Escribir historia es un acto valiente. Se seleccionan hechos, y por más que se intente ser certero en la selección, siempre hay sesgo. Se buscan fuentes, se ensayan explicaciones. Los acontecimientos pueden tener interpretaciones múltiples, y es un ejercicio apasionante acceder a ellas sin prejuicios.
El ejercicio de la investigación, cuando es honesta, nos pone de frente a la grandeza y los límites de las personas, las carencias, los desafíos. La historia puede devenir en estimulo reflexivo, en evocación identitaria, en punto de encuentro o disputa. En cualquier caso, no es un instrumento neutro.
La sociedad argentina discute el pasado con intensidad, incluso con estridencia, y muchas veces eso impide dejar un espacio abierto a posiciones que no pretendan condenar o absolver, sino más bien entender y aprender.
La imposibilidad de la neutralidad no debería leerse como una restricción para el aprendizaje.
Cuando se recurre a la frase hecha “las lecciones de la historia”, lo que se señala es que recorrer con rigor los hechos, nos sirve para revisar los circuitos que nos trajeron hasta el presente.
Lamentablemente, al abusar de la historia como terreno de disputas, reservamos para nuestros referentes solo los roles de héroes o villanos y nos perdemos la riqueza que podríamos obtener desde otras perspectivas. Preguntarnos y colocarnos en un contexto puede tener mayor sentido que pretender resolver desde el hoy los dilemas del ayer (o la inversa).
Hace pocos días Horacio González ha promovido una relectura de los 70: es una invitación intelectual de lo más interesante.
Pasados tantos años, y a pesar de las heridas abiertas, existen mayores posibilidades de una revisión calificada.
Es muy claro que los 70, la violencia política y nuestras convulsiones institucionales, son explicables. Por más que desde el presente, muchos hechos son difíciles de entender, lo cierto es que sucedieron y merecen que le pongamos atención.
Nadie en su sano juicio puede ignorar lo que significó el golpe del 55 y el bombardeo a la Plaza de Mayo, la proscripción del peronismo, y la influencia que en todo el continente tuvo la Revolución Cubana, la Guerra Fría, o la transformación postconciliar de la Iglesia Católica. Y en el mismo sentido, los impactos planetarios de la intervención norteamericana en Vietnam, los sucesos de París del 68, la movilización por los derechos civiles en Estados Unidos en los 60, o la emergencia en Occidente de una juventud más informada y sobre todo más desapegada de las tradiciones culturales de sus padres.
Dicho todo esto (muy sintéticamente), correspondería hacernos algunas preguntas: ¿el contexto social argentino justificaba la violencia?; ¿los antecedentes argentinos de “reformismo no violento y exitoso” no sugerían otras vías políticas?; ¿era la violencia una vía ineludible?; ¿había espacio para una acción efectiva “no violenta”?; ¿fueron los violentos más virtuosos que aquellos que no seleccionaron esa vía de confrontación política?; ¿la sociedad argentina reclamaba el uso de la violencia o por el contrario se sentía atemorizada frente a ella?; ¿las prácticas políticas de quienes optaron por la violencia eran mejores que la de aquellos que no la adoptaron?; ¿ por qué la violencia no cesó con la normalización institucional?; ¿a quién beneficio la violencia?
Si, como dice González, los 70 merecen ser revisados, tal vez concluyamos que la sociedad argentina, arrastra una vocación violenta que no nos animamos a denunciar con suficiente énfasis para desterrarla; y muy probablemente eso nos hace demasiado indulgentes con todos los responsables sociopolíticos que construyeron esa década.
Por lo demás una valoración positiva de la violencia política “a priori”, como pronunció González, parece un ninguneo por las múltiples sensibilidades que en nuestro país hay sobre la materia.
No creo en la violencia como instrumento político, y creo que en Argentina los resultados de su utilización, en materia institucional, pero sobre todo humanamente, son muy negativos.
No se trata de condenar, exculpar o valorar. Se trata de aprender.
La obstinación por la confrontación ha sido una constante argentina. También la desresponsabilización.
Cuando el discurso político construye un enemigo irreconciliable, se habilita cualquier acción frente al mismo. Es una perspectiva que tiende a espiralizarse y se lleva la energía social hacia objetivos riesgosos.
La democracia institucional y el respeto a la voluntad popular, el pluralismo y la promoción de la diversidad, la legalidad y los límites a la competencia política, las restricciones al accionar estatal y las decisiones de la justicia como referencia común, la promoción de la paz y tantos otros conceptos vilipendiados en los 70 (y ahora mismo en muchos lugares del planeta), no son veleidades de países ricos, ni artículos de cotillón en el debate público. Son elementos esenciales de un modelo convivencial.
Reivindicar el accionar violento en los 70 es como decir que hemos asumido forzosamente aquellos conceptos, como restricciones de este momento histórico, y no como organizadores de una sociedad tolerante.
Para que el dolor que nos provoca el pasado nos enriquezca, los argentinos tal vez debamos dejar de indultarnos y asumir cada uno la parte que nos toca.
Publicado en La Nación el 25 de septiembre de 2019.
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