jueves 25 de abril de 2024
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La turbulenta historia del cementerio de la Recoleta

De cosas centrales para la vida cotidiana hasta cambios en las costumbres vinculadas con la muerte. Bernardino Rivadavia, el primer jefe de Estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata que ejerció el cargo de presidente, es una figura única para los argentinos por las enormes renovaciones sociales que encaró desde los distintos cargos que ocupó.

Entre sus tareas más destacadas, entre 1821 y 1824, Rivadavia ocupó un ministerio en el gobierno de Buenos Aires, que por esos años estuvo a cargo de Martín Rodríguez y Juan Gregorio de Las Heras. Entre las cuantiosas transformaciones en la sociedad que encabezó el prócer se encuentran las que  cambiaron para siempre los ritos funerarios en estas tierras.

Por aquellos años las iglesias funcionaban también como sepulcros. El moribundo dejaba instrucciones sobre sus preferencias y detallaba el templo donde deseaba ser enviado tras su muerte, además de la ropa del santo u orden que quería como mortaja. Mientras más cerca del altar estaba el espacio elegido, más cara era la tumba. Los sacerdotes entonces eran los encargados de vender parcelas y la ropa con la que se vestiría al muerto, por lo general hábitos usados y viejos.

Como todo esto resultaba muy costoso, muchas familias en aquella época abandonaban a sus muertos en las iglesias para que se encargaran allí. Generalmente dejaban a niños —que morían en gran número— y a esclavos. Algunos directamente terminaban en la calle. En esos casos, el cadáver era acercado por los ciudadanos al Cabildo porteño y las autoridades lo colgaban del balcón durante varios días para que fuera reconocido. Como casi nunca lo reclamaban, por costumbre se dejaba un recipiente a sus pies para que los transeúntes colaboraran con los gastos de la inhumación.

La situación de insalubridad era moneda corriente. Por aquellos días los sepulcros eran poco profundos y eso provocaba varios problemas. George Love –un inglés que visitó la ciudad en épocas rivadavianas- señaló en sus memorias que mientras enterraban a un amigo británico quedó a la vista el “cuerpo mutilado de un muchacho negro que, debido a la forma en que aquí se cavan las tumbas, había salido a la superficie”. Pero eso no era todo: los ataú­des no se sellaban, por lo que el olor a putrefacción invadía los templos.

En 1822 Rivadavia buscó terminar con los problemas derivados de estos rituales y prohibió los entierros en las iglesias. Y, entre otras determinaciones drásticas, decidió expulsar a un grupo de monjes -los recoletos- que por aquellos años vivía en un convento en el actual barrio porteño de Recoleta, además de cerrar la iglesia donde aquellos religiosos celebraban sus ritos desde 1732. En ese lugar el prócer mandó a construir el primer camposanto público de la ciudad: así nació el actual cementerio de la Recoleta, por muchos años llamado Cementerio Norte.

Al principio, las familias ricas se resistieron a las nuevas costumbres y encontraron formas de eludir la nueva normativa. “Pero los de clases más bajas no se sintieron ofendidos por contar con ese servicio gratuito y, así, el 18 de noviembre de 1822 se realizaron los primeros entierros en el flamante cementerio: un joven negro y liberto llamado Juan Benito y una prostituta blanca de veintiséis años, nacida en la Banda Oriental, llamada María de los Dolores Maciel”, señalan los historiadores Raquel Prestigiacomo y Fabián Uccello.

“Los muertos son enterrados dentro de las veinticuatro horas, pre­caución necesaria en un país de clima cálido. Los cementerios están repletos y ahora se llevan los cadáveres al cementerio Nuevo, en la Recoleta, y se trasladan allí desde los cementerios de las iglesias, con lo que se producen escenas de confusión, en que madres, esposos y esposas prorrumpen en gritos al reconocer los cuerpos de quienes ya no esperaban volver a ver en este mundo”, describió, por su  parte, Love, sobre los primeros entierros en el camposanto público.

Desde entonces, el cementerio de la Recoleta se convirtió en un lugar trascendental para la ciudad y también para la historia argentina.

Entre los primeros próceres que fueron sepultados allí se encuentra Manuel Dorrego, que fue fusilado en el pueblo bonaerense de Navarro hacia 1828. Meses más tarde de aquella muerte, Juan Manuel de Rosas envió una comisión a cargo del médico Cosme Argerich para exhumarlo y conducirlo a la capital. La ciudad de Buenos Aires recibió el cadáver entre ceremonias y homenajes: la muerte había bo­rrado cualquier atisbo impopular y el pueblo lo consideraba un mártir.

