miércoles 9 de octubre de 2024
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Hugo Vezzetti: “La condición de una memoria histórico política es tener un marco institucional”

Esta entrevista se realizó en el programa Pasado Imperfecto del 11 de mayo, transmitido por Radio Nacional. Dado la importancia del tema, el entrevistado incorporó referencias a la entrevista para enriquecer la misma (Redacción 20M).

La idea que el mundo puede ser transformado por la acción de las personas es, en términos históricos, muy nueva. François Furet considera que esa fue de hecho la novedad radical de la Revolución Francesa, el momento en el que se inventó la política moderna. Las personas entendieron que la historia no estaba determinada y empezaron a actuar para modificarla. En aquel pasado muchos consideraron que para poder transformar el mundo los sujetos debían cambiar. El mundo nuevo solo podía ser creado por hombres nuevos. Esta figura, la del hombre nuevo, fue propia de la política revolucionaria, respondían las personas que, como su presente y su futuro eran moldeables están dispuestas a entregarse de forma total a una causa, incluso dando su vida. El hombre nuevo operaba al mismo tiempo en un sentido individual y era también un cuerpo colectivo, una humanidad nueva. Tenía la conciencia de vivir una época excepcional y creía en la violencia revolucionaria como método, entendía que había sacrificios para asumir y llegar a la liberación y se veía a sí mismo como un soldado luchando en una guerra. Esto lo llevaba a estar alerta, a sospechar de todos, de los enemigos, de los propios, de él mismo. Comenzaba a creer que había una conspiración multiforme y multipresente lo que le permitía justificar la existencia de una vigilancia estricta, denunciar complots, buscar escondites, vigilar conversaciones, incluso reclamar la pastilla de cianuro para poder convertirse en un héroe que deja su vida luchando y no en un traidor que claudica quebrado por la tortura. Sobre los años setenta y la dictadura, sobre la violencia revolucionaria, sobre el deseo de transformar el mundo, y sobre cuánto nos cuesta hablar sobre estos temas charlamos con Hugo Vezzetti en el programa de Pasado Imperfecto del 11 de mayo, transmitido por Radio Nacional.

Hugo Vezzetti es profesor de la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet. Fue interventor y decano normalizador de la Facultad de Psicología de la UBA durante la transición democrática, entre 1984 y 1986. Ha integrado el Comité de Dirección de Punto de Vista. Enseñó en las universidades de San Luis, Tucumán, Rosario, en la Universidad Nacional de San Martín y en el INCIHUSA-Conicet de Mendoza. En 2004 obtuvo el Premio Konex en la disciplina “Ensayo político” y en 2016 en “Psicología” y es autor de La locura en la Argentina (1983), Freud en Buenos Aires (1989), y Aventuras de Freud en el país de los argentinos (1996) y, en nuestro sello, Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina (2002) y Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y olvidos (2009). Psiquiatría, psicoanálisis y cultura comunista. Batallas ideológicas en la Guerra Fría (2016).

 

Quería empezar preguntándote sobre algunos temas acerca de los cuales nos cuesta hablar, que tal vez podríamos llamar tabúes, con los que no nos podemos poner de acuerdo, ni siquiera en algunos datos concretos. Estoy pensando, para empezar livianamente, en el tema del número de los desaparecidos, pero no solo eso, también por ejemplo en lo que se llamó la “Teoría de los Dos Demonios” del Nunca Más u otras cuestiones relativas a estos años de violencia política. Mi primera pregunta va por ese lado. ¿Por qué nos cuesta tanto hablar sobre estos temas?

En principio son temas que, en general, se han incorporado de la peor manera al debate político más inmediato. Se podría hacer una historia de los contextos de discusión de ese pasado reciente; y se puede ver que no siempre fue imposible o difícil discutirlo. Es un problema que se presenta más en los últimos años. Y habría que ver qué cambio.

¿En los años noventa se podía hablar de esto?

