lunes 14 de octubre de 2024
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Sin empleador no hay empleo

Son innumerables los esfuerzos académicos por dilucidar el futuro del trabajo, sobre todo frente a la incertidumbre que nos produce la oferta de dispositivos tecnológicos que nos deslumbran, pero también nos inquietan.

El trabajo, además de su valor económico, en nuestras sociedades ha adquirido un lugar de referencia moral. “Ganarse la vida trabajando” se estableció como sinónimo de dignidad, de asociar el esfuerzo y el talento a los resultados, y también a la búsqueda de realización individual. Probablemente en el futuro debamos revisar esta visión, pero al día de hoy no trabajar sigue siendo señalado y el desempleo es la puerta abierta a la exclusión, al desamparo y a la depresión.

No hay chance alguna de multiplicar de un modo sostenible las posibilidades de trabajo si no incrementamos el número de empleadores (bajo cualquier formato organizacional). En buen romance: sin empleadores no hay empleo.

Cualquier estrategia de bienestar colectivo pasa por recuperar la centralidad del trabajo como modo de asignación de recursos. Para ello no basta el voluntarismo ni las declamaciones, necesitamos incentivos.

Y estamos muy mal en este aspecto. Según datos de la Fundación Observatorio Pyme Argentina tiene 20 empresas cada 1000 habitantes, frente a 34 de México o 58 de Chile. Además de ser pocas, nacen muy pocas (o sea no estamos revirtiendo el fenómeno): mientras en Chile cada año nace una empresa formal cada 124 habitantes o en Brasil una cada 347 habitantes, en la Argentina nace una empresa formal cada 2300 habitantes. Los datos abundan y abruman.

Incrementar el número de empleadores requiere alentar a los ciudadanos por sí solos o asociados a emprender, a iniciar y sostener nuevos negocios. Esto implica afectar su capital o requerir crédito, combinar una visión con un saber hacer y esforzarse por tratar de que sus bienes o servicios sean adquiridos a un precio. Dicho todo esto muy simplificadamente; y si al final del camino ese emprendedor corona su esfuerzo con éxito, seguramente habrá contratado gente, habrá sufragado impuestos y habrá satisfecho a sus clientes con un producto mejor, más barato, distinto que sus competidores.

En la Argentina, emprender es una epopeya con final incierto; los que lo hicieron desalientan con sus relatos cargados de realismo a quienes arrancan. Para colmo de males, si con todo la cosa funciona, el lugar social del emprendedor exitoso aún no es muy valorado.

La maraña de males que han convertido a este país de pioneros emprendedores (los inmigrantes fueron básicamente eso) en una nación estancada son muchos y lamentablemente no pueden ser atribuidos con exclusividad a un gobierno u otro, un sector social u otro. Un chivo expiatorio es tranquilizador, pero en este caso no nos lleva a ningún lado.

Tal vez la peor de las fronteras que deben enfrentar cientos de miles de potenciales emprendedores es el “pobrismo”, esa versión degradada del relato social-cristiano que exalta la pobreza y condena la riqueza. Es obvio, que más allá de cualquier vocación trascendente, una gran mayoría de emprendedores si se empeñan en iniciar un negocio lo harán para tener ganancias, para poder garantizar su futuro económico, dejarle algo a sus hijos o lo que fuera; pero en cualquier caso priorizarán sus intereses. Negar o minusvalorar por eso la vocación emprendedora tiene consecuencias negativas.

A la inversa, debemos alentar y preparar a los ciudadanos para emprender. Seguramente no lo harán todos, pero generar condiciones institucionales para que aquellos que desean, sueñan e intentan generar proyectos puedan hacerlo, es una tarea de primer orden.

El segundo límite, también es conceptual, y lo constituye la lectura dominante que se hace del mundo del trabajo. Nuestra desgastada legislación laboral fue concebida para un mundo donde la organización económica “típica” era la gran empresa industrial, y por eso el sesgo esta puesto en reequilibrar un vínculo que se presumía, con razón, decididamente asimétrico. Lo cierto es que la ecología organizacional hoy es crecientemente diversa, y necesitamos urgentemente bajar la barrera al empleo en las pequeñas y muy pequeñas organizaciones, que (entre otras cosas) hoy no crecen por un temor fundado a una litigiosidad que en vez de garantizar nada, impide la generación de valor y oportunidades de empleo.

Sin aliento a la generación de riqueza y limitados en la capacidad de formar equipos adecuados, los emprendedores además son tratados administrativa y fiscalmente como enemigos públicos. Los trámites burocráticos muchas veces son tan absurdos que alimentan el humor y la literatura fantástica y el tratamiento impositivo se concibe como si estas iniciativas tuvieran garantía de éxito. Con el caudal de información que el estado dispone hoy, no es imposible en absoluto mejorar el tratamiento de aquellas unidades económicas que facturan menos de 10 millones de pesos al año, o que emplean menos de 10 personas.

Cuando en su momento sostuvimos la necesidad de recrear un Estado de Bienestar para este Siglo, lo hicimos en la convicción que el mismo es consecuencia de la creación de oportunidades y de una redistribución con sentido productivo.

A todos los argumentos en favor de una explosión positiva de empleadores que el país necesita, se suma uno que traigo de mi propia experiencia en terreno y que muchas veces es soslayado: las grandes organizaciones (el Estado, las corporaciones de cierto porte, las ONG de renombre) no contratan personas en situación de vulnerabilidad. Aunque les vaya bien y necesiten personal, sus criterios de selección, muchas veces establecidos desde sus casas matrices o incorporadas desde una lógica funcional, se orientan a personas que cumplen con ciertos estándares formales. Sólo las micro y pequeñas empresas locales contratan al señor mayor que le faltan 3 años de aportes para acceder a la jubilación, o al pibe que no terminó el secundario (que por supuesto un empleo puede contribuir a que lo haga), a la señora que por unos años dejo el mercado de trabajo para atender a sus hijos…

Una importante cantidad de esas personas no quieren que el estado los asista con un plan, necesitan un empleo. Aunque el empleo sea a tiempo parcial, la diferencia es abismal.

A medida que transitemos este sendero de normalización económica, debemos orientar una parte importante de nuestro esfuerzo fiscal a generar empleadores. Ellos multiplicarán las posibilidades de acceso a condiciones de vida digna, ellos son los nuevos héroes de un país socialmente cohesionado, más competitivo, integrado y menos conflictual.

Publicado en La Nación el 27 de febrero de 2019.

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