Entre la multitud, ya en la Recoleta, el Restaurador pronunció palabras convenientemente sentidas: “La mancha más negra de la historia de los argentinos ha sido ya lavada con las lágrimas de un pueblo justo, agradecido y sensible”.

Un caso similar fue el de Facundo Quiroga, asesinado en 1833. El cuerpo del caudillo peregrinó por diversas tumbas. Primero fue inhumado en la catedral de Córdoba, desde donde Rosas lo hizo trasladar en 1836 a la iglesia de San Francisco, en Flores, y luego terminó enviado a la Recoleta.

En 1877, al morir Rosas en Inglaterra, la noticia reavivó una vieja grieta. Entonces, un grupo de sus víctimas directas e indirectas decidió marchar al cemen­terio para ultrajar emblemas federales, entre estos la tumba de Quiroga. Por suerte no tuvieron éxito. Sin embargo, la familia decidió tomar cartas en el asunto. El suizo Antonio Demarchi, esposo de Mercedes Quiroga —hija del caudillo— escondió el cadáver de su suegro. Según el testi­monio de sus descendientes, desde entonces la familia supo que estaba oculto, pero desconocían el lugar exacto. El 9 de diciembre de 2004 fue hallado un ataúd con aleación de cobre y bronce, junto a dos cruces de hierro. En una de ellas se leía: “Quiroga… muerto en febrero”. El féretro estaba dispuesto de manera vertical —detrás de una pared— en la bóveda de la familia Demarchi. Actualmente el caudillo descansa en su vieja tumba, acompañado por la estatua de una virgen cuyo rostro fue inspirado en su esposa.

Otro personaje histórico vinculado con la Recoleta es Juan Lavalle. El general falleció en Jujuy el 9 de octubre de 1841. Manuel Oribe –uno de los lugartenientes de Rosas- escribió de inmediato a Buenos Aires, confirmando la muerte del hombre, a quien definió en su carta como “salvaje asesino”.

Entre andrajos y famélicos, los soldados de Lavalle pusieron a salvo los restos del general. Poco habían recorrido cuando la descomposición del cuerpo los obligó a detenerse y descarnarlo. El proceso resultó ser una verdadera tortura. Designaron para esto al coronel francés Alejandro Danel, quien años más tarde escribió: “Me acerqué al rancho de una familia Salas, hacia la derecha del camino, pedí salmuera y un cuero en el que, con los ojos lle­nos de lágrimas extendí el cadáver de mi amado general, ya en completa corrupción, y como Dios me ayudó, es decir del mejor modo que pude, hice aquella piadosa autopsia, sin otro instrumento de cirugía que mi humilde cuchillo —recordando sí, que era hijo de un médico notable, y que debí ser médico yo mismo, a haber nacido con mucho menos fuego en el alma”.

Los militares lavaron los huesos en el río y los secaron muy bien antes de guardarlos, mientras otra parte de los restos fue sepultada en una capilla cercana. Algunos soldados aprovecharon la ocasión para extraer cabellos de la en­sangrentada barba del general, pues deseaban llevarlo siempre a su lado. Luego de que la cabeza fuese mojada en salmuera y envuelta, siguieron rumbo a La Paz. En Bolivia los recibieron con honores y el ali­vio infló sus pechos. Se miraron en silencio largo rato, tristes, mientras las lágrimas surcaban sus rostros sucios. Eran un puñado de valentía en harapos y acababan de convertirse en leyenda.

Tiempo más tarde Dolores Correas –esposa del general- llevó los restos a Chile. En 1861 —por iniciativa de Bartolomé Mitre— Lavalle fue repatriado. El traslado quedó en manos de un antiguo camarada, Gregorio de Las Heras. Confeccionaron una urna especial para Lavalle, realizada con bronce de los cañones españoles tomados en la batalla de Chacabuco. El valor simbólico de esta acción es inmenso, pues se trata de la contienda en la que más destacó. El lugar elegido para su descanso final fue, como no podía ser de otra manera, el cementerio de la Recoleta.

Hace un par de años la tumba de Lavalle fue restaurada y se le devolvió gran parte de su brillo original. A pocos metros se encuentra –desde la primera presidencia de Menem- su archienemigo Rosas. Pero el prócer no debe preocuparse. Junto al sepulcro un soldado pétreo lo custodia bajo la leyenda “Granadero, vela su sueño y si des­pierta, dile que su Patria lo admira”.