Se podía discutir. Por ejemplo, para hablar del número de desaparecidos. Esa discusión estuvo abierta desde el comienzo. Lo señalo en mi libro. Incluso hubo un debate que se dio en la revista Controversia que se editaba en México, en el exilio, en 1979. Por supuesto la discusión podía ser enconada pero al mismo tiempo se admitía que era un tema que se podía discutir. Yo registro también el modo en que una figura como Emilio Mingone, del núcleo más consistente y más conocido del círculo de defensa de los Derechos Humanos, también en determinado momento podía decir que el número tiene un carácter simbólico, que tendríamos que hablar de víctimas y no de desaparecidos. Y nadie lo crucificaba por eso. Eso está escrito a fines de los noventa. Lo tengo registrado porque salió en una publicación del CELS en ese momento, cuando él lo presidia.[1] Al mismo tiempo, Mignone reconocía que era difícil discutirlo y que no le interesaba discutirlo, en una organización que privilegiaba otras luchas. Lo mismo puede decirse de lo que significó la discusión que se armó a partir de algo que salió en la revista La Intemperie, en Córdoba, que en realidad se desencadena a partir de una carta de Oscar del Barco.

Uno de los primeros que desde la Argentina criticó el accionar de los partidos armados.

En realidad lo que dice nace de un testimonio de alguien que había participado de la experiencia del EGP, el Ejército Guerrillero del Pueblo, una experiencia que se desarrolló en Salta, en 1963 y 1964, durante el gobierno de Humberto Illia; y que proyectaba expandirse, a partir de la teoría guevarista del foco. Nace en relación con lo que al mismo tiempo estaba encarando el Che Guevara en Bolivia. Esa pequeña organización guerrillera, que no llegó a realizar ninguna acción, sin embargo ejecutó a dos de sus integrantes. Ese es el núcleo de la historia contada por Héctor Jouvé, uno de los sobrevivientes. Él recuerda esa historia y se hace de algún modo responsable. En fin, es un testimonio muy sentido de lo que había sido esa experiencia. A partir de allí es que Oscar del Barco dice “todos somos responsables, aun los que no estuvimos ahí, aun los que no apretamos el gatillo pero de alguna forma apoyamos eso”; y llama a, a la izquierda, a asumir esa responsabilidad. Eso generó un debate que esta recopilado en dos volúmenes por la editorial de la Universidad de Córdoba.[2] Intervinieron todos los intelectuales del progresismo hacia la izquierda, y en general nadie salió a crucificarlo a Del Barco por decir eso. Decía cosas terribles en esa carta en la que directamente igualaba a Firmenich con Videla. Obviamente hubo quienes se lo discutieron muy firmemente, pero lo que quiero decir, no hubo nada que mostrara que eso no se podía decir en el espacio del progresismo. Estoy hablando de una discusión que se daba en medios intelectuales, que probablemente no llegó a mucho más, aunque Lanata en algún momento publicó una novela bastante mediocre alrededor de ese tema.[3] Eso evidentemente cambió. Entonces hay que ver qué cambió. Yo pondría más el acento en las condiciones presentes, en las condiciones de construcción, o de declive, de lo que puede llamarse una democracia argumentativa, abierta al debate de las ideas.

¿Se modifica después del 2000?

Eso cambia en el momento que empieza a haber una idea mucho más encarnada desde el Estado y el gobierno de que hay una verdad oficial. Se puede poner un síntoma bien nítido en el momento que se considera que el Nunca Más tiene que tener un segundo prólogo que corrija al primero, en 2006. No es que no se puede discutir el prólogo, de hecho todo el mundo lo había discutido. Pero es distinto que la Secretaria de Derechos Humanos, el Poder Ejecutivo, decida y firme en el mismo documento una rectificación.

¿Cuáles fueron los cambios que se introdujeron a la segunda versión respecto a la primera?

