En los últimos tiempos, los movimientos antivacunas han tomado cada vez más fuerza, poniendo así en peligro numerosas vidas. Es por esto que resulta muy importante echar luz sobre un tema tan importante para la salud pública y repasar en la historia argentina cómo llegaron las primeras vacunas al país, así como el gran éxito que acarrearon para la población.
Creada por el investigador británico Edgard Jenner en 1796, la vacuna contra la viruela cambiaría el mundo. Al descubrir la inmunidad hacia esa enfermedad que presentaban personas en permanente contacto con las vacas, Jenner administró viruela vacuna a un pequeño de ocho años enfermo. El niño mejoró de inmediato y pronto fue expuesto a la viruela humana. De esta manera se comprobó lo esperable: el chico se había vuelto inmune. Debido a este primer descubrimiento se acuñó el término “vacuna”, que viene del latín variolae vaccinae, es decir viruela de la vaca.
El método se difundió rápidamente por toda Europa. Napoleón Bonaparte fue un convencido adherente de aquel descubrimiento. En 1804 fundó la “Sociedad para la extinción de la viruela por la propagación de la vacuna antivariólica”. Además logró convencer a muchos de sus soldados de la importancia de aplicar la vacuna y a finales de sus días en el poder uno de cada dos niños franceses había sido vacunado. Según el especialista Jean-François Lemaire, los resultados fueron tan contundentes que la enfermedad decreció sensiblemente y bajó a cifras muy inferiores a lo que Francia había conocido hasta entonces.
La novedad llegó a América gracias al médico español Francisco Javier Balmis, que entre 1803 y 1806 encabezó una expedición mundial con el fin de hacerlo llegar a todo el imperio español. Así, la vacuna llegó al territorio nacional hacia junio de 1805. Inmediatamente, el célebre médico Cosme Argerich lideró una suerte de campaña, en la que llegó a ofrecer la vacuna de manera gratuita en su domicilio. Lamentablemente, en aquella oportunidad sólo asistieron doce personas. La resistencia al novedoso método fue una gran barrera para superar la enfermedad. El camino era largo y recién comenzaba.
Durante la Guerra de la Triple Alianza (1864 – 1870), que enfrentó al país junto a Brasil y Uruguay contra el vecino Paraguay, la calamidad de la enfermedad estuvo presente. El ingeniero principal del ejército paraguayo, un inglés llamado George Thompson, señaló en sus memorias: “En Paraguay habían muerto desde el principio del reclutamiento unos 30.000 hombres (…) la diarrea y la disentería no habían cesado de hacer grandes estragos (…) Hubo también epidemias de viruela y sarampión, tanto en Paraguay como en Corrientes, que arrebataron millares de hombres, dejando a otros tantos en estado completo de extenuación”. Entonces no hubo modo de frenar la catástrofe, pero se comenzó a tomar conciencia a nivel regional.
Así, al llevarse a cabo la famosa Conquista del Desierto años más tarde, el Ejército Argentino llevó consigo médicos que administraron vacunas contra la viruela a los aborígenes cautivos, pues la enfermedad los diezmaba.
A lo largo de todo el siglo XIX, se ganó terreno a la muerte a nivel mundial y el virus comenzó a extinguirse muy lentamente. En nuestro país, las campañas de vacunación tomaron importancia recién a partir de la segunda presidencia de Julio Argentino Roca. Según lo expresado en la prensa de entonces en el año 1890 “la epidemia de viruela mató en la Capital 2,198 personas, y la mortalidad de 1899 por esa causa ha sido solamente de catorce personas”, de acuerdo a una publicación de la revista Caras y Caretas, de enero de 1900. Pero aún se estaba lejos de controlar el mal.
Desde principios de abril de 1901, la viruela se presentó con caracteres alarmantes, lo que obligó a las autoridades a implementar un plan inmediato de vacunación domiciliaria. Entre niños y adultos, se inmunizó a unas mil personas por día. Conventillos y edificios donde se hacinaban los inmigrantes fueron el principal foco de atención. Los dueños de aquellos espacios eran multados si no colaboraban con las autoridades sanitarias. Además, estos mismos agentes concientizaban a la población haciendo públicas las precauciones y los periódicos colaboraban publicándolas. La situación se repitió periódicamente.
Todas estas medidas, tomadas con el presidente Roca a la cabeza, evitaron enormemente la propagación de la viruela. Pero apenas eran los primeros pasos.
Las campañas -que constituyeron verdaderas política de Estado- dieron gran resultado en la concientización de la población. Hacia 1905, Caras y Caretas informó: “Las disposiciones dictadas últimamente que exigen con todo rigor la vacunación obligatoria han sido esta vez tan fielmente obedecidas de parte del público, que se han visto en ciertos aprietos los encargados de darle cumplimiento. Respondiendo al llamado que se hizo, los amplios patios de la Asistencia Pública resultaron estrechos para dar cabida al numeroso gentío que, acompañado de crecido número de bebés, concurrió lleno de impaciencia temerosa, a preservarse de los peligros de la viruela. La imposibilidad de satisfacer en el día todos los pedidos dio lugar como era de esperarse a las consiguientes protestas”.
Pero, las medidas no se agotaron ahí. En caso de descubrirse algún “domicilio infectado” una cuadrilla de empleados municipales -debidamente protegidos- sacaba al enfermo, lo colocaba en una ambulancia y lo despachaba hacia el hospital. La casa era aislada inmediatamente y se iniciaban procedimientos de desinfección. Entre otras cosas, se embolsaban las pertenencias de la persona enferma para llevarlas a desinfectar en hornos esterilizadores. Por aquellos días las campañas de desinfección llegaron a incluir también el trabajo en espacios públicos, como los tranvías.
Gracias a estas campañas sanitarias las muertes por viruela disminuían año tras año. La victoria sobre este mal constituyó una de las grandes hazañas, de la que los argentinos fueron parte. En 1975 se registró el último caso y el mundo festejó: se había erradicado una enfermedad que costó millones de vidas desde la del faraón Ramsés V de Egipto, en el año 1145 antes de Cristo.
Lamentablemente el peligro de la propagación de diversas enfermedades sigue latente y los movimientos antivacunas ponen en jaque estas conquistas.
Cabe destacar que estos grupos estuvieron presentes desde la aparición de las primeras vacunas. En Caras y Caretas se refierieron a éstos en 1906: “Algunos honorables comerciantes que han formado ligas contra la vacuna en varios países europeos han encontrado, hojeando tal vez libros muy viejos de medicina, que la vacuna sirve de vehículo de contagio de muchas enfermedades infecciosas, tales como: la tuberculosis y otra peor. Pero está perfectamente probado que el único medio eficaz de profilaxis individual es la vacunación; de modo que, si nadie se somete al pequeño y hasta agradable lancetazo, la viruela aumenta, y aumenta de un modo tan alarmante que puede diezmar a la población; ¿es esto lo que quieren las ligas a que nos hemos referido anteriormente?“. La pregunta no deja de tener actualidad por estos días.
Publicado en Infobae el 4 de mayo de 2019.
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