Entre caminos de silencio y olvido una lápida todavía recuerda su existencia. Remedios de Escalada forma parte del panteón patrio que cobija el Cementerio de la Recoleta porteño. Su memoria se resguarda junto a la de los que, como ella, dejaron su vida por este suelo.
María de los Remedios Escalada nació en Buenos Aires, el 20 de noviembre de 1797, en una de las familias más acaudaladas de la ciudad. Rodeada de lujos, creció en una mansión emplazada sobre la esquina oeste de las actuales calles Juan Domingo Perón y San Martín, en el centro porteño.
Según los hermanos británicos Robertson, amigos de su padre, aquella era una de las viviendas más suntuosas de Buenos Aires de principios del siglo XIX. “Famoso fue el salón de Escalada, en la mansión que alzaba sus encalados muros (…) las paredes estaban tapizadas en damasco de seda, lujo desconocido por aquel entonces en Buenos Aires; en las amplias ventanas, colgaban pesados cortinados y el piso cubierto de gruesas alfombras importadas de Europa. Sobre las paredes, vistosos espejos venecianos y severas pinturas procedentes del Alto Perú y Quito, y el ambiente, solemne y señorial, se veía impregnado por el perfume de los pebeteros”, detallaron.
Desde pequeña, Remedios cumplió el rol de toda niña pudiente. Cada domingo acompañaba a su madre, Tomasa de la Quintana, a misa. Allí lucían ante todos sus prendas más finas, combinadas con elegantes zapatos de raso. En ocasiones especiales desplegaban bordados de oro y plata.
Durante los días de frío, desde su carruaje camino a alguna actividad social, Remedios podía ver a sus vecinos sentados al sol buscando no congelarse. La mayoría sólo contaba con un brasero, como mucho. A diferencia del suyo, los hogares no tenían casi muebles y se vivía muy humildemente.
En aquella época las diferencias sociales se marcaban hasta con horarios: “Se desayunaba chocolate o café con leche –relató Mariquita Sánchez de Thompson-, con pan o tostadas de manteca o bizcochos. Nada de tenedor. Se comía a las doce en las casas pobres, a la una en las de media fortuna; las más ricas a las tres y cena de diez a once. (…) La mejor azúcar era de La Habana. No había mejor. La sal blanca tampoco se conocía. En las casas finas llevaban los terrones y los secaban al sol, para tener en los saleros lo que ahora se tiene sin trabajo y mejor”.
Remedios era una verdadera privilegiada en un mundo marcadamente desigual. Su padre, don Antonio José de Escalada, fue uno de los personajes salientes de la Revolución de Mayo y estuvo presente en las míticas reuniones del Cabildo. La adoraba sin medida y consintió todos sus caprichos.
La muchacha conoció a José de San Martín en una de las fiestas que daba su familia: los presentó Carlos de Alvear. Con 14 años quedó prendada de aquella mirada capaz de trazar naciones y decidió aceptarlo. La negativa familiar ante la relación fue inmediata, pues se trataba de un completo desconocido sin fortuna. Pero Escalada terminó accediendo.
Aun así, doña Tomasa jamás aceptó a su yerno. Lo hizo víctima desde el principio de los mayores desprecios. Se refirió a él en todo momento como “soldadote” o “plebeyo” y no cruzaban palabras.
La boda se llevó adelante de manera privada, el 12 de noviembre de 1812, siendo testigos “entre otros — dice la partida original— el sargento mayor de granaderos a caballo, don Carlos de Alvear, y su esposa Carmen Quintanilla“.
Al casarse y vincularse con los Escalada, San Martín llevó a cabo su primera conquista: una posición que atrajo a sus filas un cuadro de oficiales envidiable. Entre ellos, sus hermanos políticos Manuel y Mariano. Todos querían ser parte del naciente Regimiento de Granaderos a Caballos. A su vez, apellidos como Necochea, Lavalle, Olavarría y otros dieron brillo a la formación.
En 1814, el matrimonio se trasladó a Mendoza. La realidad de Remedios cambió por completo y los lujos a los que estaba acostumbrada desaparecieron. La pareja vivió sencillamente en una casa de la actual calle Corrientes de la capital provincial. Pese a que había sido criada prácticamente como una princesa, la joven se adaptó a la humildad de su nuevo hogar. Incluso lejos de incomodarse o reclamar, Remedios colaboró con la empresa sanmartiniana organizando eventos para recaudar fondos y generó vínculos fundamentales con las familias más importantes.
Fueron los años más felices en la vida de ambos. Generalmente, al caer la tarde, luego de un día laborioso, solían visitar los locales ubicados en la famosa Alameda mendocina. Allí, entre café y chocolates, trataban de manera amena con los habitantes. La vida tenía mucho más para ofrecerles. En 1816, mientras su marido gestaba la mayor hazaña americana, en el vientre de Remedios crecía Merceditas. La niña llegó al mundo el 24 de agosto de aquel año.
Cuando el Ejército finalmente se marchó, en enero de 1817, toda esa felicidad se desvaneció para siempre. Desde entonces, Remedios vio a su marido esporádicamente, antes o después de alguna victoria. Dos años más tarde el general la hizo regresar al lado de sus padres. Los motivos son aún un misterio.
Remedios para entonces estaba muy enferma de tuberculosis y agonizó en Buenos Aires con la esperanza de volver a ver a su esposo. Abatida y enferma, la muerte de su padre en 1822 fue un golpe demasiado duro. Mientras tanto, su salud empeoraba. Los médicos poco podían hacer por entonces y le aconsejaron que se trasladara al campo. Tomasa no lo dudó y llevó a todos a la quinta familiar. La mujer sostuvo a su hija con fuerza hasta el final, el 3 de agosto de 1823.
San Martín se encontraba entonces en Mendoza y escribió desolado a Nicolás Rodríguez Peña. Señaló que su ánimo estaba “agitado y su paz perturbada”. “Uno puede conformarse con la pérdida de una mujer, pero no con la de una amiga”, apuntó.
Pocos meses más tarde visitó la tumba de Remedios y dejó la leyenda que se puede leer hasta hoy: “Aquí descansa Remedios de Escalada, esposa y amiga del General San Martín”.
Publicado en Infobae el 2 de agosto de 2019.
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