En el libro mismo no se introdujeron cambios, lo que se consideró es que el lector llano no estaba preparado por si solo para leer ese prólogo, si alguien no le decía cómo debía ser leído. Ese es el rasgo autoritario de la intervención. Es la incorporación de una verdad oficial, y en ese sentido el foco era la “Teoría de los Dos Demonios”. No para contextualizarla, porque es cierto que se podría haber incluido lo que nosotros conocemos como un estudio preliminar, así como se publica el Facundo con un segundo o tercer estudio preliminar. Pero eso en principio lo firma alguien, no lo firma el Ministerio de Educación. Yo intenté en mis dos libros, una suerte de genealogía de la “Teoría de los Dos Demonios”, que es algo completamente distinto. Traté de ver de qué modo  surge esa representación de la violencia política, no por la invención de alguien, sino que surge como un modo de representación que la propia sociedad genera en relación a esos episodios de violencia.

Y surge bastante tempranamente…

Primero surge tempranamente, antes de la dictadura. Segundo, no surge en el espacio de los defensores de la dictadura, que no creían que hubiera dos demonios, es evidente que para ellos el demonio era uno solo. Y además muestro que surge, por ejemplo, en el seno de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos; allí aparece la necesidad de condenar la violencia guerrillera junto con la represión estatal, antes de 1976.

Eso se sustenta en el hecho de que había actores que hacían una condena global a la violencia, fuera esta represiva o de izquierda. 

Pero además hubo una condena política. Hubo organizaciones políticas de izquierda, incluso de la izquierda revolucionaria, que decían que ese camino en realidad lo único que hacía era fortalecer a la reacción y dar justificación e impulso a la represión brutal de todas las expresiones de izquierda.

Lo que se llama después “Teoría de los Dos Demonios” ¿tiene su origen en la propia izquierda no combatiente?

En parte si; y en lo que hoy llamamos el “progresismo”. En el Partido Comunista, por ejemplo. El problema es que la deriva posterior del PC durante la dictadura parece que tiñe todo lo anterior. Pero hay que ver cómo argumentaba el PC, incluso en los tiempos del guevarismo, en relación con la tesis del foco. Hay que ver esas discusiones en sus propios términos, lo que era esa experiencia en los años sesenta y no teñirlas con lo que pudo ser la deriva posterior del PC hacia 1976. Pero también, se pueden ver posiciones semejantes, de condena del foquismo, en organizaciones del trotskismo y del PCR. En el caso de Vanguardia Comunista, que conozco porque era la organización en la que yo estaba, se condenaba el “guerrillerismo”. Hay un trabajo conocido de  crítica muy temprana al guerillerismo: eso era al guevarismo.[4] Todavía no tenía demasiado desarrollo la guerrilla, sólo la experiencia del EGP; ni siquiera podía decirse  ahí que había una visión bipolar de la violencia, lo que había ya era la idea, que tiene una larga tradición en la izquierda, incluso en la izquierda leninista, de crítica al ultraizquierdismo. 

Las discusiones vienen también acompañadas por el ensalzamiento ¿Hay ahí una novedad en la oficialización de esta lectura?

Ahí también hay una historia que reconocer. En general se disimulan las aristas más complejas de las visiones sobre la guerrila. Hay una primera formación de la memoria sobre la dictadura y los desaparecidos que pone el acento en la condición de víctimas. Y es eso lo que habilita la comparación con el Holocausto y con distintos crímenes de masa, que ponían el acento en el carácter criminal de una represión y de una empresa de exterminio descargada sobre un grupo humano o político. Luego viene otro momento, y es lógico que así haya sido, que se corresponde con una iniciativa como la de Martín Caparros y Eduardo Anguita en La voluntad.[5] La idea era que esa historia había que contarla de otro modo. En términos de una memoria histórica de sus protagonistas, ¿en qué condiciones se dieron esos crímenes? Allí emerge una evocación de la militancia, del proyecto, la decisión y la voluntad, pero también la utopía. Esa nueva configuración tendía a exaltar a esa militancia, ya no eran víctimas sino que eran militantes, y está bien que se los reconociera como tal; y por supuesto ese reconocimiento traía aparejada cierta idealización. Yo me ocupé del tema en mi primer libro sobre la dictadura.

