vamos a interrumpir ahora este elemental panorama histórico para trasladarnos, sin más, al día de hoy, un día de marzo de 2017, en pleno comienzo de un año electoral en la República Argentina, e inmediatamente advertiremos que las corporaciones efectivamente existen, y que unas cuantas de ellas tendrán una fuerte influencia en lo que ocurra este año entre nosotros: la política, la sindical y la empresaria.
Esas tres corporaciones, con sus equipos especializados, y apoyadas sin entusiasmo en la letra constitucional, son las que administran en forma directa o indirecta el poder, o una buena parte de él, en nuestro país (y en muchos otros). Una cuarta corporación, la militar, que tuvo peso y protagonismo por décadas, se descompensó en 1982, por decirlo así, con la guerra y derrota en las Malvinas, y debió retirarse a cuarteles de invierno.
Y por fin no debe olvidarse una quinta corporación, la mediática o periodística, a la que pertenece, situado en un modesto mirador, el autor de estas líneas. No sobreestimen, por favor, a esta corporación que cree saberlo todo y que además pretende comunicarlo, solo para terminar cayendo, a menudo, en el solipsismo y la redundancia.
Tampoco sería justo desposeerla de toda virtud. A veces es valiente simplemente por estar donde está, en los lugares que las otras corporaciones usan para el ocultamiento, incluso más allá de los vehículos tradicionales como los libros y los diarios. Su eficacia suele ser mayor en la denuncia que en el análisis, si bien alcanza asimismo algunos buenos momentos en el entrevero con la vida cotidiana.
Debo aclarar que mis preferencias, tal vez por razones generacionales, se orientan hacia el periodismo gráfico, es decir, el que se escribe y se lee, sin que hagan falta imágenes quietas o en movimiento (y eso sin desdeñar la inteligencia y cultura de varios periodistas televisivos, de los que solo mencionaré a Nelson Castro). Creo, por ejemplo, que el periodismo deportivo argentino está entre los mejor escritos del mundo; algo parecido ocurre con las secciones de espectáculos.
De acuerdo a estos planteos, ¿qué podrán aportar de constructivo las corporaciones, si es que tal cosa existe, en el próximo acto electoral? Deberían recordar, y no volver a olvidárselo nunca, que en las democracias el poder final no es de nadie, sino que lo desempeñan sucesivamente los que el pueblo elige, en conformidad con plazos y procedimientos establecidos por nuestras leyes fundadoras. Este mandato vale, sobre todo, para las dos corporaciones que representan intereses económicos y espacios sociales contrapuestos: los sindicatos y las asociaciones empresarias.
Insistiré en criticar y defender al mismo tiempo la corporación a que pertenezco. Es, digámoslo así, un mal necesario, y sobre todo cuando se trata de periodismo político: tanto puede maquillar al peor presidente o caudillo, como contribuir a que se haga justicia en el Watergate, o ayudar a que se descubra (¡ojalá así sea!) el asesino de Nisman.
¿Nos queda claro, en consecuencia, quiénes son los que deberían ocuparse de “la administración del poder” (insistimos en el concepto) en una democracia republicana?
Sin duda, la corporación o clase política, las cabezas más lúcidas de los partidos políticos, los que han dedicado su vida a enseñar y a aprender democracia. Más política de calidad, y no menos. Por supuesto firmemente sostenida por el voto de sus conciudadanos. Y sin creer para nada en el cualunquismo, los disfraces ideológicos o los salvadores de la patria.