Para refutar un dislate, un disparate: si se llegara a aprobar el proyecto de ley que nos obligará a utilizar el lenguaje oficializado de la memoria trágica, Graciela Fernández Meijide, integrante de la Comisión Nacional de los Desaparecidos (Conadep), por poner en debate el número de presos desaparecidos, podría ser condenada hasta con 2 años de prisión. Y también yo, por negarme a llamar a la dictadura “cívico-militar”, no porque ignore el apoyo civil con que contó la dictadura, sino porque cívico remite a ciudadanía y lo que define a las tiranías es que cancelan todos los derechos ciudadanos.
La fórmula impuesta por los organismos de derechos humanos es un contrasentido. Pero ojalá se tratara de una cuestión semántica y no de la malversación de los principios democráticos, o la clara intencionalidad de construir un discurso único sobre el pasado trágico. En la Argentina no se puede hablar de negacionismo como en Alemania, Francia, Bélgica y Suiza, países que sancionan a los que niegan el exterminio de los judíos y las cámaras de gas. Nuestra democracia nació bajo el signo más auspicioso: el juicio a las juntas, que instituyó una verdad que hoy nadie puede negar.
Lo que distingue a la tiranía de nuestro país de otras es que en la Argentina la represión fue clandestina. Una estrategia perversa para evitar que los cadáveres pudieran condenar a un Estado que se hizo terrorista. Así se entiende la titánica tarea de la Conadep, creada para reconstruir lo que había sucedido en la clandestinidad con la valerosa colaboración de los sobrevivientes que fueron reconstruyendo el calvario. Entonces los Falcon, símbolo del terror, todavía circulaban por la ciudad y nadie sabía si la democracia tendría larga vida. Dos años después, el juicio a las juntas instituyó la verdad: en la Argentina el Estado había cometido crímenes atroces y al condenar a los comandantes de las tres juntas se establecieron las responsabilidades penales. Por las desapariciones y los campos de detención clandestina, la Argentina pasó a engrosar las odiosas masacres administradas del siglo XX, junto al nazismo y al estalinismo.
Si el negacionismo es la actitud de negar la realidad para evitar una verdad incómoda, o es el rechazo a lo que se puede verificar, la sociedad demoró años en aceptar que en nuestros país las personas habían sido deliberadamente secuestradas, mantenidas en campos de detención clandestinos, arrojadas al agua en los vuelos de la muerte, apropiados los bebes nacidos en cautiverio. Y existió el negacionismo político: la autoamnistía negociada por el peronismo si ganaba Luder. ¿No hubo también negacionismo cuando los levantamientos carapintadas le arrancaron a la democracia las leyes de obediencia debida y punto final, o cuando se compró el indulto de Firmenich, que terminó favoreciendo a Videla? Por años los legisladores peronistas se negaron a dar quorum y debatir los proyectos de leyes para establecer la inconstitucionalidad de esas leyes de perdón. Negacionismo histórico existe cuando se niega la violencia de la Triple A y las organizaciones armadas que antecedió a la dictadura y se deja en manos del demonio lo que hicieron seres humanos concretos con nombre y apellido. Hasta que en el gesto más transparente de la confusión entre el Estado y el gobierno, Kirchner, como si dijera “el Estado soy yo”, pidió perdón, bajó el cuadro de Videla, y sobre eso se comenzó a escribir la historia que hoy busca imponernos cómo debemos hablar y pensar.
La mayoría de los países europeos tiene mecanismos para castigar a los que incitan a la violencia, el odio y el racismo. Si los que acompañaron al Presidente en su viaje a Francia hubieran puesto atención, habrían escuchado a Macron defender como valor supremo de Francia la libertad de expresión aun cuando ofenda. A ningún país le resulta sencillo lidiar con el pasado trágico, pero la mayoría sabe que la cultura de la memoria es un hecho colectivo que tiene un propósito fundamental: evitar su repetición. La Argentina, como país, fue más lejos que nadie en la región con el juicio y la condena del terrorismo de Estado, y la constitucionalización de los derechos humanos. Pero poco o nada se hizo para combatir la incitación a la violencia y el lenguaje del odio.
Confío en que los verdaderos demócratas no acepten el chantaje emocional del que fui testigo en mi vida legislativa, cuando poquísimos diputados y senadores se animaron a contrariar las imposiciones de la mayoría sobre temas controversiales: el cambio del prólogo del Nunca más, el 24 de marzo como feriado, la extracción de ADN compulsiva, la restricción de la universalidad del Banco Nacional de Datos Genéticos. No se pueden instaurar por ley o decreto “verdades oficiales” ni castigar las opiniones por “negacionistas”, porque eso es negar el valor supremo de la democracia: el derecho a decir y a opinar sin persecución.
Publicado en La Nación el 24 de marzo de 2020.