Venía con ciertos valores de ese tipo particular de militancia.

Si, pero casi no estaban las armas; sólo estaba la violencia represiva. Todavía, se puede decir (y estoy simplificando), en la narrativa que predomina en ese libro, que es una recopilación de testimonios, no se trataba tanto de una memoria de combatientes, era una memoria de una aventura juvenil, de esa generación revolucionaria, donde se evocan más las relaciones personales, amorosas, los juegos; y por supuesto, la solidaridad y la entrega. Son mil quinientas páginas y casi no aparecen las armas. 

Hay una figura que vos traes para describir a estos revolucionarios y ya hablando más específicamente tal vez de montoneros que es la del Hombre Nuevo, ¿nos consta un poco de qué se trata ese hombre nuevo y de dónde viene la tradición de pensarlo así?

Hay una historia de muy larga duración, por lo menos en Occidente, del hombre nuevo que nace con el cristianismo: el hombre nuevo es el hombre renacido en la fe, es Pablo. Por lo tanto, se puede decir que eso está ahí como un núcleo latente, realimentado distintos mesianismos políticos; o religiones políticas, para usar la expresión que acuñó en algún momento Emilio Gentile. Pero, hay que decirlo, es una figura tanto de la izquierda como de la derecha fascista, El fascismo italiano hablaba del nuevo hombre y probablemente llevó más lejos que nadie un verdadero culto alrededor de l’Uomo nuovo. Por supuesto, también el comunismo soviético, por lo menos en el primer momento revolucionario, hablaba de nuevo hombre. La idea que le da sustento es que una revolución debe terminar de edificarse en los propios sujetos. En ese punto también venía a poner en cuestión, por lo menos en el horizonte del marxismo, una visión demasiado objetiva de la revolución, que decía que bastaba cambiar las relaciones de producción, intervenir sobre el Estado. En cambio se proyectada y se reclamaba un cambio en los propios sujetos. Por supuesto, era una apuesta finalmente fracasada, hay que decirlo, que no puede sino fracasar, para cualquiera que conozca un poco alguna mínima teoría del sujeto. 

Es central en toda la tradición revolucionaria…

Es central y al mismo tiempo no toma en cuenta las evidencias. Veamos la experiencia de la revolución soviética. Finalmente podríamos decir que ha constituido algo así como un experimento histórico. Entonces digamos, setenta años de la Unión Soviética, un régimen que tenía todos los resortes para impulsar ese cambio que debía alcanzar a las estructuras subjetivas, no solo no produjo nada en esa dirección, de un nuevo sujeto, sino que produjo todo lo contrario. Lo que ha salido de esa experiencia, en general, en Rusia y los países de Este, son sociedades poco solidarias. Y esto se puso a prueba frente al drama de los refugiados en Europa: Alemania o Francia han sido más solidarias que Hungría o Polonia, para no hablar de Rusia. 

¿Pero cuáles eran las características que este hombre nuevo debía tener?

No había una sola figura. Para hablar de la experiencia latinoamericana, una figura del hombre nuevo era el Che Guevara. Mucho de la mitología alrededor del Che tiene que ver con eso, alguien que abandona su clase y sus privilegios.

Deja su cómodo mundo burgués…

Si, pero también encerraba una contradicción insalvable. Porque la demostración misma del cumplimiento de esa condición absolutamente novedosa de este sujeto es que moría por la revolución. El hombre nuevo es el hombre que finalmente muere por la revolución. Es claro que no tiene mucho futuro una revolución que tiene que sostenerse solo sobre esa figura. Pero no digo que sea la única.

¿Hay dentro de los revolucionarios diferentes muertes? Hablas en algún momento de muertes que son significativas, heroicas, y otras más olvidables.

