viernes 26 de julio de 2024
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Hace falta más Cambiemos y menos Pro

 

Detrás del PRO se embosca una secta minúscula pero decidida, que aprovechando los abusos del kirchnerismo en su invocación a los derechos humanos, intenta diluir la responsabilidad militar en la represión ilegal. Vergonzante, no se anima a blandir –salvo alguna salvaje excepción– la reivindicación de la metodología homicida de la dictadura. Basta rascar un poquito y encontrar objeciones como la del carapintada Gómez Centurión.

                El argumento elegido es rechazar una y otra vez la ejemplar sentencia de la Cámara Federal, que luego del juicio más desgarrador de la historia argentina y una meticulosa reconstrucción de los hechos, determinó la existencia de un plan criminal elaborado por la cúpula de las Fuerzas Armadas para exterminar a quien considerara enemigos. La pena de muerte sin proceso ni sentencia. Más secuestros, más tortura. Y silencio.

                El negacionismo no es un delito en Argentina –como sí lo es en varios países europeos– pero resulta política y socialmente repudiable. ¿Por quiénes? Precisamente, por la mayoría de quienes han votado Cambiemos. No se trata de corrección política, sino de defensa de valores inescindibles de la democracia argentina.

                El PRO es un partido que ha exhibido una conducta tolerante, donde confluyen dirigentes que mamaron en las filas conservadores, peronistas, liberales, radicales, demoprogresistas. Indudable raíz republicana en su inmensa mayoría y en su propia conducción.

                ¿Por qué entonces el PRO no descarta a los negacionistas? Porque, en el fondo, no lo cree un tema importante, piensa que los derechos humanos ya están juzgados y son parte del pasado.

De tal modo, comete un desatino político –además de una decisión cuanto menos errónea– que es confrontar con el espíritu de sus propios votantes.

¿Cambiemos qué?

                Hace un año, el pueblo eligió Cambiemos. ¿Cambiemos qué? El régimen anterior. Cambiemos fue una consigna admirable. Permitió convocar a radicales y justicialistas, a conservadores y progresistas. La consigna de la República y la tolerancia podía cobijar –y juntar votos– a diestra y siniestra, a derecha e izquierda. El resto lo hizo CFK.

 Los sufragios de Macri-Michetti, en su mayoría, enfrentaron al kirchnerismo porque no toleraron su ataque contra las libertades constitucionales, su violación grosera de la convivencia, la baja calidad democrática, el ataque al librepensamiento. Es decir, por su verdadera política de derechos humanos, donde la libertad absoluta se concentraba arriba, en el vértice de la pirámide.

                Cambiemos expresa a personas que piensan de modo muy diverso sobre cómo resolver las cuestiones de la economía, qué hacer con los préstamos, cómo recaudar impuestos, cuál es el valor de los sindicatos o el mejor alineamiento internacional.

                Los votantes de Cambiemos expresan los valores institucionales de la gran tradición del liberalismo político, mucho más que la vocación por el libre mercado y el neoliberalismo, muy minoritarios en la Argentina.

                No había exceso de Estado sino falta de Estado, disimulada para muchos por el exceso de gobierno faccioso. Esto lo marcaron largamente Luis Alberto Romero y Liliana de Riz.

Las ideas, los valores, los principios, son decisivos en la toma de decisiones. Desde hace décadas Manolo Mora y Araujo viene enseñando las distintas corrientes socio-culturales, de ideas, que atraviesan la compleja sociedad criolla.

Las pruebas abundan. Basta recordar que Elisa Carrió apenas arañó el uno por ciento en las últimas PASO y hoy emerge con muy altos niveles de aprobación. ¿A qué se debe? A que Carrió parece encarnar para gran parte de la base de Cambiemos, el proyecto de Cambiemos. Las capas medias que sustentan valores panradicales y que suplican se escuche a los radicales, aunque más no sea para evitar tanto error no forzado.

El voto popular

                La confluencia en Cambiemos, entonces, emana de una común vocación por la división de poderes, por los valores de la convivencia civilizada y el Estado de derecho. Es mucho más exigente que el bloque que votó Scioli-Zanini en materia de decencia estatal, ataque a la corrupción y, aunque parezca mentira, la verdadera defensa de los derechos humanos. Como todo el mundo sabe –aunque no siempre en la Argentina– la primera condición para garantizar el ejercicio de los derechos humanos consiste en respetar el Estado de derecho y la libre expresión de las ideas. Algo que la sociedad sintió amenazada durante el cristinismo.