Uno de los grandes compañeros de lucha de Lavalle, el General José María Paz, vivió algunos años más, los suficientes para ver caer a Rosas. En octubre de 1854 su estado era grave. Los médicos diagnosticaron una afección cerebral. Hacia la medianoche del domingo 21 perdió el conocimiento, víctima de una hemiplejía. Murió pocas horas más tarde. El 9 del mes anterior había cumplido 63 años. Sus restos descansaron en la Recoleta hasta 1958, dentro de un mausoleo cercano a Lavalle. Ese año fue trasladado en avión a su Córdoba natal donde actualmente se encuentra.

Otro de los personajes que pasó brevemente por el cementerio porteño fue el general Gerónimo Espejo. Fallecido en 1889, fue trasladado desde allí a Mendoza –provincia de donde era oriundo- en 1938.

Otra personalidad que podría integrar el  grupo de “peregrinos póstumos” es Juan Bautista Alberdi. El ilustre abogado falleció en suelo francés en junio de 1884. La noticia llegó a nuestro país a través de un telegrama destinado al presidente Julio Argentino Roca.

Alberdi fue embalsamado y sepultado en una iglesia local a pesar de que el tucumano había comprado una parcela —con busto y lápida incluidos— en el cementerio de Père-Lachaise. La tumba nunca fue ocupada y aún existe con su nombre. En 1889 sus restos fueron enviados al país y terminaron depositados en la bóveda de José F. Ledesma, mientras se erigía el sublime mausoleo que en su honor hoy engalana la Recoleta.

“El tiempo transcurría —cuenta el contemporáneo y amigo David Peña— y tal monumento no se inauguraba. ¿Por qué no se transportaban a él los restos del doctor Alberdi? Tal era mi demanda in­cesante. Oiga Ud. me dijo afectuosamente un respetable amigo que me honraba con sus consejos y su afecto: no promueva Ud. este asunto mientras viva el general Mitre. El poder de La Nación es indiscutible. No se cierre, por Ud. mismo las puertas de ese poder”. Mitre había sido uno de los grandes oponentes en vida del abogado y, tal como se pudo ver, hay odios que ni la muerte borra.

Pasaron años hasta que Alberdi pudo descansar en su tumba de Recoleta: tuvo que morir Mitre para ello. Sin embargo, el suelo porteño no fue este su destino final: desde 1991 el abogado se encuentra en Tucumán.

Pero este cementerio no sólo fue testigo de la llegada de héroes, también recibió a algunos villanos. En agosto de 1881, un grupo de individuos entró en sus instalaciones y profanó la bóveda de Inés Indart de Dorrego, cuñada de Manuel Dorrego. Llevaron el lujoso ataúd hacia otra bóveda, con la intención de esconderlo.

Al día siguiente, la familia de Inés recibió una carta firmada por “Los caballeros de la noche”. En ella aseguraron tener el cuerpo de la mujer y señalaron: “Los restos están rodeados de respeto y volverán al lugar de donde han sido sacados, pero eso es bajo una condición, si Vds. quieren ser condescendientes con nosotros. Sabemos que doña Inés de Dorrego al morir dejó a sus hijas queridas una fortuna colosal […] Que en represalia por su mala voluntad y abstención por nosotros, nos veríamos obligados a sacar de la caja donde reposan los restos venerados de su señora madre, y después de ultrajarlos y reducirlos a cenizas, tirarlos a los cuatro vientos, sin que nunca sepan ni dónde ni cómo. Que indudablemente la justa crítica de una ciudad y de una nación os cubriría de vergüenza y lodo, manchando para siempre vuestro nombre ilustre. Hijas tan ricas, dirán, y tan desnaturalizadas. Que somos muchos y poderosos, que nuestra asociación cuenta con hombres resueltos hasta la muerte”.

Con la carta llegó un cofre donde debían depositar la suma pedida. Éste sería recogido al día siguiente en el domicilio familiar por un hombre. Uno de los requisitos impuestos a la familia era que no diera aviso a la policía, pero los Dorrego hicieron todo lo contrario. Dos sargentos siguieron al joven que buscó el rescate y dieron con la guarida de los malvivientes en el barrio de Belgrano.

Finalmente, los integrantes de la banda fueron llevados a juicio.  Pero, como existía un vacío legal al respecto, no fueron condenados. A partir de este caso se sancionó una normativa para castigar la violación de sepulcros en nuestro país.

Sin lugar a dudas, las historias escondidas detrás de los imponentes muros del cementerio ícono de los argentinos son numerosas. Esta es sólo una búsqueda que intenta inspirar otras.

Publicado en Infobae el 15 de junio de 2019.

Link https://www.infobae.com/historia-argentina/2019/06/15/proceres-restos-humanos-en-las-calles-y-tumbas-profanadas-la-turbulenta-historia-del-cementerio-de-la-recoleta/

 

 

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