Una de las cuestiones, de las dificultades y de las apologías de la configuración revolucionaria es que finalmente está atravesada por una idea fuertemente jerarquizada de su propia organización y eso anticipa una idea fuertemente jerarquizada de la sociedad a la que aspira. Por lo tanto todas las sociedades que han surgido de esos proyectos no han hecho nada en el sentido de una horizontalidad del poder, sino todo lo contrario. Evidentemente la muerte no tenía el mismo sentido en la cúspide que en la base. Pero lo mismo se podría decir, para retomar algo de lo que hablamos, en relación con la temática del hombre nuevo. Cuando el Che Guevara escribe sobre estos temas, y esto tiene algún reflejo acá, el hombre nuevo también apunta a aquellos que debían incorporarse a las formas de producción en el socialismo, significaba sujetos trabajadores movilizados por incentivos morales y no materiales. Exigía ser generoso, solidario, renunciar al egoísmo y por supuesto ser disciplinado frente al Partido y al Líder. Obviamente, no era el mismo patrón valorativo que se exigía a quien ocupaba el lugar del Líder o a la cúpula de la conducción. O, en la aventura revolucionaria, al jefe guerrillero. Ahí es donde aparecía una configuración muy vieja en Occidente que es la del guerrero, la vieja separación del mundo de los guerreros y del pueblo llano. Y la función del miedo, eso ha sido muy estudiado por un autor francés, Jean Delumeau, que tiene una historia del miedo extraordinaria.[6]  La idea central es que el guerrero es el que no tiene miedo y eso lo separa y lo hace superior respecto del pueblo llano

Que cuida su vida…

Se podría recuperar ahí la dialéctica del amo y del esclavo. El guerrero, como el amo, está dispuesto a poner su vida en juego. En el imaginario, en los rituales revolucionarios, y eso incluye al fascismo italiano tanto como a la tradición de la izquierda revolucionaria, cuando se evoca a los muertos, en general se hace bajo la figura de los héroes. Por supuesto está el caso del militante raso que puede alcanzar en la muerte ese lugar en la medida que tiene una muerte heroica. Pero en principio la memoria y todo el culto gira alrededor de esa figura del héroe extraordinario, que está situado por encima del sujeto común. Entonces, esas son las muertes que importan. En realidad, insisto, eso tiene una larga historia; podríamos remontarnos en ese sentido a La Ilíada. Porque la muerte del héroe es la muerte de aquel que en su muerte no es vencido sino que es vencedor, moralmente termina venciendo a sus enemigos. 

¿Ahí empieza a surgir el mito de que los mejores murieron?  

Si. Y predomina una idea en la que lo más importante en orden a una cultura moral práctica, es la decisión y el coraje. En las experiencias de las organizaciones guerrilleras finalmente la cuestión era quien estaba más dispuesto a jugarse en la acción, el más arriesgado. Eso es lo que prevalecía respecto de lo que podía ser una cultura marxista más sostenida en las ideas, en la discusión, en la argumentación. Entonces efectivamente ahí se traspone un poco abusivamente esa narración, como si solamente hubieran muerto aquellos que estaban en  posiciones de combate, cosa que ya sabemos que no es así.

Pero la muerte parece ser una prueba de eso.

Claro, la muerte los convierte en combatientes.

Además de la cuestión de la memoria en debates y otras discusiones, ha habido también discusiones alrededor de los lugares en donde la memoria se hace efectiva, lugares como la ESMA, el Monumento a los Desaparecidos. Vos aportaste a esas discusiones. 