                La última demostración, la más chocante, fue la célebre grabación de CFK con Parrilii. Soy yo, pelotudo. Doble escándalo. Uno, que un líder maltrate de esa forma a su colaborador, del modo que nadie debe tratar al más humildes y modesto subalterno. Dos, que personas de alto rango acepten semejante trato más propio de señor y siervo. Ningún vasallo tolera ese talante descalificatorio, que anula toda concepción sobre igualdad. Las revoluciones francesa y norteamericana –para no hablar de la bolchevique– invocaron precisamente ese destrato clasista como algo inaceptable para un ciudadano y para una sociedad deseable. Sólo la ultraderecha, con su culto mesiánico al líder, o los cultos a la personalidad en cualquier régimen pueden sustentar semejante humillación. ¿Qué tipo de progresista (o simplemente de demócrata) puede maltratar así a otra persona? En esa relación no hay dos sujetos: hay un sujeto único y un objeto despersonalizado, cuya única tarea es adivinar los deseos de su amo.

Doble falta

                El año 2016 terminaba muy bien para el gobierno. Fracasaron los esfuerzos kirchneristas por convocar saqueos. Producidos estos, denunciarían el hambre, la insensibilidad y la torpeza oficial, un paso en el camino destituyente que militan desde 2015.

                Sin embargo, el gobierno metió la pata de modo inesperado. Y difícilmente perdonable, dado que nadie lo amenazaba.

                La increíble decisión de tocar el 24 de marzo y la repudiable declaración de Gómez Centurión son, en el mejor de los casos, errores inexcusables. Doble falta. Pérdida de puntos sin que el rival necesite mover un dedo.

                Y es muy malo en lo electoral. La condena a las Juntas ha sido indigerible para la mayor parte del peronismo (con excepciones importantes). El PJ de 1983 había prometido que no habría juicios, que era válida la autoamnistía militar. Después de la derrota, se negó a integrar la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Al regresar al gobierno, el PJ menemista pretendió el olvido, sobre la base de una indemnización a las víctimas de la represión y sus familiares, a cambio del indulto para los victimarios. Una solución material, como le gustaba al PJ menemista. Finalmente, el peronismo kirchnerista vio una veta, mintió sobre la historia, pontificó que nadie había hecho nada (lo que era falso) y se proclamó campeón de los derechos humanos (que no le habían importado antes).

                Lo que Néstor Kirchner advirtió es que había un filón: perseguir a los militares, que ya no tenían poder ni casi cómplices entre los cuadros activos. El caso Milani desnudó la falacia, pero la política no cambiaba.

                Esa manipulación no mejora un ápice la brutal violencia del Proceso.

                Si el gobierno de Cambiemos quería cambiar el 24 de marzo, podía buscar opciones. Por ejemplo, el 10 de diciembre, día universal de los derechos humanos y retorno triunfal del poder civil a la Rosada. Pero es el tipo de reflexión que en el PRO no se consigue.

La incomprensión del PRO por lo simbólico permite a los sectores destituyentes desacreditar al gobierno, degradarlo a simple instrumento de los poderosos (con importa que los poderosos hayan sido los más beneficiados por la década K) y serruchar el hilo –por cierto débil– que une a Cambiemos con sus electores.

                Beatriz Sarlo –acaso la más lúcida mirada sobre el fenómeno kirchnerista– expresa hoy una visión desdeñosa. Como no le interesa el macrismo, no le atrae desentrañarlo ni intenta comprenderlo. Sus conclusiones resultan menos atractivas que las que hacía ante el fenómeno K. No es la mirada anhelante de descubrir la verdad, sino la ojeada despectiva de quien le basta lo que intuye en la superficie para emitir un juicio canónico. Ese alejamiento se reproduce en muchos espíritus más cercanos a Cambiemos que la propia Sarlo. Porque el gobierno da motivos.

                Si el gobierno no advierte la importancia de los símbolos en derechos humanos, en nombrar carapintadas o personas de antecedentes dudosos, si persiste en beneficiar a la gran minería, condonar incumplimientos de las compañías energéticas, cambiar espacios verdes por negocios inmobiliarios, ignorar el peso de los valores, estará rompiendo el contrato con sus votantes. En tal caso, otros podrán expresar el anhelo que llevó a la mayoría a votar Cambiemos.

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