Ahí el tema es ¿cómo evocarlos? Y hasta qué punto es posible aspirar a una memoria unificada, centralizada. Para poner un ejemplo, que las organizaciones o los grupos ejerzan y practiquen una memoria de su propio grupo revolucionario o político es entendible.  Entonces si se instituye el Día del Montonero, y algunos ex montoneros se reúnen para recordar y compartir la memoria de esa experiencia y de aquellos compañeros que murieron, eso no merece ninguna clase de discusión. De hecho Vanguardia Comunista cada tanto hace una reunión, en los aniversarios, para recordar a quienes murieron. Eso forma parte de la memoria de las organizaciones políticas, incluso más allá de las organizaciones revolucionarias o de izquierda; forma parte de los rituales con los que las comunidades construyen una identidad, también desde el pasado y los muertos. Ahora el problema es si se quiere convertir el Día del Montonero en el Día Nacional de la Memoria. No digo que lo hayan hecho pero estuvieron cerca. Porque en ese terreno también hay que admitir que para quienes participaban en algunas experiencias de combate, más que de represión, como en Tucumán, del lado de las fuerzas militares, también se mantienen lugares y memoriales que recuerdan a los militares caídos en combate. ¿Quién va a discutir eso? Ojalá pudiéramos juntarnos y discutir sobre esa historia, las condiciones, las responsabilidades, en términos de una memoria histórica compartida. Lo que no quiere decir unificada.

En el Parque de la Memoria se discutió poco si tenían que estar los nombres de los caídos tanto por los militares y como por las organizaciones armadas.

El único que se animó a plantear eso fue Héctor Leis, que proponía una sola nómina para todos los muertos, de la guerrilla y de la represión; y así le fue. Lo cuestionaron de todos lados. Y es lógico, creo que es muy difícil; en ningún lado existe eso. Vayan a decirlo en Italia o Francia.

Es una idea de conciliación demasiado utópica…

Es una idea típica de un vanguardista, como era Leis, porque una cosa es reconocer que esas muertes no son insignificantes y por lo tanto tienen todo el derecho a ser recordadas y colocadas en un contexto que las recupere y les dé sentido. Otra cosa es decir que todos podemos celebrar conjuntamente todas las muertes.

Lo que si se llegó a discutirse es el breve enunciado que precede el monumento con los nombres en el Parque de la Memoria, que dice “a las víctimas del terrorismo de Estado y aquellos que murieron combatiendo por los mismo ideales de justicia y equidad”. Eso sí fue motivo de discusión. Yo pude ver las actas, que es lo que trabajo un poco en el apéndice de mi libro sobre la violencia revolucionaria. Se discutía si había que poner “luchando” o “combatiendo”: es una variación semántica bien significativa. Finalmente quedó combatiendo. Entonces no deja de plantearse esa ambigüedad: si se los recuerda como víctimas o como combatientes; porque son tipologías distintas de monumentos. Los monumentos a los caídos en las guerras, tienen una fórmula: aquellos que murieron por la patria. Hay un trabajo extraordinario de Koselleck que compara los monumentos a los muertos en la primera guerra, franceses y alemanes, y ve que tienen exactamente la misma tipología.[7] Entonces uno puede decir, si se trata de asumir eso como una guerra o como algo que se parecía a una guerra, se conmemora a los muertos como quienes murieron combatiendo por la Patria, o por la Revolución: eso proporciona una tipología de monumento. Ahora bien, el Holocausto es otra cosa, para poner grandes tipologías. Los monumentos a las víctimas del nazismo y a través de ese patrón de representación de los genocidios contemporáneos, ponen el acento en la categoría de víctima. No quiero cargar las tintas con la utilización que sin duda se ha hecho de esta asociación con los genocidios. Pero es cierto que hay un problema. La condición común es la muerte violenta; pero iguala situaciones muy distintas. Hay que admitir que ahí hay una tensión en cómo recordar esas distintas categorías de muertos y de víctimas. Porque en la nómina está Héctor Hidalgo Sola, que era radical, y embajador de Videla en Venezuela; y fue secuestrado y asesinado casi seguramente por sectores de Massera. Está allí en la nómina; y está bien que esté porque fue una víctima del Terrorismo de Estado. Y está Elena Holmberg, que también era una diplomática sin ninguna relación con la militancia.

Si nos convocaran como historiadores, ¿cómo situamos, cómo damos cuenta de esas muertes? Para poner un ejemplo, en el caso del Monumento a las víctimas del Nazismo, en Berlín. Allí hubo toda una discusión, incluso uno de los autores del proyecto se retiró. Finalmente decidieron que el monumento tenía que tener algún contexto explicativo, entonces en el subsuelo hay un pequeño museo donde se busca introducir elementos que le dan sentido. Con todas las dificultades que eso pueda tener. Más allá de si estuvo bien o mal hecho, hay que admitir que eso era imprescindible. Ahora imaginen los problemas que habría si se tratara de crear un anexo explicartivo, que informe y de sentido a los nombres del monumento.
¿Qué pasa incluso con quienes murieron antes de que empiece la dictadura?

Algunos están ahí.

El reconocimiento es el mismo, quienes murieron durante el gobierno de Perón e Isabelita  tienen que compartir lugar con aquellos muertos en manos de la Dictadura Militar.

Hubo discusiones que finalmente se tiñeron de decisiones políticas. La ley que sanciona la creación del monumento habla de la década del setenta, con los cual les daba pie para empezar en 1970. Si lo hacían los primeros nombres en la lista eran Fernando Abal Medina y Gustavo Ramus. Les pareció que era incomodo comenzar por esos nombres, quedaba muy evidente una presencia montonera ahí en el comienzo. Entonces decidieron empezar en 1969 con las victimas del Cordobazo, que tienen poco que ver.

Es otro mundo, otro tipo de violencia… 

Imaginemos que nos convocan para escribir o hacer una serie de paneles para explicar esa nómina. ¿Por dónde empezar?  Viendo los documentos de la comisión del monumento me encontré con un familiar de Felipe Vállese, un desaparecido peronista de 1962, que preguntaba por qué no estaba en esa nónima. Y surgió la propuesta de poner un monolito. No se si se concretó, habría que buscarlo. Si se empieza a abrir la nómina de las violencias, y me refiero sólo a las de agentes estatales, el parque se puede llenar de monolitos.

Sobre todo los que consideramos muy chocante: que se escriba una historia oficial sobre esto y que haya organismos estatales que quieran definir que las cosas han sido de una forma cuando lo que está claro es que hay diferentes miradas, me pregunto desde esta posición ¿cómo se puede trasmitir de la mejor forma posible estas complejidades?

En términos del debate público eso no está ni siquiera planteado como problema. Hicimos hace poco, con un grupo con el que trabajamos estos temas, una visita a la ESMA.[8] Se puede ver una contradicción  entre la página y el museo. Hay una página web del Espacio Memoria y Derechos Humanos. Se puede comparar con lo que sucede en museos o sitios equivalentes en el mundo. Uno muchas veces no tiene posibilidad de visitarlos, pero se entera y puede ver el guion o el recorrido de lo que se exhibe. En este caso la página tiene poco que ver con el guion. Sigue apegada a una visión bastante miliciana. Para poner un ejemplo, un núcleo de la presentación es la figura de Néstor Kirchner descolgando el cuadro de Videla en el Colegio Militar. En cambio no se menciona el Nunca Más ni el Juicio a las juntas. 

Hicimos una visita con alguno de los responsables que tuvieron la deferencia de invitarnos, porque querían que les diéramos una opinión; y lo hicimos de manera pública. Ahora bien, el guion del sitio encontró una manera aceptable de presentar lo que allí sucedió. Lo que está allí, lo que se ve y se escucha en las visitas, son testimonios que fueron dados todos en sede judicial, primera cuestión. Aunque no se lo dice explícitamente (yo querría que se dijera más explícitamente), la condición de una memoria histórica política, en relación a este tipo de temas, es que debe tener un marco institucional, que en ese caso fue la acción de la justicia. El otro rasgo es que el recorrido está bastante apegado a lo que sucedió allí. Ahora, es evidente que eso no es un museo de la memoria, si uno piensa en otros ejemplos que necesariamente tienen una narrativa bastante más extendida acerca de las condiciones, los contextos y sobre todo los debates. No es que no hay nada en cuanto a la historia. En la misma visita hay un primer video bastante desordenado e insuficiente que pretende ofrecer un contexto.

En fin, no hay formas establecidas y necesariamente eficaces. La experiencia alemana mostró que los debates sobre los monumentos y museos han sido más importantes que los memoriales y los museos plasmados en un lugar. Y eso es lo que ha faltado y falta, no se ha discutido. Lo mismo respecto del museo de Malvinas.

¿Qué tiene que ser eso? digo es un museo de la guerra, de una parte del territorio ¿qué es eso que está ahí que comparte predio con la ESMA?

Incluso el hecho, esto lo señalaba alguna vez Norma Morandini, de que los aviones que en un lado corresponden a aquellos que se usaban para tirar a las víctimas al océano, en el otro lado, en el Museo de Malvinas, aparecen asociados a una gesta heroica. Y no digo que no tengan que estar, pero hay que hacerse cargo de que la historia tiene esa complejidad trágica. 

Cada vez que llega el 24 de marzo y aparece la consigna de Memoria, Verdad y Justicia mi primera sensación es que son tres términos bastante contradictorios entre sí, la memoria y la verdad a veces no están tan cerca, y que la justicia no ayuda a la verdad. ¿Cuál es tu evaluación ahora en el 2019 trascurridos todos estos años desde la transición democrática sobre el proceso que vivimos en Argentina desde 1983? 

Es un tema que requeriría más tiempo pero en principio es evidente que en la primera transición el discurso de los derechos humanos fue fundante; con sus manifestaciones institucionales, como los juicios, el Nunca Mas, configuraron un cierto régimen de memoria que se asocia también a algunas de las cosas que vimos. En el centro estaban las víctimas y la necesidad de reparar. Era en nombre de las víctimas que no solo se trataba de castigar o hacer justicia hacia el pasado, sino también de comprometer cierta promesa hacia el futuro, es decir construir una sociedad en la que no haya más víctimas. Por lo menos, digámoslo así, en esa condición de víctimas casi absolutas encarnadas en la figura del desaparecido. Entonces es evidente que juzgar qué es lo que sucedió con ese primer conjunto de esperanzas y de promesas no se puede separar de un juicio sobre lo que ha sucedido con nuestra propia construcción democrática. Entonces hoy mi visión es que lo que predomina es más el fracaso de esas promesas que su cumplimiento. Aunque es cierto que si vamos a tener finalmente un mandato constitucional democrático que va a terminar de cumplirse sin interrupciones de otro tipo, eso es un logro. Ahora, admitamos que comparativamente a lo que es cualquier escala deseable de institución y de comunidad políticas, todavía no es un logro extraordinario.

 



[1]. E. Mignone, Derechos humanos y sociedad. El caso argentino, Buenos Aires, CELS y EPN, 1991.

[2]. Del Barco et al, No matar: sobre la responsabilidad, Córdoba, Del Cíclope-Universidad Nacional de Córdoba. Volumen 1, compilado por Pablo René Balzagui, 2007. Volumen 2, compilado por Luis García, 2010.

[3]. Jorge Lanata, Muertos de Amor, Buenos Aires, Alfaguara, 2007.

[4]. Elías Semán, El partido marxista-leninista y el guerrillerismo, 1964. Redición: Colección Controversias, El Topo blindado, 2013. Estudio preliminar de Diego Cano.

[5]. M. Caparrós y E. Anguita, La voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina, Buenos Aires, Norma, 1997-1998, tres tomos.

[6]. Jean Delumeau, El miedo en occidente (1978), Madrid, Taurus, 2018.

[7]. Reinhart Koselleck, “Les monuments aux morts, lieux de fondation de l´identité des survivants”,  L´experience de l´histoire, Paris, Seuil/Gallimard, 1997.

[8]. Dossier: “La ESMA hoy”, con intervenciones de Rubén Chababo, Lucas Martin, Hilda Sábato y Hugo Vezzetti. En https://lamesa.com.ar/ Mesa de discusión sobre derechos humanos, democracia y sociedad.

 

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